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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (130 page)

Oyó la voz de Jahandar, gritando por el walkie talkie o por teléfono. Mientras hablaba, Zula lo vio retirarse de la presa y apostarse tras una esquina del edificio principal del Schloss.

Chet no estaba todavía a la vista, pero la luz de su motocicleta iluminaba los árboles de la carretera a un kilómetro de distancia, y Zula pudo oír el motor acelerar y desacelerar cuando tomaba las familiares curvas.

Desde el día en que Chet tomó la decisión de sentar la cabeza y unir su fortuna a la de Dodge y su alocado proyecto del Schloss, no había pasado una hora sin que pensara, y habitualmente se preocupara, por algún aspecto del edificio y sus terrenos. Esta era su vida ahora. No era una mala vida. Pero parte del trabajo era levantarse en mitad de la noche y correr al lugar para apagar incendios.

No literalmente. Nunca había habido un incendio serio en el lugar y dudaba de que lo hubiera jamás, dadas las capacidades del sistema de aspersores que habían instalado, a un precio desorbitado, en todas las habitaciones del complejo. Pero era inútil contra los fuegos metafóricos: pequeños robos, estorninos en los aleros, osos y mapaches en los contenedores de basuras. Cuando el personal creció hasta un tamaño en el que pudo delegar buena parte de todo eso, adquirió una propiedad a unos cuantos kilómetros carretera arriba y construyó su propia cabaña en ella, para poder vivir lo suficientemente ceca del Schloss por comodidad, pero lo bastante lejos para despejar su mente de sus miles de tareas y preocupaciones.

La única excepción era el Mes del Barro, cuando todo el personal se iba de vacaciones. Entonces no podía delegarse nada: Chet o Dodge tenían que estar de servicio las veinticuatro horas hasta que regresaran todos.

Dodge estaba allí ahora. Llevaba varios días. Eso le había dado a Chet una oportunidad para relajarse, ponerse al día con sus lecturas, dar unos cuantos paseos en moto con los miembros supervivientes de los Paladines de Septentrión. Acababa de regresar de uno de esos paseos, siguiendo la orilla occidental del lago Kootenay, unas cuantas horas antes de anochecer. Después de hacerse un filete a la parrilla y matar media botella de cabernet, se había acostado temprano y había dormido bien. Pero una hora antes del amanecer se encontró despierto, convencido de que oía algo en el valle: un timbre tintineante.

Aquel puñetero sistema de aspersores acababa de saltar por otra gotera.

No podía ser un incendio de verdad. Si lo fuera, el sistema de alarma lo habría detectado, llamado al departamento de bomberos, y habría enviado un mensaje de texto a su teléfono. Las sirenas estarían ululando ya junto a la cabaña. Y Dodge le estaría llamando.

No, algo debía de haber golpeado la cabeza de un aspersor y lo había puesto en marcha. El agua estaría cayendo en torrentes en una de las habitaciones del Schloss. Siempre era un enorme lío. Probablemente se trataba de Dodge, despierto temprano, que perseguía a un murciélago perdido con una raqueta de bádminton, dando manotazos en la oscuridad y sin pensar en las delicadas cabezas de los aspersores. En ese preciso momento estaría solo en el Schloss de madrugada, a oscuras, mojado, furioso y humillado, demasiado orgulloso para llamar pidiendo ayuda.

Chet se levantó de la cama, orinó y se puso el mono de motero encima del pijama. No era muy digno, pero solo lo vería Dodge, y no tenía secretos para él. Salió al camino de grava entre la cabaña y la carretera. La moto estaba allí. Estaba sucia y cansada, necesitaba un cambio de aceite. Conducirla en la oscuridad sería incómodo y frío. Un hombre en su sano juicio cogería el todoterreno que estaba aparcado al lado. Pero Chet, por impulso, había decidido coger la moto. Qué demonios, estaba despierto ya y a punto de pasarse todo el día liado con el caos que habría montado Dodge. No podía ser más incómodo que eso.

Montó en la Harley, la arrancó, salió del patio de grava y se dirigió al pequeño camino de acceso que conducía a la carretera desde su propiedad. Era una antigua carretera minera, reparada una vez al año después de que el deshielo primaveral terminara de convertirla en un patatal lleno de surcos. Así que nunca podría ser peor que hoy. Siguiendo la hipérbole de luz que proyectaba el faro de la moto, puso toda su atención, durante los primeros minutos, en mantenerse apartado de los canales más profundos que se habían abierto durante las semanas transcurridas desde que la nieve empezó a derretirse. Su lento avance fue una bendición disfrazada: si fuera más rápido, trozos de barro semicongelado saltarían de los neumáticos y se pegarían a la parte interior de los guardabarros de la moto.

