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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (42 page)

Los otros asesores se pusieron en pie, comprobaron su equipo y ocultaron sus armas.

—Vamos a visitar al Troll en el 505 —dijo Ivanov—. Si has dicho la verdad, entonces conseguiremos nuestro objetivo y nos pondremos en marcha, todos contentos. Si has cometido un error, regresaremos y discutiremos las consecuencias. Bien. ¿Es el 505 el lugar correcto? ¿O es quizás el 405?

—Es el 505 —dijo Zula.

—Muy bien —respondió Ivanov, y dio la orden. Sokolov, todos los agentes de seguridad e Ivanov empezaron a subir las escaleras.

El gran ruso gordo había intentado aterrorizar a Yuxia y en parte había tenido éxito, pero mientras permanecía allí sentada sola, esposada al volante, el terror remitió rápidamente y empezó a sentirse decepcionada y ofendida. Cuando él la llamó el día anterior y le pidió que fuera a recoger la furgoneta y organizara una excursión de pesca, se sintió halagada por haber sido escogida, de entre toda la gente de Xiamen, para semejante responsabilidad. Había pasado despierta la mitad de la noche viajando en autobús hasta el pueblecito en el campo donde había aparcado la furgoneta, luego tuvo que regresar a Xiamen y hacer los preparativos. Como gesto especial para demostrar cuánto apreciaba esta oportunidad, apareció temprano esta mañana con tazas de café y madalenas de una panadería estilo occidental cercana.

Sin embargo, lo peor fue que el gordo la había engatusado contando grandes historias sobre cómo la ayudaría a vender
gaoshan cha
en Europa, y ella había picado a pies juntillas. Parecía que esta gente la había etiquetado como una especie de palurda. Una palurda oportunista que se tragaba cualquier tipo de mentira si pensaba que eso iba a ayudarla a vender té.

Eso ya era ofensivo de por sí. Pero lo que la había herido de verdad fue el hecho de que tenían razón.

Todo lo que tenía que hacer era bajar la ventanilla y empezar a gritar y esa gente pasaría en la cárcel el resto de sus vidas.

Pero el hombretón era poderoso: tenía dinero, tenía soldados, y todos iban armados.

Pero si era tan poderoso, ¿por qué necesitaba ayuda de alguien como Yuxia para llevar a cabo la sencilla acción de tomar prestada una furgoneta?

Porque era desechable. Por eso. Ella no era nadie, sola en la gran ciudad. Nadie advertiría que había desaparecido.

Así que había llegado la hora de bajar la ventanilla y empezar a gritar.

Pero si lo hacía, el hombretón le haría cosas terribles a Zula. Lo había prometido. A Yuxia le caía bien Zula y sentía hacia ella una especie de lealtad basándose simplemente en las lágrimas de vergüenza que asomaron a sus ojos cuando confesó su incapacidad de avisarla.

Tal vez había otras cosas que pudiera hacer, en vez de gritar, para mejorar un poquito la situación. Estudió sus alrededores. No sus alrededores inmediatos, que solían consistir en gente que le gritaba por bloquear la calle, sino más a media distancia. Todo estaba abarrotado de gente ofreciendo sus mercancías y cumpliendo sus recados. Un carretero, cuyo carro estaba vacío, había parado a un par de metros de distancia de la furgoneta y miraba con atención a Yuxia. Como muchos de su oficio era delgado y parecía tener noventa años, lo que probablemente significaba que le resultaba difícil competir contra los carreteros más jóvenes y fornidos. Tenía que compensarlo con astucia callejera. Los había visto antes, descargando cosas de la furgoneta y pasándolas callejón abajo. Había visto al hombre grande bajarse de la furgoneta hacía un minuto y observar la fachada del edificio con binoculares. Sabía que había varios occidentales dentro del edificio y que allí estaba pasando algo. Como todos los demás en esta calle siempre estaba pensando en cómo beneficiarse de las cosas, y había hecho el cálculo de que si se quedaba cerca de la furgoneta, mostrando su disponibilidad, entonces alguien conectado con esta operación podría enviarlo a algún tipo de recado.

