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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (38 page)

—¿Qué ocurre? —quiso saber Qian Yuxia—. ¿Cuál es vuestro problema?

Sokolov se volvió a mirarla.

—Mañana vamos de pesca —anunció—. Necesitamos neveras.

Media hora más tarde Zula estaba encadenada a un lavabo en el cuarto de baño de señoras del piso franco.

Cuando Sokolov comprendió que los jóvenes del rincón estaban conchabados con el Troll, que uno de ellos incluso podía ser el Troll, y Csongor lo llamó y le mostró una IP en su pantalla que encajaba con la que Sokolov tenía escrita en la mano, el ruso actuó con una combinación de extremo despegue y perfecta calma que en otras circunstancias Zula habría admirado. Hizo una llamada telefónica. Pocos minutos más tarde escoltó a Zula a la calle justo cuando se detenía un taxi donde venían cuatro asesores de seguridad. Uno de ellos se quedó en el taxi y los demás rodearon a Zula de un modo que no resultaba descaradamente amenazador pero que dejó claro que no tenía más remedio que subir al asiento trasero. Unos minutos más tarde el asesor de seguridad y ella estaban en el aparcamiento del rascacielos, y un minuto después en el cuarto de baño de señoras. Los rusos, cansados de escoltarla al cuarto de baño y esperar en un cubículo, se habían buscado un trozo de cadena de unos seis metros de largo y habían asegurado un extremo al codo de un sifón de desagüe bajo uno de los lavabos. El otro extremo estaba unido a unas esposas que acababan en el tobillo de Zula. Ya habían dejado en el suelo su equipaje y su saco de dormir, junto con un puñado de raciones, un modesto montón de comida basura, y un rollo de toallas de papel. Tenía suficiente cadena para llegar al inodoro, y podía conseguir agua del lavabo. ¿Qué más podía pedir una chica?

Fue la única vez que lloró con todas sus ganas. En posición fetal, golpeándose la cabeza con el suelo. Fue por estar encadenada. Había pasado por cosas muy duras, pero a nadie se le había ocurrido encadenarla antes.

Al cabo de un rato se puso a cuatro patas y usó las toallas de papel.

Luego escapó.

Durante la universidad había alquilado una casa con otras chicas. El sifón de desagüe se atascaba continuamente. No tenían dinero para contratar a un fontanero. Zula no había crecido en Iowa para nada. Lo que tenías que saber era que las tuercas que sujetaban los sifones de desagüe, aunque parecían enormes e inamovibles, se aplicaban normalmente haciendo presión con los dedos, ya que lo único que hacía falta era apretar una anilla interna alrededor de la tubería, y ajustarla con una llave inglesa no la sellaría mejor, sino que podía incluso causar daños.

El fontanero que había instalado el sifón de desagüe al que estaba encadenada Zula tenía manos más fuertes que ella, pero acabó por poder mover las tuercas y desplazar el tubo.

Metió la cadena suelta en su mochila y luego se la echó al hombro.

Se subió entonces a una de las tazas y desde allí a lo alto de una de las particiones entre los cubículos y apartó una placa del techo. Llevaba una linterna en la mochila (otra costumbre residual de la chica de granja de Iowa) y la usó para buscar alrededor aquello que había preocupado tanto a Sokolov cuando la vio por primera vez.

No le resultó totalmente obvio al principio, y por eso se encaramó al espacio sobre el techo y se agarró a uno de aquellos puntales en zigzag y empezó a avanzar a rastras para dejar atrás el piso franco y dirigirse el corazón del edificio. Los huecos del ascensor estaban cerca, pero estaban recubiertos de hormigón y era imposible entrar en ellos: aunque hubiera podido hacerlo, no estaba claro cómo eso podría haberla ayudado.

Cuando estuvo segura de que debía de haber pasado los límites del cuarto de baño de señoras, soltó una placa del techo y se asomó. Parecía un pasillo secundario, oscuro en este momento.

Se apoyó en la superficie superior de la reja de metal a la que estaban sujetas las placas del techo. La reja sostuvo su peso, pero se destruyó en el proceso: las débiles protuberancias se combaron y las placas adyacentes se doblaron y agrietaron. No importaba. Se agarró a la reja estropeada y se dejó caer hasta que sus pies quedaron colgando a un metro del suelo. Luego saltó.

Como había deducido tras mirar la disposición de las verticales de hormigón que atravesaban el espacio del techo, la escalera de incendios estaba al otro lado de una pared, y todo lo que tenía que hacer, para llegar allí, era salir de este pasillo y entrar en el vestíbulo del ascensor y luego atravesar una puerta adyacente. Durante esos pocos momentos la podría ver claramente cualquier guardia apostado en el mostrador de recepción del piso franco, pero sabía que al menos cuatro de los siete asesores de seguridad estaban desplegados fuera del edificio, y esperaba que el mostrador estuviera desatendido. Fue bastante fácil comprobarlo abriendo un poquito la puerta y asomándose a la rendija.

No había nadie. En el interior de la
suite
pudo ver a otros asesores de seguridad caminando, hablando por teléfono, rebuscando en su equipaje, pero nadie miraba hacia el vestíbulo del ascensor.

