Seamus no tenía ni idea de qué nivel de precauciones era adecuado aquí. Al parecer esos tres habían dejado a la mitad de la población superviviente de China seriamente enfadada con ellos, además de hacerse enemigos mortales de una figura del crimen ruso organizado caída en desgracia. En su tiempo libre habían robado dinero a millones de jugadores de T’Rain, creado enormes problemas a una gran corporación multinacional que era dueña del juego, y, finalmente, como calentamiento, habían montado un ataque frontal a al-Qaeda. Si sus coordenadas fueran conocidas, no habría habido medidas de seguridad que pudieran protegerlos. Seamus llevaba un arma adecuada y todo, pero no sería muy útil si China decidía invadir Filipinas, o si uno de los sicarios de Abdalá Jones decidiera estampar un 767 cargado de combustible contra el tejado del Best Western. Había decidido seguir adelante basándose en la suposición de que nadie sabía dónde demonios estaban, y meterlos a toda prisa en la embajada a primera hora de la mañana. Allí tal vez pudieran resolver algo.
Había charlado con Csongor antes de acostarse: una pequeña conversación de hombre a hombre en el pasillo, mientras Marlon y Yuxia se turnaban para utilizar el cuarto de baño. El tema de la conversación fueron las armas. Los instintos de Seamus le decían que confiscara la pistola de Csongor, ya que podía causar más mal que bien. Pero el húngaro llevaba ya con la pistola un par de semanas y la había empleado ya con furia en dos ocasiones, y por eso no parecía la mejor idea, desde un punto de vista de relaciones interpersonales, exigir que se la entregara. Y, solo por cuestión de principios, Seamus no podía privar a un hombre del arma que había usado para pegarle un tiro en la cabeza a Abdalá Jones. Seamus había pasado ya el tiempo suficiente con Csongor para hacerse una idea de cómo era, y confiaba que se comportara de manera cuerda y discreta. Su única preocupación era que algún percance en la noche los despertara y que Csongor, desorientado, se asustara, sacara el arma e hiciera alguna cagada.
Así que hablaron de eso. Como el pasillo estaba vacío, Seamus se echó atrás, manteniendo las manos a la vista, y le pidió a Csongor que sacara la pistola y demostrara que sabía comprobar el cargador, ponerle el seguro, cargar y descargar. Csongor hizo todas esas cosas sin alboroto ni vacilación. Seamus lo felicitó por su habilidad, cuidando de no parecer condescendiente ni obsequioso, ya que Csongor no era ningún niño mimado americano que necesitara feedback positivo todo el tiempo.
—Voy a dejar una luz encendida. Tenue. Para que podamos vernos unos a otros si nos despertamos en mitad de la noche. Para que no haya errores. Ni disparos a formas vagas. ¿Entendido?
—Claro.
—Me alegra que lo hayamos zanjado —dijo Seamus. Como el cuarto de baño seguía ocupado, preguntó—: ¿Cuáles son tus planes?
Csongor parecía enormemente cansado.
—¿Conoces a Don Quijote? —preguntó por fin, después de pensar tanto tiempo que Seamus pensó que se había dormido de pie.
—No personalmente, pero...
—Por supuesto, pero conoces la idea.
—Sí. Cargar contra los molinos de viento. Dulcinea —Seamus no había leído el libro, pero había visto el musical y recordaba la canción.
—Yo tengo un molino de viento. Una dulcinea.
—No jodas, ¿de verdad?
—De verdad.
—¿Quién es ella, grandullón? Yuxia no.
Csongor negó con la cabeza.
—No, Yuxia no.
—Eso está bien, porque me gusta Yuxia.
—Me he dado cuenta.
—¿Quién es ella?
Lo dijo en parte por entablar una conversación amistosa con Csongor, pero también por interés profesional; antes de pasar mucho tiempo deambulando por lugares extraños con este hombre-tanque húngaro armado, a Seamus le parecía importante comprender qué le hacía actuar... qué le motivaba, por ejemplo, para recorrer China liándose a tiros con peligrosos terroristas internacionales.
—Zula Forthrast.
—Guau —Seamus lo consideró—. Has escogido a una difícil. Déjame ver. Vive en un país al que te es difícil llegar. Es sobrina de un tipo que está forrado. Es rehén, en algún lugar del mundo del que solo podemos hacer conjeturas, de un terrorista peligrosísimo que te odia por pegarle un tiro a la cabeza.
Csongor se encogió de hombros, como claudicando.
—Como decía. Molino de viento.
Seamus le dio una palmada amistosa en el hombro.
—Me gusta la gente que se enfrenta a los molinos de viento —dijo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Csongor.
—¿De dónde la ha llevado Jones?
—Sí.
Seamus le dio entonces una breve explicación de las teorías que habían investigado hasta entonces: la obvia ruta al sur hacia Filipinas, que había sido explotada; el Gambito Norteamericano, que todavía estaba siendo investigado; y el nuevo concepto GANA de Olivia, que (Seamus estaba bastante seguro) ella estaría comprobando en ese mismo momento, en Prince George, Columbia Británica. Nada de eso le pareció a Csongor completamente satisfactorio. Pero le había reconfortado saber que había gente trabajando en ello y discutiéndolo en sitios como Londres y Langley.