Yuxia bajó la ventanilla. No tuvo que buscar la atención del carretero porque él la estaba mirando ya directamente.

—Necesito un cerrajero —se quejó—. Pero mi teléfono no funciona.

Entonces miró la fachada del edificio de apartamentos solo para asegurarse de que el grandullón no estaba viéndolos. Cuando devolvió su atención hacia el carretero, el hombre se había marchado.

—Gracias a Dios —murmuró Peter cuando los pesados pasos de Ivanov se apagaron—. Lo logramos. ¡Sí! Lo logramos. Se acabó.

Zula no pudo hacer acopio de fuerzas para darle la noticia de que no lo habían logrado ni se había acabado. Buscó de nuevo el fusible del apartamento 405 y empezó a desenroscarlo.

—¿Qué estás haciendo, Zula? —preguntó Csongor.

Peter se volvió para mirarla.

—Sí, ¿qué estás haciendo?

—Avisándolos.

—¿Avisando a quiénes?

—A los hackers del apartamento 405.

Extrajo el fusible, luego lo volvió a colocar. Repitió la operación. Cada vez que restablecía contacto, oía un pequeño chasquido de un chispazo.

—Me pregunto si sabrán Morse —dijo, y empezó a meter y a sacar el fusible, creando una pequeña pauta: punto punto punto, raya raya raya, punto punto punto. Igual que en el campamento de girl scouts.

—Le acabas de decir a Ivanov que estaban en el 505 —dijo Peter con una voz extrañamente calmada y pastosa, como si hubiera estado haciendo gárgaras con melaza.

—Una confusión comprensible —respondió Zula—. Este panel es un lío. ¿Y quién sabe leer números en chino?

Le resultaba imposible hablar y transmitir en código Morse a la vez, así que retiró el fusible y escrutó el sótano.

Peter y Csongor la estaban mirando. ¿Esperando, tal vez, que estuviera tomándoles el pelo? Era difícil de decir.

Era importante que comprendieran. Zula suspiró y los miró por turno.

—Antes que nada, Ivanov tiene pensado matarnos pase lo que pase. Eso es obvio.

Dejó que sus palabras flotaran en el aire unos instantes.

—Lo que no significa que vayamos a morir. Porque Sokolov piensa que Ivanov está loco e intervendrá para impedir que nos mate. Todo eso no está en nuestras manos. Nos han pedido que entreguemos a esos hackers, que básicamente son un puñado de chavales inofensivos, para que Ivanov pueda matarlos. Y sencillamente no podemos hacerlo. Está mal. La gente no se comporta así. De modo que mentí a los rusos.

—¡Mierda! —exclamó Peter, y se dejó caer sobre sus manos y rodillas (o más bien sobre una mano y una rodilla, ya que tenía una mano sujeta a la barandilla), y empezó a palpar por el suelo como si hubiera perdido una lentilla. Pero parecía que no podía encontrarla.

—¡Zula! —susurró—. ¿Tienes una horquilla?

—¿Quieres decir, en el pelo?

—Sí.

Zula no pudo dejar de contener un suspiro y poner los ojos en blanco, pero luego se sacó una horquilla del pelo y se la lanzó.

—¿Tienes más? —pregunto Csongor.

Zula le lanzó otra.

La gente que veía demasiadas películas de hackers tenía todo tipo de ideas ridículas sobre lo que eran capaces de hacer. En general, sobrevaloraban enormemente las habilidades de los hackers para hacer ciertas cosas. Pero había un área en la que los hackers eran subestimados por rutina, y era en cuestión de abrir candados. Para ellos, abrir candados era una buena forma de ponerse cómodos y relajarse después de un largo día haciendo pruebas en las redes corporativas. Ningún refugio de hackers estaba completo sin una caja de zapatos llena de candados viejos, esposas y demás, para que esos tipos pudieran sentare y abrirlos por pura diversión. Zula siempre había sido espectadora, no partícipe, y ahora deseó haber prestado más atención. Pero estaba segura de que Peter y Csongor habrían resuelto esta parte del problema bastante pronto y que podrían salir corriendo por la puerta y liberar a Yuxia de su cautiverio en la furgoneta.

