Csongor se encogió de hombros.
—Nada.
—Está durmiendo —sugirió Marlon—. Estuvo despierto un día entero.
—Maldición —dijo Seamus—. Temía que uno de vosotros me diera una explicación razonable.
—¿Tienes una explicación que no lo sea? —preguntó Yuxia, que había salido de su dormitorio privado con aspecto dulce y adormilado y había oído la última parte de la conversación.
—Sí —dijo Seamus, tras una breve pausa para admirar a Yuxia. Minimizó la pantalla de T’Rain, recuperó su mapa de Google, y amplió una zona de la frontera entre la franja de Idaho y una ciudad llamada Elphinstone—. Abdalá Jones está cruzando la frontera por aquí, ahora. Y Richard Forthrast le está ayudando a hacerlo.
Cuando salieron del paso y llegaron a zonas más pobladas en los valles fluviales del lado seco de las Cataratas, Olivia empezó a sentirse oprimida por la sensación de que eran absurdamente sospechosos al viajar juntos en este coche alquilado.
No tenía ni la menor idea de lo que podían estar pensando la policía y el FBI. Pero parecía aconsejable asumir lo peor y empezar a creer que Sokolov y ella estaban en un país hostil, su cobertura reventada, perseguidos por la policía. En ese caso, hacer lo que estaban haciendo era la forma de proceder más estúpida posible, y era un milagro que no hubieran sido detenidos y esposados ya.
Podían abandonar fácilmente este coche y encontrar otro modo de continuar hacia el este. Pero el simple hecho de que «una mujer asiática de pelo corto viajara con un hombre esbelto y rubio de pelo rapado» era suficiente para hacerlos sospechosos, si un boletín llegaba a todos los policías locales y coches patrulla.
—Tenemos que separarnos —dijo ella.
—De acuerdo.
—Al menos por ahora —añadió, porque un ridículo instinto le decía que su primera frase había sonado un poco áspera y no quería herir los sentimientos de Sokolov. Lo miró. No parecía herido.
—El lugar al que vamos está en las inmediaciones de Vado de Bourne, Idaho —dijo.
—Vado de Bourne, Idaho —repitió él.
—No puedo darte un emplazamiento específico. No he estado allí nunca.
Se habían quedado detenidos en un atasco de tráfico detrás de un camión que decía WALMART.
—Busca el Walmart más cercano —sugirió ella—. Tiene que haber uno a unos cuarenta kilómetros. Me reuniré contigo en el departamento de artículos de deportes entre las doce y las doce y media. Iré todos los días hasta que aparezcas.
Sokolov cogió la larga funda del rifle del asiento trasero y la colocó sobre su regazo. La abrió para sacar el arma. Tirando de dos pernos pudo desmontarla en dos piezas, ninguna de las cuales tenía más de un palmo y medio de largo, y al desmontar la culata pudo hacerla aún más corta. Metió las dos piezas en su mochila (una nueva compra en la tienda de Eddie Bauer en Seattle) y luego metió también otras cosas sueltas que había en la funda: unos cuantos cartuchos, dos cargadores vacíos, algunos útiles de limpieza.
—¿De verdad crees que vas a necesitar eso?
—Es una cuestión de responsabilidad —dijo Sokolov—. No puedo dejarlo en un coche abandonado. Además, son pruebas también: tiene las huellas de Igor —corrió la cremallera y la miró—. Bájate en una parada de autobús, yo liquidaré el coche.
—¿Qué vas a hacer con él?
—En el bosque, allá atrás. Esos sitios donde los excursionistas se desvían de la carretera para ir al principio del sendero. Creo que es normal aparcar el coche en un sitio así durante unos cuantos días. Es legal. No llamará la atención. Pero está fuera de la carretera. No es un sitio obvio. Regresaré hasta allí, aparcaré, y volveré andando.
—¿Y luego qué?
—Haré autostop —Sokolov vaciló un momento—. Es peligroso, lo sé, aceptar que te lleven desconocidos. Con un rifle de asalto en la mochila, no lo es tanto.
Habían estado pasando ante señales en la carretera que parecían anunciar paradas de autobuses. Después de unos cuantos kilómetros más encontraron una convenientemente situada junto a un aparcamiento donde podían abandonar la carretera. Olivia se acercó a la parada, comprobó los horarios y verificó que vendría un autobús en veinte minutos para llevarla a la población cercana de Wenatchee. Rodeó el todoterreno y dio un golpecito en la ventanilla trasera. Sokolov ya se había desplazado al asiento del conductor. Abrió la puerta trasera. Ella sacó su bolsa. Por un momento, sus miradas se cruzaron en el retrovisor.
—Nos vemos —dijo ella.
—Nos vemos.
Cerró la puerta trasera, se echó la bolsa al hombro, y se dirigió a la parada. Sokolov dio marcha atrás, dio media vuelta, y volvió por donde habían venido, alerta a los inicios de senderos.
