—¿Cómo va la Cola de Intervención Divina? —dijo Richard, probando otra táctica.
Pues había límites a lo que podía conseguir Tectónica Teleológica. Habían descubierto varios conflictos irresolubles entre lo que las simulaciones insistían que debía haber allí, y lo que ya estaba presente en T’Rain. Iban a tener que ser resueltos por actos de intervención divina. Esto, en sí mismo, no era un problema. Había montones de divinidades en T’Rain. Pero ni siquiera la más loca de las divinidades podía ir por ahí alterando masas de tierra al azar, y por eso parte del trabajo de Zula era actuar como enlace entre los Departamentos de Tectónica Teleológica y el de Dinámica Narrativa, convenciendo al segundo para que creara argumentos que explicaran por qué este o aquel dios había decidido mover un volcán cinco kilómetros al sur-suroeste, o transmutar un yacimiento de cobre en caliza.
—Ya conoces la URL —señaló Plutón, refiriéndose al enlace que Richard solo tenía que cliquear si quería inspeccionar la Cola de Intervención Divina él mismo.
Plutón parecía estar de un humor de perros, así que Richard le pidió a la auxiliar de vuelo otra bandeja de sushi y se volvió a mirar por la ventanilla. Era un día despejado. Ahora estaban ya en territorio marcado por la cuadrícula de las carreteras. Desde aquí (supuso que era Nebraska) la cuadrícula continuaba hacia el este hasta que se encontraba con las marcas más finas de las carreteras industriales de los Grandes Lagos: lugares adonde la gente de Richard no iba nunca, excepto como mendigos o conquistadores. Pero antes de llegar allí el avión se zambulló en el aire más denso y se internó en el Reino K’Shetriae.
A veces usaba el FBO, la terminal para jets privados, en Omaha, y desde allí iba en coche hasta el aparcamiento de tráilers de Possum Walk, un viaje de unas dos horas. Hoy, sin embargo, iban cortos de tiempo, y por eso aterrizaron en un pequeño aeropuerto regional a solo media hora de su destino.
A Richard le acuciaba el deseo de salir del aeropuerto y llegar a territorio despejado. En un lugar grande como Omaha podían salir del FBO y mezclarse rápidamente con los mundanos, pero aquí la llegada de un avión privado era noticia importante, y todo el mundo estaba al tanto. En la pequeña sala de espera de los pilotos de la terminal, les habían preparado un platito de Rice Krispie Treats. Richard se metió ausente uno en la boca y esperó a que vinieran a recogerlo. Lo hizo un amable joven llamado Dale, que los condujo por una hilarante y tortuosa ruta por el aeropuerto hasta el aparcamiento de coches de alquiler. Dale dedujo en voz alta que habían venido a hacerle una visita al «señor Skraelin», y Richard reconoció que así era. Dale hizo un elaborado cumplido sobre el éxito y el puro valor de entretenimiento del juego de Richard y, animado, le contó unas cuantas cosas sobre su banda de saqueadores, un grupo de chicos locales que habían ido juntos al instituto y que ahora se pasaban las noches de los viernes sentados en el sótano de alguien para realizar sangrientas incursiones contra la Coalición Terrosa, a la que Dale odiaba tanto que parecía casi ofendido de tener que tomarse la molestia de matarlos. Casi todos los personajes de los amigos de Dale pertenecían a la especie var’.
Richard sabía bien que no tenía que extraer conclusiones vinculantes de este encuentro casual. La Corporación 9592 tenía un departamento entero lleno de gente doctorada en estadística, manejando un código base que monitorizaba a un millón de Dales por segundo y los analizaba de seis formas distintas. Toda información que procediera de este esbozo de conversación con Dale sería atendida, amable pero incrédulamente, y luego clasificada como «anecdótica» y olvidada. Pero Richard no pudo evitarlo. Al contrario que los k’shetriae, que eran básicamente elfos, y los dwinn, que eran básicamente enanos, los var’ no tenían ningún antecedente discernible en el folklore, a menos que consideraras los grupos de frikis como raza. Eran tecnológicamente primitivos pero capaces de canalizar las fuerzas climáticas, por ejemplo, disparando rayos a sus enemigos pero solo durante las tormentas, congelándolos a muerte pero solo durante las nevadas, etcétera. En otras palabras, ideales para los habitantes del Medio Oeste. Igual que los republicanos o los demócratas que se pasaban tanto tiempo socializando con otros de su ralea que no podían creer que ninguna persona de aspecto normal y mentalmente sana pudiera pertenecer a la facción opuesta, Dale era un aguerrido hombre de las Fuerzas de la Luz. Como tal, ejemplificaba una tendencia que ya había sido analizada hasta la saciedad por los demógrafos. La Coalición Terrosa estaba compuesta al 99 por ciento por anthrons, k’shetriae y dwinn: las razas de la antigua escuela encontradas en las obras de Tolkien y su legión de imitadores. Los jugadores que optaban por pertenecer a las razas recién acuñadas como los var’, por otro lado, tendían a unirse a las Fuerzas de la Luz.