A medida que se acercaba a la orilla del río, los árboles se fueron haciendo más dispersos y le permitieron ver con claridad el cielo por el este, que se había vuelto rosa y coralino. Sintió la tentación de apagar el faro y correr a oscuras, como solía hacer en los viejos tiempos. Antes del accidente. Pero el accidente le había inculcado sentido, si tener un tallo de maíz metido en el cerebro podía llamarse así. Y al vivir en esa zona había aprendido que esa era la hora del día en que salían los bichos: había luz suficiente para que pudieran ver qué demonios hacían, pero no tanta para que los depredadores tuvieran fácil localizarlos, y por eso esta era la hora en que un motorista solitario tenía más probabilidades de matarse estrellándose contra un alce en mitad de la carretera. Los depredadores habrían salido también, buscando presas crepusculares con sus grandes ojos brillantes y sus retorcidas orejas como radares. Las Selkirk estaban repletas de depredadores máximos: osos de dos tipos, lobos, coyotes, pumas y diversos gatos más pequeños, por nombrar solo a los de cuatro patas, hasta el punto de que su puesto en la pirámide alimenticia no parecía ser tanto una cúspide como un llano o una meseta. Si atropellar a un ciervo con la moto era malo, ¿qué adjetivo podía aplicarse a embestir a un grizzly que estaba acechando a un ciervo?

Así que mantuvo la luz encendida mientras giraba al sur en la carretera y ganaba lentamente velocidad, dando a los neumáticos medio kilómetro de rodaje libre en la zona limpia para que pudieran deshacerse de los pegotes de frío barro. Entonces aceleró y empezó a tomar las curvas hacia el Schloss, ganando velocidad cuando había una recta larga delante, reduciendo un poco cuando se acercaba a curvas cerradas donde pudieran estar pastando ciervos en los ricos matojos que cobraban vida, en esta época del año, en las zanjas y bordes que flanqueaban la carretera.

En unos pocos minutos (no el tiempo suficiente, en realidad, ya que había empezado a disfrutar del viaje) tomó la amplia curva a la izquierda a la sombra de la Roca del Barón y sintió la carretera inclinarse mientras se dirigía a la presa. Se ensanchaba aquí, proporcionando una salida para que los vehículos demasiado largos y pesados para cruzar pudieran dar media vuelta, y una especie de aparcamiento informal para conductores que querían pescar en el río o hacer un picnic en el mismo coche mientras contemplaban la vista de la Roca, el río y las torres de piedra del Schloss alzándose sobre los árboles al otro lado.

Debido a los árboles y las características del paisaje, la vista del Schloss no se despejaba realmente hasta la mitad de la presa. En ese punto, Chet (que no iba muy rápido de todas formas) relajó un poco el puño y permitió que la moto continuara a ritmo relajado. Había advertido algunas cosas que le resultaron chocantes. El timbre de alarma seguía sonando, pero tenía un sonido plano y ahogado, como si lo hubieran atascado con algo. ¿Por qué Dodge no había cerrado la válvula, y apagado el sistema, para impedir que el agua siguiera dañando el edificio? Otra cosa era que no había ninguna luz encendida. Naturalmente, como Dodge estaba allí solo, no podía esperarse que hubiera muchas luces. Pero cabía esperar al menos alguna, sobre todo si Dodge corría por el lugar tratando de encargarse de una cabeza de aspersor estropeada.

Pero lo que realmente llamó su atención, y le dijo que algo no encajaba seriamente, fue el olor. El olor a plástico quemado que asociaba con los incendios en las casas. Aún más, había suficiente luz ahora para poder ver el humo lechoso que remoloneaba en los árboles y el valle.

Así que había habido un incendio de verdad.

¿Por qué el sistema de alarma, el electrónico, no había enviado una llamada?

¿Por el mismo motivo que no había luz?

Pero el sistema de alarma tenía una batería de apoyo que se suponía debía funcionar todo el día.

¿Tal vez los teléfonos estaban cortados también?

El primer pensamiento de Chet fue entrar corriendo en el Schloss y tratar de encontrar a Dodge, pero había oído demasiadas historias de gente que hacía eso, dándoselas de héroes, y habían sucumbido a la inhalación de humos y muerto junto con la gente que intentaba salvar. Tenía que buscar ayuda antes de hacer algo. Detuvo la moto en el extremo del Schloss de la presa y sacó el móvil del bolsillo.

SIN SERVICIO, dijo la pantalla.

Otra rareza. El Schloss tenía su propia torre de comunicaciones. La cobertura aquí tendría que ser fantástica. Pero al parecer también se había estropeado.

¿Qué podía explicar que tantas cosas salieran mal a la vez?

Estaba reflexionando al respecto cuando oyó un claro disparo.

Se produjo a cierta distancia, y Chet estuvo seguro de que era una escopeta, no un rifle.

Su instinto le dijo que saliera de allí pitando, así que metió el puño, aceleró, soltó el embrague. La rueda trasera empezó a girar en la tierra suelta y las agujas muertas que cubrían el asfalto, y aprovechó eso para dar media vuelta y enfilar al otro lado de la presa.

Estaba a punto de salir pitando cuando advirtió dos figuras que corrían hacia él desde el desvío. Habían salido de escondites entre los árboles. En su paso había algo raro. Sus piernas se movían adecuadamente, pero sus brazos no se agitaban.