Dada la notable longitud y diversidad de la lista de enemigos de Csongor, Marlon y Yuxia, el paseo de cinco manzanas desde el hotel hasta la embajada norteamericana fue una de las experiencias más estimulantes de la vida reciente de Seamus. No porque sucediera nada (habría sabido cómo comportarse, en ese caso), sino porque no tenía forma de saber si la gente que pasaba ante ellos en la acera o en coches, yipnis, y ciclomotores eran asesinos armados dispuestos a buscar venganza. Le parecía que podría haber cubierto la distancia en la mitad del tiempo si se hubiera echado a Yuxia al hombro al estilo bombero y se hubiera apresurado con el patilargo Csongor y Marlon detrás. Ninguno de los tres medía menos de metro ochenta, y todos parecían tener la impresión de que estar allí al descubierto no era la estrategia preferida. Yuxia era otra cuestión, no porque fuera pequeñita (podía moverse tan rápidamente como cualquiera de ellos cuando se lo proponía), sino porque insistía en ver eso como un fascinante viaje de exploración a un mundo nuevo y desconocido, y una oportunidad para establecer relaciones interculturales con tantas personas posibles de los cientos que encontraba por la calle. La mayoría de estas conversaciones eran gratificantemente breves, posiblemente porque los interlocutores de Yuxia seguían dirigiendo miradas nerviosas a Csongor y Seamus, que solían rodear a la chica y permanecer de espaldas el uno del otro con las manos metidas en los bolsillos escrutando las inmediaciones con desconcertante estado de alerta. Mientras tanto, Marlon hacía lo posible por arrearla, murmurándole en mandarín, como si representara el papel de un novio nervioso e irritable.
La embajada era enorme, una ciudad dentro de la ciudad, y dado el número de células de terroristas islámicos activos dentro de Filipinas, no era el típico sitio donde se podía entrar sin más. Seamus venía con la suficiente frecuencia para que la mayoría de los marines de guardia lo reconocieran. Pero sus tres compañeros tendrían que identificarse y pasar por los detectores de metales como el que más. Seamus consiguió meterlos a todos en una salita de guardia donde pudieron esperar y disfrutar del confort del aire acondicionado hasta que llegó el oficial de guardia, que tardó unos treinta segundos. Seamus pudo entonces explicar la desusada naturaleza de sus visitantes y su misión. Desarmaron amable pero rápidamente a Csongor, y todos fueron cacheados y pasados por el detector de metales. Entonces permitieron que Seamus condujera a sus invitados a los terrenos de la embajada, que se extendían durante muchos acres de territorio reclamado a lo largo de la costa de la bahía de Manila. Tanto los americanos como los japoneses, en diversos momentos, habían controlado Filipinas, y dirigido guerras desde este complejo. Había una cancillería más antigua en el centro, flanqueada por edificios más recientes que albergaban a los miles de empleados americanos y filipinos de la embajada. Gran cantidad de espacio se dedicaba a todo lo que tenía que ver con la expedición de visados. Seamus esperaba poder llevar a Marlon y Yuxia a ver a alguno de los encargados hoy.
Pero primero tenía que hacer que les interesara visitar Estados Unidos. Seamus no era lo bastante chauvinista como para asumir que cualquier ciudadano no americano en su sano juicio querría ir a América. Pero no se había pasado la mitad de su vida adulta en partes extrañas del mundo sin aprender unas cuantas habilidades diplomáticas. Se dirigió a la sombra de un gran árbol delante de la cancillería y reunió a los otros en un círculo a su alrededor.
—En cuanto pueda subirme a un avión, me voy a América —dijo—. Me voy porque pienso que nuestro amigo Abdalá Jones está allí y puede tener a Zula como rehén. Csongor va a venir conmigo: puede conseguir permiso para entrar en Estados Unidos rellenando una solicitud por Internet, así que para él es fácil. Vosotros dos, Marlon y Yuxia, podéis hacer lo que queráis. Pero me parece que debo recordaros que estáis en este país ilegalmente. Los ciudadanos chinos necesitan visado para entrar en Filipinas, y me da la impresión de que no los conseguisteis antes de robarle ese barco de pesca a los terroristas y cargaros al capitán. No os recomiendo que regreséis a China. Tenéis que ir a un país que no sea China y donde podáis hacer algún papeleo para que no os deporten nada más veros... cosa que sucedería si vais allí —señaló vagamente con el brazo el tráfico de Roxas Boulevard—, y se fijan en vosotros.
Dirigió este último comentario a Yuxia, que se había pasado la última media hora haciendo todo lo imaginable por hacerse notar. Ella captó la indirecta y adoptó una expresión levemente apesadumbrada, cosa que era poco habitual en ella, y casi destrozó a Seamus.
Marlon y Yuxia, por fin, observaban ya a Seamus con atención. La idea de viajar a Estados Unidos podía o no podía parecerles atractiva en sí misma. Pero Seamus había llamado su atención al mencionar a Jones y Zula, y luego los había asustado al mencionar el dilema relacionado con el papeleo.
