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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (133 page)

Olivia se acercó lo suficiente para leer los rótulos al pie de las pantallas:

 

EXPLOSIÓN EN OKANAGAN.

ESTALLIDO EN C.B.

¿TERROR A LAS PUERTAS DE AMÉRICA?

Una cámara a ras de tierra mostraba las banderas norteamericana y canadiense ondeando con la brisa, la una al lado de la otra. Parecía ser la imagen de fondo de los periodistas allí destacados, quienes, dedujo Olivia, debían de estar de pie unos al lado de los otros hablando por sus micrófonos. Con varios de ellos haciéndolo a la vez, era difícil distinguir el sonido. Escuchó un montón de frases repetidas por los periodistas de la «Noticia de impacto» para admitir que en realidad no sabían lo que pasaba. Pero de vez en cuando, uno de ellos hacía un resumen «para los espectadores que acaban de incorporarse». Gracias a ellos Olivia dedujo que la explosión había tenido lugar en Canadá, a pocos metros de la frontera norteamericana, y que lo que había confundido con un peaje era en realidad un cruce fronterizo. Un vehículo detenido allí, esperando ser inspeccionado, había estallado con horrible violencia. La cifra de muertos se elevaba al centenar, sin contar los cuerpos que habían sido volatilizados completamente, y los encargados de las labores de rescate todavía estaban abriendo los coches destrozados con cizallas mecánicas y buscando en los restos de los edificios desplomados a ambos lados del cruce fronterizo.

Los presentadores de estudio, al entrevistar a los corresponsales en la escena, hicieron las preguntas obvias: ¿Tenemos una descripción del vehículo que transportaba la bomba? ¿O de su pasajero o pasajeros? Pero no había nada. El vehículo y sus ocupantes habrían sido invisibles, anónimos para todos excepto para aquellos que estaban atascados en el tráfico cerca, y todos los que hubieran estado cerca estarían muertos.

—Nunca he lamentado más tener razón —le dijo Olivia a Sokolov, cuando lo encontró empujando un carrito en un pasillo de la sección de camping y naturaleza.

Se puso a su altura y le echó una ojeada al contenido de su carro, preguntándose si eran cosas al azar que había ido metiendo para perfeccionar su disfraz de cliente de Walmart o si eran cosas que realmente pretendía comprar: cartuchos de 5,56 milímetros, un purificador de agua, cecina, repelente de insectos, un gorro de camuflaje, guantes gruesos. Comida congelada. Un rollo de plástico negro. Cuerda de paracaídas. Pilas. Una sierra plegable. Prismáticos de camuflaje.

—¿Te refieres a la explosión? —preguntó Sokolov.

—Sí. Me refiero a la explosión. ¿Tuviste problemas para llegar hasta aquí?

Como respuesta, Sokolov la miró con recelo, sin saber si ella preguntaba irónicamente.

—No importa —dijo ella, y lo acompañó unos metros—. Estoy intentando decidir si voy a ser la heroína o el chivo cuando vuelva a Londres.

—¿El chivo?

—Al que le echan la culpa por haber metido la pata.

Sokolov simplemente se encogió de hombros, un gesto que a ella no le pareció reconfortante. «Siempre hay meteduras de pata, y siempre hay chivos expiatorios. A veces el chivo eres tú.»

—Es una maniobra de distracción —anunció.

—Ooh, esa idea es interesante. ¿Por qué crees que es una distracción?

—Por el enorme tamaño de la explosión. Es ridículo. Su objetivo es volatilizar los cuerpos, destruir las pruebas.

—Crees que Jones envió a unos tipos a inmolarse en un lugar llamativo, para atraer toda la atención...

—Jones está cruzando la frontera ahora mismo —dijo Sokolov—, por Manitoba —volvió a encogerse de hombros—. Estamos perdiendo el tiempo.

Resultó que Sokolov quería realmente comprar todas aquellas cosas. No porque esperara darles ningún uso particular, pero creía en acumular cosas, por principio general, cada vez que se presentaba una oportunidad.

Encajaría bien allí.

Lo que realmente quería comprar eran bicicletas de montaña. Ya había recorrido el pasillo de las bicis (evidentemente había llegado hacía horas) y hecho su selección. Ella no pudo discutir con su lógica. Tenían que llegar al complejo de Jake Forthrast en Arroyo Prohibición, a cincuenta kilómetros en línea recta, más distancia por las carreteras que tendrían que tomar. No había autobuses. Pero en bici podrían llegar antes del anochecer si hacían un ritmo decente.

Olivia comprendió entonces lo que Sokolov quiso decir con «Estamos perdiendo el tiempo». Decía: «Yo podría hacer este trayecto en dos horas. Contigo pedaleando en tu pequeña bici para chicas, tardaré cuatro.»