Salió, cruzó de dos zancadas el pulido suelo de mármol, abrió la puerta que daba a la escalera de incendios, y la atravesó. Conteniendo la urgencia de echar a correr, usó el trasero para suavizar el cierre de la puerta. Entonces empezó a bajar las escaleras lo más rápido que pudo con diez kilos de cadena sacudiéndose en la mochila que llevaba al hombro y con un extremo atado al tobillo.

Bajar cuarenta y tres pisos le dio tiempo de sobra para pensar en esto de un modo que no había hecho cuando tomó la decisión de hacerlo. En realidad solo había pensado: «¿Qué haría Qian Yuxia?», o si acaso: «¿Qué pensaría de mí Qian Yuxia si pudiera verme enroscada en el suelo llorando como una niña pequeña?»

Hasta ahora su complicidad en todo este asunto se había basado en una especie de acuerdo no hablado entre Ivanov y ella, un acuerdo que se resumía en: «Te estamos tratando mal y probablemente te mataremos pero podríamos tratarte mucho peor y podríamos matarte antes.» No era un gran trato, pero ella no había tenido mucha opción para negociar los términos. La forma en que se había visto arrastrada a esta terrible situación ya era mala de por sí, pero la idea de que era ahora responsable en parte de haber enredado en ella a Yuxia era intolerable.

En teoría, Peter estaba siendo retenido como rehén y podría pagar por su huida, pero lo dudaba. Peter se había pasado al otro lado. Les era útil. Matarlo no la haría volver. Y en cuanto a Csongor... esperaba que nada malo le sucediera a Csongor, pero también tenía derecho a pensar en sí misma y su propia supervivencia.

Y eso era todo en lo que estaba pensando cuando llegó al pie de las escaleras, rodeó corriendo una esquina, y tropezó con un hombre que por algún motivo estaba allí de pie. Se apartó de él instintivamente. El hombre hizo intención de agarrarla, pero tuvo que contentarse con la mochila.

Zula la dejó en sus manos y siguió corriendo, arrastrando la cadena tras de sí mientras se iba desenrollando de la mochila.

Entonces su pierna cedió al sentir un tirón, giró y se dio la vuelta mientras caía de modo que, mientras golpeaba el suelo de hormigón, pudo ver a un hombre a unos seis metros de distancia, sujetando la mochila vacía y pisando con un pie el extremo de la cadena.

Sokolov.

Recogió la cadena. Con la mano libre, hizo una llamada telefónica de una sola palabra por su teléfono móvil.

Y la llevaron de vuelta al cuarto de baño de señoras donde retiraron la cadena de Sokolov, la pasaron por el espacio del techo y la cerraron en torno a una tubería de hierro forjado de seis pulgadas de diámetro.

Richard se encontraba en el salón de cerchas góticas de un castillo de piedra roja en la Isla de Man, anunciado por el heraldo de D-al-cuadrado en un idioma que parecía vagamente francés.

Una vez más, su llegada había sido inesperada (aunque, como resultó, sí anunciada). Esta vez, el elemento sorpresa se redujo a un backup que se había desarrollado en la cuenta de correo de D-al-cuadrado. Don Donald usaba el e-mail cuando estaba en Cambridge y cuando estaba de viaje, pero había prohibido Internet en su castillo, e incluso había instalado un neutralizador de señales telefónicas en el palomar. Venía aquí a leer, a escribir, a beber, a comer, y a conversar, actividades que no podían ser mejoradas por ningún artilugio electrónico. Y sin embargo tenía el embarazoso problema de que gran parte de su sustento procedía de T’Rain. Y aunque no jugaba al juego y declaraba que la misma idea le parecía «aterradora», no podía dedicarse a ese trabajo sin comunicarse frecuentemente con la gente de la Corporación 9592.

Richard había buscado una vez a D-al-cuadrado en la Wikipedia y descubrió que era archiduque o terrateniente o algo por el estilo. Este castillo, sin embargo, no era su mansión ancestral. Lo había comprado, al contado. Al principio su personal había hecho uso de un aparcamiento para caravanas plantado ante su bastión, colocado allí para servir como oficina portátil para los contratistas que estaban arreglando el lugar. Estaba equipado con Internet y una impresora láser donde los e-mails que merecían la atención del lord de la mansión podían ser impresos en papel A4 y entregados en la torre principal dentro de una cartera de cuero. Más tarde el papel blanco fue sustituido a favor de un pseudopergamino marrón claro. Fue una simple cuestión de gusto. El papel moderno, con su 95 por ciento de albedo que lastimaba la vista, simplemente estropeaba el aspecto que estaba tomando forma lentamente dentro de los muros. Los tipos de letra sans-serif fueron cambiados por otros de aspecto antiguo. Pero no es que la erudición de un hombre como Donald Cameron podía ser medida por un tipo de letra elegido por un ayudante de entre una fuente de Word’s de un kilómetro de largo. Y el contenido y el estilo de estos mensajes de Seattle eran tan discordantes como el papel en el que estaban impresos. Siendo medievalista, le gustaba estar en un marco mental medievalista; de hecho, tenía que estarlo para poder escribir. Sentado en su torre «con vistas, los días claros, a Donaghadee al oeste y Cairngaan al norte», escribiendo con pluma en un escritorio de mil años de edad, entraba en un estado de flujo cuya productividad solo rivalizaba con la de Devin Skraelin. Enfrentarse de pronto con una copia impresa de un e-mail donde un tipo de veinticuatro años de Seattle con un aro en la nariz escribía algo como «stamos preocupa2 xq el kpítulo 27 no resuena con el 16 n la demografía del juego» era, como poco, hostil al progreso. Habría que diseñar algún modo de que las comunicaciones importantes le llegaran sin perturbar el ambiente requerido.