—¿Cómo puedo llegar allí? —preguntó Csongor.
—¿Te refieres al noroeste de Estados Unidos?
—Sí.
Extrañamente, era la primera vez que discutían lo que iban a hacer. Estaba claro que necesitaban llegar a Manila, y por eso lo habían hecho sin pensar en lo que sucedería a continuación. Seamus tenía la vaga idea de introducir a los tres vagabundos en Estados Unidos, y los había traído a ese sitio cercano a la embajada. Pero no se había puesto a hablar con ellos al respecto todavía.
—¿Tienes tu pasaporte? —le preguntó Seamus.
—Increíble, pero sí.
—Hungría es un país con exención de visado, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces tienes que llenar el formulario online, tirar el arma, y estás dentro. No hay problema. En cuanto a nuestros amigos chinos... eso va a ser interesante.
—¿Ayudará que Marlon tenga dos millones de dólares?
—No hace daño.
Eran las cinco de la puñetera mañana y él estaba completamente despierto, rodeado de gente que dormía tan profundamente como podían hacerlo los seres humanos sin haber sido anestesiados. Y Olivia (que se suponía que estaba persiguiendo su loca teoría GANA en Canadá) había hecho el anuncio de que había sido descubierta y pasaba a la clandestinidad.
¿Cómo podías reventar tu tapadera en Canadá? ¿Por qué molestarse siquiera en ir allí? ¿Cómo lo explicabas?
No es que Seamus, en general, tuviera ningún problema serio con el Gran Norte Blanco. Pero ser agente del MI6 en ese país podía ser lo más parecido a un viaje rutinario que podías encontrar en el mundo del espionaje.
Encendió el portátil, encontró una red wi-fi, preparó una conexión encriptada, y se puso en contacto con Stan, un colega y antiguo camarada de la zona de Washington D.C. Era la hora de cierre, y sábado para remate, pero Stan solía tener un horario irregular. Seamus le preguntó si no sería demasiado desafío a sus habilidades intelectuales localizar el origen de cierto mensaje instantáneo, y comentó si Stan no sería demasiado cobardica para hacerlo de manera discreta, sin poner en marcha a toda la red antiterrorista.
Luego se dio una ducha. Cuando volvió, tenía un mensaje de Stan, preguntándole qué tenía todo esto que ver con el oficio de Seamus, a saber, comer serpientes y molestar a marimachos en el sur de Filipinas. El mensaje continuaba diciendo que, como resultado de las preguntas de Stan, el estatus de alerta terrorista del Departamento de Seguridad nacional había sido elevado a Roja, y POTUS
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había sido evacuado a unas instalaciones seguras en Nebraska. Resueltos esos preliminares, Stan informó de que el mensaje había sido enviado a través de una torre de comunicaciones cerca de la cumbre de Stevens Pass, al noreste de Seattle, dentro de las fronteras de Estados Unidos. A juzgar por los registros de la torre, el teléfono en cuestión se dirigía hacia el este en ese momento. No se sabía nada más, ya que el aparato no había asomado en la red desde que se envió el mensaje. ¿Algo más?
Bueno, sí, respondió Seamus, si no interrumpía el ocupado calendario de Stan para ver vídeos de pornografía bondage gay en la conexión de alta velocidad proporcionada por los contribuyentes, le gustaría mucho saber si cierta joven había comprado billetes de avión o alquilado algún coche últimamente en Washington o Columbia Británica.
Unos minutos más tarde llegó un mensaje asegurando que la bailarina erótica en cuestión había dejado en efecto un rastro electrónico de un kilómetro de ancho y que Seamus tal vez podría usar los siguientes datos para localizarla y recuperar su riñón robado: había volado de Vancouver a Seattle aquella misma mañana y alquilado un Chevy Trailblazer azul oscuro.
Seamus le envió a Stan una amable nota recordándole que se subiera la bragueta al terminar y prometió invitarlo a una copa la próxima vez que fuera de visita a Zamboanga, suponiendo que Stan tuviera la fortaleza testicular de acercarse a mil kilómetros de semejante lugar.
Entonces buscó en Google un mapa de Stevens Pass. Estaba en una carretera secundaria, una vía de dos carriles que Google ni siquiera se molestó en dibujar en el mapa cuando hizo retroceder la imagen un par de veces. Seattle y luego Vancouver aparecieron a la vista en un par de clics sucesivos, y luego Spokane, más al este, cerca de la frontera con Idaho.
¿Por qué había alquilado un todoterreno grande? ¿Era el único que quedaba? ¿O esperaba hacer un viaje por carretera?
Algo que Csongor había dicho antes le reconcomía. Había estado horadando su cerebro durante las escasas cuatro horas que había conseguido dormir: «¿Ayudará que Marlon tenga dos millones de dólares?»