—Creo que podría arreglar algo.
Silencio embobado.
—Creo que puedo deducir que ninguno de los dos tiene pasaporte chino.
Marlon negó con la cabeza.
—Solo nos los dan cuando vamos a viajar fuera de China —dijo Yuxia—, y yo no lo he hecho nunca.
—En realidad sí que lo has hecho —recalcó Seamus, indicando con un gesto que estaba en Manila. Ella sonrió—. De todas formas, no tener pasaporte la puede liar parda a la hora de conseguir un visado para entrar en Estados Unidos —intentaba mostrarse relajado, pero no estaba seguro de que ellos comprendieran su sentido del humor—. Pero conozco a algunas personas de esta embajada que pueden resolverlo en un momento.
—¿Has perdido un tornillo o qué? —le preguntó el delegado de la CIA unos minutos más tarde.
Marlon, Yuxia y Csongor estaban esperando en una cafetería en una parte relativamente no segura de la embajada. Seamus y el delegado de la CIA, un americano de ascendencia filipina llamado Ferdinand («llámame Freddie») estaban conversando en una parte del edificio que sí era muy segura. Los dos se conocían desde hacía tiempo.
—Freddie, sabes que esta habitación es tan secreta, tan bien protegida, que podría estrangularte aquí dentro y nadie lo sabría jamás.
—Nadie excepto los dos marines con ametralladoras que están ante la puerta.
—Son colegas de farra míos.
—En serio, Seamus, ¿qué me estás pidiendo que haga? ¿Que falsifique pasaportes chinos?
—Sería mucho más fácil si fueran pasaportes americanos reales.
Freddie se lo pensó.
—Supongo que podríamos decir que son ciudadanos americanos, de visita en Manila, a quienes les han robado los pasaportes. La farsa se descubriría en el momento en que el Departamento de Estado se molestara en comprobar los archivos.
—Freddie. Échame un cable. La guerra global al terror nos lleva a muchas situaciones extrañas. Hacemos continuamente cosas que no son técnicamente legales. Demonios, mi misma presencia en este país es una violación de la soberanía filipina. Igual que la tuya.
—¿Así que quieres jugar la carta de la guerra global al terrorismo?
—Sí. Vamos, Freddie. Ese el tema central de esta conversación.
Freddie le dirigió una mirada de «Estoy esperando». En retrospectiva, Seamus debería haberlo visto como la trampa que era.
—Sé dónde está Jones —dijo Seamus—. Puedo estrechar la búsqueda a unos diez kilómetros cuadrados.
—¿Estaría relacionado con el trabajo que has estado haciendo con —aquí Freddie cogió un clasificador que indicaba que contenía información secreta— esa chica británica? ¿Olivia Halifax-Lin?
—¿Esa chica británica valiente e inteligente que seguía ella sola a Jones en Xiamen y que recopiló durante meses incalculables datos de vigilancia sobre él y su célula? Sí, creo que estamos hablando de la misma Olivia.
—Ta vez debería haberse tomado un poco más de tiempo libre —dijo Freddie—. Tal vez ese tipo de trabajo no va con ella.
—¿Por qué dices eso?
—En el último día o así, parece haberse descarrilado del todo. Se escaqueó de una cara y grande investigación antiterrorista del FBI. Se marchó por la puerta sin dar explicaciones. Se largó a Vancouver, dejando una pista electrónica. Incluyendo comunicaciones contigo. Se alojó allí en un hotel y molestó a un pobre policía montado con esta misma teoría.
—Con «esta misma teoría» te refieres al excelente trabajo que ella y yo hemos estado desarrollando.
—Ah, así que has estado trabajando con ella.
—Continúa.
—Dijo que se iba a un lugar perdido de la mano de Dios llamado Prince George, en Columbia Británica. Compró un billete de avión. Facturó. No subió a bordo. En cambio, compró un billete en metálico, sin apenas tiempo, y volvió a Seattle, de nuevo sin molestarse en explicarle a nadie qué demonios estaba haciendo. No tuvo la cortesía de hacerle una llamada al FBI. Luego, más o menos a la hora en que su avión aterrizaba en Sea-Tac, hubo un tiroteo en una casa llena de rusos, criminales de poca monta, a menos de un kilómetro y medio de distancia. Una operación de vigilancia del FBI se reventó. Nadie sabe dónde demonios está. Uno de los tipos que estaba siendo vigilado ha desaparecido. Un consultor de seguridad ruso, ex fuerzas especiales, al parecer relacionado con el asunto de Xiamen.
—Parece que has estado hablando mucho con el FBI.
Freddie no hizo ningún comentario, solo dejó de consultar los documentos y miró a Seamus por encima de sus gafas.
—¿Sí?
—¿Algo de la comunidad de inteligencia?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque ellos pueden conseguir la información que el FBI no puede. Y a veces no les gusta compartirla.
—La tal Olivia te envió un mensaje de texto esta mañana, ¿verdad? —dijo Freddie.