Estaba elaborando una teoría que estaba relacionada con los Rice Krispie Treats.
Soportadlo conmigo, dijo (no en voz alta, por supuesto), mostrando las palmas de las manos a las Musas Furiosas. Solo seguidme el rollo.
Tras haber vivido unas cuantas décadas en partes de Estados Unidos y Canadá donde la cocina se tomaba muy en serio, y tras haber contratado a chefs profesionales, le fascinaba el fenómeno del Medio Oeste americano de la cocina recombinada. Los Rice Krispie Treats eran un ejemplo prototípico en tanto se hacían otras comidas ya preparadas (en este caso, cereales para el desayuno y malvaviscos). Y naturalmente toda receta que exigiera una lata de crema de champiñones encajaba en la misma categoría. El principio unificador tras toda la cocina recombinada parecía ser la indiferencia, si no la hostilidad abierta, hacia el uso de todo lo que un cocinero de la costa definiera como ingrediente. ¿Era demasiado aventurado que el rechazo por parte de los Dales del mundo de las razas tradicionales de los mundos de fantasía como elfos y enanos estaba motivado por el mismo profundo y misterioso prejuicio cultural que su desdén de las cebollas y la sal a favor de la sal de cebolla?
Esto de la comida recombinada era una declaración de bancarrota mental en la complejidad de la cultura material moderna. Del mismo modo, Dale y sus amigos, al vivir en un mundo donde las bibliotecas estaban ya repletas de cientos de miles de novelas deterioradas que nunca volverían a ser leídas, donde cualquier película o programa de televisión jamás filmado podía ser descargado y visto, simplemente no tenían la longitud de banda para absorber una enorme cantidad de material de fondo detallado sobre las razas ficticias de un planeta inventado. Solo querían patear culos.
De todas formas, Dale los llevó hasta el coche de alquiler, no antes de sonsacarle a Richard unos cuantos soplos sobre las últimas noticias de las montañas Torgai. El clima en esa región podía ser violento, lo que era buena cosa para los saqueadores var’, y por eso el grupo de Dale había estado acechando en algunos peñascos ventosos y preparando ataques a los filibusteros que a su vez habían estado atacando a los que llevaban los rescates. Richard se permitió decir «nada dura eternamente» y «la situación es fluida» antes de estrecharle la mano a Dale y darle las gracias y cerrar la puerta del coche de alquiler.
El cartel más grande y más nuevo de la carretera de acceso al aeropuerto mostraba una enorme imagen de un elfo de pelo azul y decía REINO KSHETRIAE en letras mayúsculas de un metro. Más allá, las carreteras estaban afortunadamente libres de letreros relacionados con T’Rain hasta que llegaron a la vista del parque temático. Aprovechando el mapa digital del GPS del coche, Richard se desvió a una carretera de grava a un kilómetro de la entrada principal y rodeó el complejo; había recordado que el parque incluía algunos rasgos de fibra de vidrio en el terreno (montañas con nieve pintada, salpicadas de bonitos templos k’shetriae) que sin duda no le harían gracia a Plutón, y no quería que el resto del día estuviera dándole vueltas a lo mismo. El GPS se volvió casi igualmente escandaloso, sin embargo, respecto al cambio de ruta no autorizado de Richard, hasta que finalmente pasaron algún invisible hito cibernético entre dos posibles formas de llegar a su destino, y cambió su inconstante mente y empezó a decirle tranquilamente por qué camino seguir como si esta hubiera sido su idea todo el tiempo.
Un tramo recto por una carretera asfaltada los llevó a la puerta del parque de tráilers de Possum Walk, que había sido fortalecido y conectado con un sistema electrónico de seguridad. Por infantil que fuera la emoción, Richard no pudo evitar sentirse molesto al ser interrogado por una caja electrónica que surgía de un tubo. Había venido a este lugar hacía varios años cuando todavía apestaba a fábricas de meta y porquerizas. En aquellos días, Devin era un mero inquilino que vivía en una caravana de treinta años de antigüedad que cedía y crujía bajo su peso cada vez que se molestaba en levantarse y moverse. Naturalmente, hacía tiempo que había comprado toda la propiedad, además de un par de solares adyacentes, y expulsado a sus antiguos vecinos y vendido sus tráilers en eBay. Su tráiler original se alzaba solo, un extraño híbrido de
La casa de la pradera
y
Las uvas de la ira
. Habían levantado encima un techo de acero prefabricado para protegerlo de los vengativos elementos. Más allá de la autopista, se habían vertido placas de hormigón y levantado edificios de acero para formar un complejo en forma de U que abrazaba el pequeño edificio aparte, poco distinto de una caravana en tamaño y trazado, donde Devin vivía y trabajaba. El propósito de la U era albergar a sus abogados, contables, encargados y novelistas sustitutos.