—Los rusos irán a la 505 y echarán la puerta abajo y probablemente hagan ruido —dijo Zula—. Espero que esto alerte a los chicos de la 405 y tengan una posibilidad de salir de aquí.

Como no tenía otra cosa que hacer, continuó metiendo y sacando el fusible del enchufe.

—¿Y la gente que vive en el apartamento 505? —preguntó Peter—. ¿No has pensado en ellos?

—Está vacío —respondió Zula, pero la pregunta de Peter la puso nerviosa. ¿Y si había cometido un error? Buscó la etiqueta que, estaba segura, decía «505» y verificó que el enchufe estaba vacío.

Así era. Pero esta vez advirtió un detalle que había pasado por alto la primera vez. No había ningún fusible enroscado en el enchufe, eso era cierto. Pero sí había algo brillando allí dentro, algo más que el enchufe vacío. Se apoyó en una rodilla para poder ver mejor, estirando la mano esposada por encima de su cabeza.

Había un disco de metal incrustado en el enchufe.

Habían hecho un puente: alguien había metido una moneda, algo muy inseguro por diversos motivos.

—¿Qué ves? —preguntó Csongor.

—Me pregunto si en el 505 estarán viviendo unos ocupas —dijo Zula—. ¿Puedes prestarme tu linterna?

Csongor le lanzó la pequeña linterna LED que llevaba en el bolsillo. Zula apuntó con ella al agujero y verificó que habían hecho un puente en la abertura entre los contactos con una moneda de plata.

No era una moneda china, ni ningún tipo de moneda que Zula hubiera visto jamás. Estaba acuñada, no con la imagen del perfil de una persona o ningún otro tipo de imagen normal, sino con una media luna con una pequeña estrella entre los cuernos.

El carretero regresó unos pocos minutos más tarde. Un hombre pequeño y calvo corría tras él, cargando con una caja de herramientas.

Mientras se acercaba Yuxia llamó su atención a través del parabrisas y le indicó el asiento de pasajeros. Le quitó el seguro a la puerta. El hombre la abrió y entró, vacilante, ya que podía ser considerado impropio que un desconocido subiera al coche de una mujer solitaria.

—Cierre la puerta, por favor, tengo que hablar con usted un momento —dijo Yuxia.

El hombre cerró la puerta, mirándola con extrañeza, como si Yuxia pudiera estar llevando a cabo el timo más complicado y opaco del mundo. Como quizás así era. Por el momento, no le permitió ver su mano esposada.

El carretero se había acercado al lado del conductor de la furgoneta.

—Póngase allí y espere —dijo Yuxia, indicando con la cabeza la fachada del edificio—. Le pagaré cuando mi problema esté resuelto.

El carretero, entre receloso y reacio, se retiró un par de metros.

Yuxia se volvió hacia el cerrajero y le dirigió una gran sonrisa.

—¡Sorpresa! —exclamó, y mostró la esposa.

Temió que al pobre hombre fuera a darle un infarto. Yuxia había dejado la mano sobre el cierre de la puerta, dispuesta a encerrarlo en la furgoneta si intentaba escapar. Probablemente habría hecho exactamente eso si Yuxia hubiera sido un hombre, pero como era una mujer joven al parecer consideró que lo decente era escucharla.

—Un hombre malo me hizo esto —dijo—. Como puede ver, probablemente sea un asunto para la policía. Los llamaré cuando esté libre. Pero ahora mismo necesito liberar la muñeca. ¿Puede ayudarme, por favor?

Él vaciló.

—Me duele mucho —gimió ella. Hablar de esta forma no era su estilo, pero lo había visto funcionar en otras mujeres.

El cerrajero maldijo entre dientes y abrió la cremallera de su bolsa.