La respuesta burlona (siempre lo primero que a Seamus le venía a la cabeza) era: «Bueno, sí, con ese dinero podríamos contratar un avión privado y salir de aquí directamente.»
Lo cual le hizo pensar en rutas de vuelo y formalidades fronterizas.
Era una idea estúpida, de la que solo merecía la pena hablar como experimento, pero... ¿y si hicieran exactamente eso? ¿Contratar un avión privado y volar al noroeste del Pacífico?
Entonces aún tendrían el pequeño problema de que Marlon y Yuxia carecían de visado.
Lo cual sería un problema si aterrizaban en Sea-Tac o Boeing Field o cualquier otro aeropuerto internacional con barreras internacionales.
¿Por qué no aterrizar en medio de ninguna parte? ¿Y así evitar todas esas barreras?
Respuesta: los advertirían por radar. En teoría. ¿Pero y si hicieran algún truco para evitarlo? ¿Qué iba a impedírselo, en realidad? Aparte del hecho de que el piloto se negaría a hacerlo porque no querría que lo pillaran y lo metieran en la cárcel.
Así que era solo un idea experimental descabellada. Pero una idea experimental con un efecto secundario: lo obligaba a pensar exactamente los mismos pensamientos que Abdalá Jones había estado pensando hacía dos semanas. Jones debía de haber consultado el mismo mapa en Google, estudiado las cordilleras, alejado y acercado la imagen en los prometedores sitios donde se podía cruzar la frontera.
Ahora, por algún motivo, estaba completamente convencido de la teoría de Olivia. Jones tenía que haber volado a Norteamérica. Era factible.
Y tenía que haberse detenido por algún motivo y aterrizado en Canadá. En realidad no importaba por qué, exactamente. Pero si hubiera aterrizado en Estados Unidos, ya habría hecho algo. El hecho de que hubiera guardado silencio tanto tiempo sugería que se había dirigido hacia la frontera canadiense, buscando una forma discreta de cruzarla.
¿Cómo lo habría hecho, exactamente?
—¿Qué estás mirando? —preguntó una voz tras él. Csongor, acostado pero despierto, mirando aturdido el portátil de Seamus.
—Tengo un molino de viento propio —dijo Seamus.
—¿Jones?
—Sí. Y creo que está en algún lugar de este mapa.
Estaba mirando los ciento cincuenta kilómetros inferiores de Columbia Británica, la mayor parte del estado de Washington, y la franja de Idaho.
—Y te apuesto a que tu Dulcinea está con él. Dulce soberana de tu corazón cautivo.
—¿A qué esperamos? —preguntó Csongor.
—A que abra la embajada. Y...
—¿Y qué?
Seamus se agarró los pelos con ambas manos y tiró.
—Y una puñetera pista de por dónde quiere exactamente cruzar la frontera. Mierda, en cuanto se deja atrás el extrarradio de Vancouver es todo territorio salvaje hasta el puto Sault Ste. Marie.
Y fue entonces cuando se le ocurrió. Tal vez porque era listo. Tal vez porque era afortunado. Tal vez porque, en la pequeña barra de herramientas situada a pie de su pantalla, una pequeña etiqueta que decía «T’Rain» parpadeaba, intentando llamar su atención.
Hizo clic en el cuadro. La ventana se expandió para revelar que Thorakks estaba siendo atacado. Se hallaba en mitad de un desierto en alguna parte, caminando junto a una gran multitud de personajes que estaban siguiendo a Egdod. Una horda de arqueros a caballo atacaba a esa multitud.
—¿Vas a ponerte a jugar a videojuegos ahora? —preguntó Csongor, incrédulo.
—Dame un minuto para darles la del pulpo a estos tipos y entonces responderé a tu pregunta —dijo Seamus. Entró en acción, sacó a Thorakks de su robótico estupor, agarró un escudo y lanzó un hechizo protector. Abatió con un rayo a un arquero a caballo y a otro con un golpe de su espada.
Pero Thorakks no era el objetivo. Era Egdod.
Se disponían a atacar a Egdod. No podían tener ninguna esperanza de hacerle daño a un personaje de semejante poder, naturalmente. Pero podían obtener la fantástica distinción de haber lanzado un golpe contra el personaje más antiguo y poderoso de todo T’Rain.
Egdod no hacía nada. No intentaba ningún movimiento para defenderse. Seguía todavía su botducta: intentaba regresar caminando a su ZH, a miles de kilómetros de distancia.
—¿Dónde estás? —preguntó Marlon. Lo habían despertado los sonidos del combate.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —respondió Seamus—. Cuando dejamos aquel lugar me quedé conectado y le dije a Thorakks que siguiera a Egdod. Así que estamos donde quiera que haya ido Egdod. ¿Cuánto tiempo hace que salimos?
—Unas doce horas —dijo Csongor.
—Bien. Richard Forthrast se levanta hace doce horas para atender al timbre y no regresa. No sale del programa adecuadamente. Egdod continúa con su botducta. ¿Qué te dice eso?