La puerta se descorrió hacia un lado. Mientras Richard la atravesaba, el GPS anunció:
—¡Ha llegado a su destino!
Mientras pasaba despacio junto a la antigua caravana, Richard contempló su puerta delantera unos instantes y se permitió ser aquel tipo de varios años atrás que había subido aquellos podridos escalones de madera para llamar a esa puerta y ofrecerle trabajo a Devin. Entonces salió de su ensimismamiento y dirigió su atención a una mujer que salía del extremo más cercano de la U. Luchaba con su peso, e iba vestida y peinada de un modo que, en las calles de Seattle, habría sido una prueba irrefutable de lesbianismo. Pero Richard sabía que tenía que tener cuidado al hacer aquí este tipo de suposiciones. Mientras aparcaba en una de las siete mil plazas disponibles, ella se dirigió al lado del conductor y empezó a sonreírle tontamente a través de la ventanilla. Richard se preparó para recibir como un hombre noticias desagradables.
—Buenas tardes, señor Forthrast, soy Wendy.
—Encantado de conocerla, Wendy.
Hasta hacía un par de años él habría ejecutado el ritual de insistir en que lo llamara Richard, pero la verdad era que había venido desde Seattle en un jet privado y ella lo había hecho conduciendo su Subaru.
—Acaba de entrar en EFE hace unos quince minutos —dijo ella en tono de disculpa—. ¿Le gustaría pasar y ponerse cómodo?
La primera de las frases quería decir que, según los sensores biométricos del cuerpo de Devin, acababa de entrar en lo que los psicólogos llamaban estado de flujo efectivo, y no se le podía molestar hasta que saliera de él por voluntad propia.
La segunda de las frases quería decir sentarse y comer. Como Richard sabía demasiado bien, había una sala de espera repleta de cuencos de Chex Party y bazofia recombinada, con frigoríficos en las paredes repletos de refrescos y una cafetera. Sentarse en esa sala, usando el wi-fi gratis, era un preludio inevitable a cualquier reunión con Devin, que tenía el sorprendente don de ascender al estado de flujo solo minutos antes de cualquier visita prevista. Como modo de evitar las cansinas y repetitivas objeciones de los visitantes que no pudieran ser aplacados con bazofia y agua azucarada, el personal de Devin había impreso copias de un folleto de «Preguntas frecuentes sobre el Estado de Flujo» y las había repartido por las distintas mesas. Plutón, que nunca había estado aquí antes, cogió una de ellas y entró también en estado de flujo mientras aprendía todo sobre este régimen psicológico/fisiológico tan sorprendentemente productivo y cómo todos los grandes artistas y genios de la historia habían hecho su mejor obra mientras se sumergían en él. Richard, que había tenido oportunidades de sobra para familiarizarse con los contenidos del documento, sabía que solo contenía una frase operativa, que era que las interrupciones eran hostiles al estado de flujo y había que impedirlas a toda costa. Era la forma más pasivo-agresiva imaginable que tenía Devin Skraelin de decirle a la gente que estaba en mitad de algo y a la mierda.
Como ya había cometido un pecado imperdonable contra su cuerpo comiendo el Rice Krispie Treat en el aeropuerto, Richard se obligó a ignorar la comida ofrecida. Abrió su portátil y comprobó su e-mail.
Richard cerró el portátil. Extendió la mano y cogió uno de los folletos de «Preguntas frecuentes sobre el Estado de Flujo» y le dio la vuelta, de modo que quedó mirando el dorso, que estaba en blanco. Buscó en su mochila y sacó un boli y lo utilizó para escribir
DEVIN
ACABA DE UNA PUÑETERA VEZ
en el dorso de las preguntas. Luego se levantó y salió de la zona de espera y cruzó el aparcamiento, pasó de nuevo ante el viejo tráiler, hasta la puerta de entrada. Le dio una palmetada a un botón de control que abría la verja, salió y se colocó delante de la cámara de vídeo que controlaba los coches que llegaban. Colocó la hoja de papel a la vista de la cámara y se quedó allí de pie mientras contaba hasta veinte. Entonces volvió a atravesar la verja y regresó a su sitio en la sala de espera.