Vio que no se agitaban porque cada uno de ellos sujetaba una escopeta con las dos manos. Y apuntaban a él directamente.

Para cruzar la presa tendría que pasar directamente ante estos tipos, fueran quienes fuesen, ya que se interponían en su camino. Tendrían tiempo de sobra para vaciarle los cargadores encima.

Ya había hecho un giro de ciento ochenta grados. Mantuvo el impulso en marcha y completó los trescientos sesenta, por lo que quedó de nuevo con la presa detrás y el Schloss delante. Huir hacia el Schloss no serviría de nada. Fueran quienes fuesen esos tipos, ya habían entrado en el lugar, le habrían hecho a Dodge lo que hubieran querido (¿algún viejo ajuste de cuentas de los tiempos de las drogas?), cortado la luz y el teléfono, y le habían prendido fuego. Tenía que poner distancia entre ellos y él. Apuntó con la moto no hacia el Schloss, sino a la carretera que pasaba de largo, aceleró al máximo y soltó el embrague, y la moto se alzó sobre su rueda trasera, haciendo un caballito mientras se lanzaba hacia la carretera.

Al pasar junto al Schloss vio por su visión periférica una forma parecida a un lirio, hecha de luz amarillo-anaranjada, y advirtió que estaba mirando la boca de un rifle que le disparaba: un rifle con un silenciador en el extremo del cañón, que canalizaba la llama en seis chorros equiangulares, como pétalos. El rifle escupió una, dos, tres, cuatro balas, produciendo un sonido martilleante con cada una, y tras él pudo oír el agudo
pop-pop
de los otros hombres armados de la presa, soltando todo lo que tenían en sus cargadores.

Un giro a la derecha en la carretera puso algunos árboles entre él y los locos que intentaban matarlo. Finalmente tuvo la cordura de apagar el faro de la moto. Su brazo se movía con pesadez. Tenía un vago recuerdo de haber recibido un golpe hacía unos pocos segundos, una roca proyectada por uno de los neumáticos o algo. Debía de haberle entumecido un nervio. Su cuerpo era viejo y gastado y sufría extrañas enfermedades de vez en cuando.

Una luz destellaba entre los árboles, agitándose. Bajaba una pendiente. No corría hacia él, sino a un punto de la carretera ante él.

La luz rebotó en la carretera, luego se alzó para iluminar el rostro de quien la empleaba. Estaba demasiado lejos para que Chet la viera con claridad, y no quería acercarse mucho. Estaba fuera del alcance de una pistola o de una escopeta, pero si tenía un rifle...

—¡Chet! ¡Soy yo! ¡Zula!

Avanzó y se detuvo junto a ella. Mientras se acercaba, advirtió con interés que empuñaba una escopeta.

—Creíamos que estabas muerta —dijo.

—No lo estoy.

—¿Dónde está Dodge?

—No está aquí. Vamos, tenemos que movernos.

—No me digas.

Ahora podía oír las voces de los pistoleros, que corrían tras ellos.

Zula le puso el seguro a la escopeta. Llevaba una mochila grande y molesta. Se apoyó en uno de los estribos, pasó la pierna por encima y se sentó en la moto. En cuanto Chet sintió el peso de su cuerpo contra su espalda, soltó el embrague y se puso de nuevo en marcha, a la carrera al principio, para que los pistoleros no pudieran ganar más terreno, y luego más rápido, en cuanto consideró que Zula había recuperado el equilibrio y no iba a caerse de la moto.

Durante un rato, luego, lo único que hicieron fue correr. A Chet le gustó esa parte, correr por la carretera en la oscuridad, mientras la luz de color salmón se extendía sobre la bóveda del cielo, los brazos de Zula alrededor de su cintura.

No hablaron hasta que llegaron a la rotonda cerca del complejo de minas abandonado donde un millón de viejos tablones de madera intentaban caer en avalancha hacia el río. Desde aquí podían subir por una breve rampa hasta el sendero de ciclistas y esquiadores, que la Harley podría recorrer con facilidad. Pero parecía razonable detenerse.

—No veo otra opción sino continuar —dijo Zula.

—Allí no hay nada —replicó Chet, señalando el sendero.

—Excepto Estados Unidos —recalcó ella—. Y sabes cómo llegar hasta allí, ¿no?

—¡No en esto! Solo nos llevará hasta el túnel.

—Pero eso serán unos cuantos kilómetros más entre nosotros y los yihadistas.

—¿Cómo los has llamado?

—Y sabes seguir a partir de allí. A pie. ¿Verdad? Solías hacerlo con Richard.

—Oh, han pasado años, chica.

—Pero lo sabes. Sabes el camino. Y ellos no. Así que podremos dejarlos atrás.

—Deberíamos dejar que nos adelantaran. Y luego dar la vuelta.

—Lo estarán esperando. Son listos. Apostarán a alguien para que vigile el cruce en la presa.

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