Por fortuna, sin haberlo intentado realmente, había conseguido atraer a una corte de personas que, dependiendo del punto de vista del observador, podrían haber sido descritas como adláteres, lacayos, ocupas, parásitos o acólitos. Eran de diversas edades y entornos, pero todos compartían la fascinación de D-al-cuadrado por lo medieval. Algunos eran autodidactas de clase obrera que habían ido ascendiendo por las filas de la Sociedad de Anacronismos Creativos, y otros tenían licenciaturas múltiples y hablaban con fluidez dialectos extintos. Habían empezado a aparecer en su puerta, o más bien en su rastrillo, cuando se corrió la voz de que estaba considerando la posibilidad de convertir algunas partes del castillo en lugar de recreación histórica como forma de generar algunos ingresos e impedir que el castillo cayera víctima de los sutiles pero aniquiladores peligros del abandono. En aquellos días el plan era mantener una especie de cortafuegos entre la parte de la mansión donde él vivía y la parte donde iba a tener lugar la recreación. Pero unos cuantos años de experiencia le habían enseñado que mientras prestara un poco de atención a descartar a los borrachos y a los necios, las personas que estaban dispuestas a vivir al estilo medieval veinticuatro horas al día siete días por semana eran justo los que necesitaba tener por aquí.

Por fácil y tentador como era divertirse un poco a expensas de D-al-cuadrado y su banda de medievalistas, Richard tenía que admitir que varios de ellos eran tan serios y dedicados y competentes como cualquier persona con la que él hubiera trabajado en ambientes del siglo XXI; y en algunas entretenidas conversaciones mantenidas entre hidromiel y cerveza (fabricada allí mismo, por supuesto) habían conseguido convencerlo de que el mundo medieval no era peor ni más primitivo que el moderno, solo distinto.

Y por eso el contacto e-mail funcionaba así: en Douglas, que era la ciudad principal de la Isla de Man, la novia de uno de los medievalistas, que vivía allí en un apartamento («da la casualidad de que me gustan los tampones»), leía el e-mail para D-al-cuadrado cuando llegaba, filtraba la basura obvia, e imprimía una copia en papel de todo lo que parecía importante y lo guardaba en una bolsa de mensajería impermeable. Cuando llegaba la hora de sacar al perro, se acercaba al paseo marítimo hasta llegar al trenecito de su extremo norte, donde le entregaba la bolsa al encargado de la estación, quien a su vez la entregaba al conductor del estrecho tren eléctrico que serpenteaba por el interior de la isla. En cierto punto a lo largo de la línea lo arrojaban a un lado y más tarde era recogido por un guardabosques de D-al-cuadrado, que lo llevaba colina arriba y colocaba su contenido en la mesa del trovador residente que lo traducía al occitano medieval y luego se lo cantaba y/o recitaba a D-al-cuadrado a la hora de comer. El señor de la mansión dictaba entonces una respuesta que seguía la ruta inversa colina abajo hasta el portátil de la novia e Internet.

¿Ridículo? Sí. ¿Todo hecho con la cara seria? Por supuesto que no. Después de haber comido aquí unas cuantas veces, Richard podía decir, por las reacciones de los presentes (al menos, los que comprendían occitano), que el trovador era un cachondo. Muchas de las risas parecían ser a costa de la fauna americana que pensaba en PowerPoint y tecleaba con los pulgares, y por eso Richard tenía cuidado de redactar todos sus e-mails a Don Donald de formas que dejaban claro que formaba parte de la broma.

El mensaje donde anunciaba su inminente llegada a la Isla de Man estaba todavía siendo traducido.

Y sin embargo que Don Donald recibiera una visita sorpresa era menos problema que con Skeletor. Esto era el mundo medieval. Las comunicaciones eran penosas. La mayoría de las visitas eran por sorpresa. Mientras los visitantes no tuvieran alabardas o bubas, estaba bien. Había espacio de sobra en el castillo, y había intermediarios, es decir, sirvientes-recreadores, que hicieron que Richard y Plutón se sintieran cómodos mientras la noticia corría hacia la torre principal. Cuando D-al-cuadrado bajó por su peligrosa escalera de caracol de un porrón de años para comer, Richard y Plutón fueron anunciados, de manera cortés y un tanto pomposa, por parte del heraldo... de hecho (puesto que el lugar estaba un poco corto de personal), por un hombre que alternaba los papeles de Heraldo, Cervecero y Borracho Tercero.

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