Como buen ruso, a Sokolov le gustaba el ajedrez. En cierto modo, nunca dejaba de jugar. Despertaba cada mañana y miraba las losetas del techo de la oficina que era su dormitorio y revisaba las posiciones de todas las piezas y pensaba en todos los movimientos que podrían hacer hoy, qué contramovimientos tendría que hacer para maximizar sus posibilidades de sobrevivir.

No obstante, había oído en alguna parte que, matemáticamente hablando, el juego del Go era más difícil que el ajedrez, en el sentido en que el árbol de posibles movimientos y contramovimientos era mucho más vasto: demasiado vasto incluso para que un superordenador pensara en todas las posibilidades. Se habían escrito programas de ordenador de ajedrez que podían desafiar a Kasparov, pero ningún programa podía ofrecer a un jugador de Go de alto nivel una partida que fuera incluso moderadamente desafiante. Al parecer ni siquiera podías considerar el Go como una serie lógica de movimientos y contramovimientos específicos: tenías que pensar visualmente, reconociendo pautas y desarrollando intuiciones.

Hacía treinta segundos (cuando Zula hizo lo que demonios hubiera hecho) esto había pasado de ser una partida de ajedrez a una de Go.

Podía ser que Zula hubiera tomado la decisión de ofrecerle a Ivanov lo que quería, vendido al Troll con la esperanza de conseguir merced por parte de Ivanov. Si ese era el caso, entonces dentro de unos cuantos segundos estarían invadiendo un apartamento lleno de aterrorizados hackers chinos y sucedería algo lamentable. ¿Por qué, oh, por qué, había bajado Ivanov de la furgoneta? Si se hubiera quedado allí, Sokolov tal vez habría podido afinar un poco la situación, quizá salir del edificio con un hacker tras haber dejado escapar a los otros. Tal vez Ivanov se habría quedado satisfecho con asustar de muerte a ese hacker, tras golpearlo un poco. Después de lo cual Sokolov tendría que adivinar las intenciones del jefe respecto a Zula. Ya había tomado la decisión de que, si era necesario, intervendría físicamente para protegerla. Aunque eso significara matar a Ivanov.

Por otro lado, era posible que Zula los hubiera enviado a perder el tiempo. Que estuvieran a punto de irrumpir en un apartamento vacío. En cuyo caso se iba a desatar el infierno cuando Ivanov advirtiera que Zula se había burlado de él y que los hackers que lo habían jodido escapaban del edificio. Ese fue realmente el punto en que esto se convirtió en una partida de Go, porque Sokolov ni siquiera podía empezar a pensar racionalmente en el árbol de movimientos y contramovimientos que se extendería a partir de ese hecho.

Así que no lo hizo. Renunció a ello y aceptó el hecho de que tendría que actuar instintivamente, como un jugador de Go. Aunque nunca hubiera jugado al Go en su vida.

Por ahora tenía que actuar sobre la suposición de que Zula les había dado la información correcta y que el apartamento 505 contendría a unos diez jóvenes hackers, la mayoría dormidos. No estarían armados de forma importante. Había repasado eso con su pelotón la noche anterior y se lo recordó esta mañana antes de salir del piso franco: su acción táctica sería controlar el apartamento en los primeros cinco segundos después de echar abajo la puerta. Había que encontrar a todos y a cada uno de los hackers y apartarlos de sus teléfonos y ordenadores antes de que pudieran enviar llamadas de auxilio. Había que encontrar y cortar las líneas de tierra. Todo el apartamento tenía que ser explorado. Podía ser un solo espacio o un laberinto de habitaciones más pequeñas. Algunas de esas habitaciones secundarias podían tener medios de escape, como accesos a escaleras de incendios o balcones. El plan, entonces, era atravesar la puerta en el momento en que estuviera abierta y dejar a un hombre para asegurar el centro mientras los otros seis se desplegaban por todos los huecos del apartamento. Cuando hubieran encontrado y asegurado la periferia, se abrirían paso hasta el centro, conduciendo a los hackers ante ellos. Todos acabarían en el mismo sitio, y entonces podría empezar la conversación.

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