De todas formas, comprar el material no fue ningún problema (si había algo en lo que los espías eran buenos, era en llevar un montón de dinero encima) y acabaron en una especie de escena festiva en la parte trasera del Walmart donde sacaron las bicis de montaña nuevas de sus grandes cajas planas, las montaron, y tiraron los cartones arrugados a un contenedor. Sokolov, desechando la idea de comprar agua embotellada, llenó varios de sus nuevos recipientes con agua de un grifo para mangueras y usó una cuerda de paracaídas y unas cuerdas elásticas para sujetarlos en las bandejas de las bicis. A ella le habría parecido divertido si no hubiera visto lo que había visto en todos aquellos televisores.

Echaron a pedalear hacia el norte, hacia las proverbiales montañas.

Las nubes se abrieron lo suficiente para mostrarles la incuestionable prueba de que hacía frío allá abajo.

Seamus había olvidado el frío.

Iba a tener que comprar cuatro chaquetones. Uno de ellos de talla XXXL. Cuatro gorros, cuatro pares de guantes.

¿Cuándo fue la última vez que había pagado la factura de su tarjeta de crédito?

No importaba, Marlon lo cubriría. ¿Qué mella harían cuatro chaquetones en su valor neto, comparado con contratar este avión? Marlon no solo compraría los chaquetones, sino que se aseguraría de que fueran a la moda. Parkas para esquí de diseño, o algo así. Tal vez todas del mismo estilo y color, para que pudieran parecer los Cuatro Fantásticos.

Fascinado, Seamus empezó a explorar la analogía mientras se disponían a aterrizar. La azafata (todos los vuelos privados tenían una, al parecer) hizo una ronda final por la cabina, recogiendo platos a medio comer de sushi y copas vacías de cócteles.

Obviamente, Csongor era La Cosa. Seamus era Reed Richards, la desgarbada figura paternal, extrañamente flexible, siempre arreglando cosas de un lado a otro. Marlon era una Antorcha Humana, si jamás hubo una. Yuxia era...

¿La Chica Invisible? Qué más quisiera.

El avión aterrizó y se detuvo bruscamente. Seamus notó una pequeña oleada de depresión que asolaba a los Cuatro. Contratar este jet, subir a él ilegalmente en la base aérea en las afueras de Manila y lanzarse al cielo (pues estos aviones eran la caña cuando se ponían en marcha) había sido la experiencia más estimulante del mundo. Incluso Seamus, que se ganaba la vida combatiendo terroristas, se había sentido entusiasmado. Aterrizar en el empapado paisaje gris de la Base Conjunta Lewis-McChor fue una decepción.

La larga experiencia volando por todo el mundo le había condicionado para relajarse, pues pasaría otra media hora antes de que pudieran salir del avión. Pero, naturalmente, esto no se cumplía en el caso de los jets privados. Olió el aire húmedo y frondoso que entraba por la puerta abierta y advirtió que nada le impedía que bajara.

—Gracias por el viaje, Marlon —dijo, poniéndose en pie y dándose de nuevo un golpe en la cabeza con el techo.

—Gracias por sacarme de allí —contestó Marlon, sonriendo, y se puso en pie encogiendo prudentemente la cabeza.

Seamus alzó el dedo índice.

—No me des las gracias hasta que hayan pasado los próximos quince minutos.

—Pongamos las cosas claras —había dicho el jefe de Freddie por el enlace encriptado desde Langley. Nunca era agradable escuchar esa frase de labios de alguien que estaba considerablemente por encima de ti en la cadena de mando.

—No estamos pidiendo dinero —intervino Seamus antes de que Freddie pudiera decir nada.

—Apuntado —respondió el jefe—. Siempre es un plus.

—No le pedimos que imprima ningún pasaporte o falsifique ningún papeleo.

»El sentido de todo esto —intervino Seamus, quizás un poco nervioso—, es no dejar ningún rastro de papel.

—Dos chinos y un húngaro, lanzados prácticamente a un estado vecino sin ningún tipo de papeles.

—El húngaro es legítimo, tiene visado.

—Dos chinos, entonces.

—Sí.

—Dado que chinos ilegales son enviados a paladas al Puerto de Seattle, parece que apenas se notaría.

—¡Ese es el espíritu! —dijo Seamus—. Y estos no son los inmigrantes económicos pobres. Dentro de quince días estarán dirigiendo corporaciones importantes.

—No sin tarjetas verdes.

—Creo que voy a casarme con la chica. Eso resolvería su estatus.

Freddie se volvió a mirarlo con incredulidad.

—¿Lo sabe ella?

—No tiene ni idea. Solo es una impresión.

—Una impresión por tu parte.

—Estamos a la mitad. Un progreso bastante respetable.

—Lo que quiero saber —dijo el jefe—, es si tiene algún plan a largo plazo para esta gente, aparte del matrimonio, que pueda acabar causándonos problemas.

—No nos concentremos en complicaciones hipotéticas —respondió Seamus—. Concentrémonos en el hecho de que esta gente ha estado en contacto físico con Abdalá Jones, han embestido su vehículo, le han disparado a la cabeza, han sido torturados por él, en el pasado muy, muy reciente. Parece digno de un billete gratis a Langley, ¿no le parece? ¿No podemos invitar a esos chicos a una taza de café al menos?

—Podemos invitarlos a una taza de café en Manila —señaló el jefe.

—Solo a riesgo de ser detenidos —replicó Seamus—. Y en ese punto la información empezará a desparramarse como gominolas en una piñata rota.

—Sería fácil en este lado —dijo el jefe—, suponiendo que aterrizaran en una base militar. Meterlos en un avión en su extremo, sin pasar por formalidades, queda fuera de mi alcance.

—Rechace todo conocimiento de nuestras acciones.

Miró a Freddie en busca de confirmación, y este volvió hacia abajo las comisuras de sus labios (era muy bueno haciéndolo), y asintió.

—La decisión más fácil que he tomado jamás. Considérense rechazados.

Nada de todo esto le proporcionó a Seamus ninguna idea de qué podía esperar, veinticuatro horas más tarde, mientras bajaba la pequeña y empinada escalerilla hasta el hangar. La Base Conjunta Lewis-McChord era una instalación compartida por el ejército y la marina, bastante importante en la guerra global contra el terror puesto que era la sede de las Brigadas de Strykers tan utilizadas en Afganistán, además de ser una importante base de operaciones especiales. Seamus la conocía bien. Estaba a una hora de viaje al sur de Seattle, en medio de un bosque enorme cuyo suelo y clima hacían que los de Seattle parecieran áridos en comparación.

Lo que estaba viendo ahora parecía salido de una película de David Lynch en toda su crudeza surrealista. El avión, aparentemente siguiendo órdenes de la torre, se había dirigido a un pequeño hangar que por lo demás estaba vacío. Había encendidas unas potentes luces, como intentando expulsar la bruma gris que se colaba por las puertas del hangar, que se cerraron de golpe, aparentemente impulsadas por motores eléctricos.

Ahí dentro no había nada más excepto una furgoneta marrón con una pegatina de BEBÉ A BORDO en el parabrisas y un puñado de lazos de APOYA A NUESTRAS TROPAS en la puerta trasera. Junto a la furgoneta había un hombre vestido de civil. Su porte y su corte de pelo lo habrían identificado como militar aunque Seamus no supiera ya quién era: Marcus Shadwell, mayor de una unidad de fuerzas especiales destinada en la base. Seamus había estado con Marcus en algunos lugares y situaciones pintorescos.

Ninguna más pintoresca que esta, al parecer.

—¿Dónde están? —fue como lo saludó Marcus.

—Están en el puto avión, Marcus. ¿Qué crees, que los trajimos en el portaequipajes?

—Pues en marcha —dijo Marcus—. Mis órdenes son sacaros de esta base y llevaros al mundo civil.

Alzó las manos, las palmas hacia fuera, e hizo un gesto como de retroceder. Luego se frotó las manos, como si se las lavara.

Acabaron en un aeropuerto regional a unos pocos kilómetros de distancia, en las afueras de Olympia, solo porque era lo bastante grande para alojar un par de agencias de alquiler de coches. Seamus entró y contrató un todoterreno. Su tarjeta de crédito sirvió para eso, al menos. Marcus los ayudó a trasladar su mínimo equipaje de la furgoneta al nuevo vehículo mientras Marlon y Yuxia se acurrucaban en el asiento trasero, frotándose los brazos y tiritando. Csongor, por el contrario, parecía en su elemento y miraba con curiosidad alrededor, hasta un grado que Seamus encontró vagamente irritante. Había una oficina de aduanas en el aeropuerto, y a Seamus le preocupaba un temor paranoico de que algún agente armado y uniformado saliera de allí y exigiera ver los papeles.

Pero no sucedió nada de eso.

—Me marcho —dijo Marcus.

—Muchas gracias. Tal vez podamos vernos luego —dijo Seamus. Pero Marcus ya había vuelto la espalda y se dirigía a la puerta de su furgoneta como si esperara que se produjese un tiroteo de un momento a otro.

Cumpliendo escrupulosamente el límite de velocidad (algo difícil para él), Seamus los condujo a la interestatal y retrocedió unos cuantos kilómetros hasta un centro comercial situado en mitad de ninguna parte que había advertido mientras Marcus los introducía en el mundo civil. Estaba emplazado junto a unos grandes almacenes Cabela’s, donde pensaba que podrían encontrar ropa de abrigo. Pero, como cualquier otro Cabela’s, estaba rodeado de restaurantes y otros pequeños negocios que se alimentaban del tráfico del Cabela’s sin competir con la nave madre.

Acabaron en un japonés, ante un televisor de pantalla plana sobre la caja registradora donde, sin sonido, pudieron ver las imágenes en directo de la explosión de un coche bomba en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.

Aquello se convirtió entonces en el tema de la conversación que Seamus tuvo con el jefe de Langley. Lo hizo fuera, mientras caminaba de un lado a otro ante las ventanas del japonés, viendo a la Cosa, la Antorcha Humana, y la Chica No-tan-invisible atacar su teriyaki. Sobre ellos, imágenes del cráter y las bolsas de cadáveres en el televisor. Ahí fuera, la lluvia le daba en la cara, lo cual parecía de algún modo adecuado.

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