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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (146 page)

Lo que significaba que tenía que mover el culo.

—Gracias —dijo, y se obligó a caminar.

—¿Es ahí adonde fue Zula? —le preguntó ella.

—Eso espero. Pero Jones y los demás probablemente la han seguido.

—Y ahora nosotros los seguimos a ellos.

—Y Jahandar nos sigue a nosotros.

—Si eso es cierto, espero que Seamus esté siguiendo a Jahandar.

Ella pareció enormemente reconfortada por esa idea, así que Richard se mordió la lengua antes de especular acerca del león de las montañas que podría ser el furgón de cola de ese tren de muerte.

—Me alegro tanto de que Zula esté viva —dijo Yuxia unos minutos más tarde. Richard tuvo la clara impresión de que estaba intentando distraer su mente de lo cansada y dolorida que estaba—. Creí que había muerto. Lloré mucho.

—Yo también.

—Le pregunté por su familia —dijo Yuxia—, pero no respondió mucho. Ahora lo entiendo: no quería que los demás oyeran esa información.

—Es una chica lista. No quería que supieran de mí.

—Descubrimos cosas sobre ti más tarde. Gran jugador.

—Sí. Soy un gran jugador.

«Acechado por un gran cazador.»

—Háblame de tu familia —sugirió Richard.

—¡Aiyaa, mi familia! Mi familia está triste. Triste, y tal vez en problemas.

—¿Por lo que te ha pasado?

—Por lo que he hecho —le corrigió ella—. No todo me ha pasado a mí.

—Cuando se sepa la historia, todo saldrá bien.

—Si no nos matan —le corrigió ella, y avivó el paso tan dramáticamente que él la perdió entre los matorrales (la ropa de camuflaje era muy efectiva) y tuvo que echar a correr.

—¡Mira, alguien ha dejado la ropa! —anunció ella un sudoroso rato después, mientras tiraba de una manga suelta que asomaba debajo de un tronco caído.

—Es de Zula —dijo él, reconociendo la prenda—. Tiró todo lo que no le hacía falta. Preparándose para el ascenso.

—¿Es lo que nos espera?

—Empieza ahora —dijo él, y adelantó a Yuxia y se abrió paso entre el follaje durante unos metros hasta que llegó al sendero en zigzag.

Durante sus esporádicos esfuerzos por perder peso, impulsados por las Musas Furiosas, se había visto obligado a recordar a la fuerza un hecho básico de la fisiología humana, y era que el metabolismo quemador de grasas no funcionaba tan bien como el metabolismo que quemaba carbohidratos. Te dejaba cansado y lento y confuso y aturdido. Solo cuando estaba realmente estúpido e irritable (y, por tanto, era completamente incapaz de hacer su trabajo o disfrutar de la vida), podía estar seguro de que perdía peso. Y así empezó a subir por el sendero en zigzag. Pero incluso en este estado de estupefacción pronto pudo detectar un hecho básico de la geometría de estos senderos que iba a ser importante. Dos caminantes que estuvieran separados un kilómetro el uno del otro en el sendero podrían sin embargo hallarse separados solo por un centenar de metros en línea recta mientras uno hacía zig por un lado y el otro zag por el otro. Suponiendo que Jahandar los estaba siguiendo (y era lo que tenían que suponer), podrían llevar una ventaja excelente. Y esperaba que hubieran mantenido esa ventaja al moverse lo más rápido que podían. Sin embargo, podía llegar el momento, dentro de un minuto o de una hora, en que cuando ellos miraran hacia abajo y Jahandar mirara hacia arriba, pudieran verse las caras y estar fácilmente al alcance del rifle, e incluso de la escopeta.

Richard deseó haberse podido engañar a sí mismo para creer que Jahandar no sería consciente de ese hecho. Pero Jahandar parecía un hombre que se había pasado toda la vida en ese tipo de senderos, y que comprendía bien sus propiedades.

Vio entonces lo que iba a suceder. Y comprendió que su confusión, su cachaza, su irritabilidad, no eran debidas a que tuviera hambre. Era su cerebro tratando de decirle algo.

Y si había algo que había aprendido en su destartalada carrera, era a prestar atención a su cerebro en esas ocasiones.

Su cerebro le estaba diciendo que su plan estaba jodido.

Su plan estaba jodido porque Jahandar iba a alcanzarlos (probablemente llevaba todo el rato ganando terreno) e iba a llegar al lugar donde podría disparar pendiente arriba desde otro sendero. Demonios, podía apostarse sin más y esperar a que Richard y Yuxia pasaran de un lado a otro por encima de él, zigzagueando por la montaña como un par de patos cojos en una galería de tiro.

«Te quiero, pero estoy cansada de ser la novia del monstruo sagrado.» Fue lo último que Alice, una de sus ex novias, le dijo antes de ascender al panteón de las Musas Furiosas. Había tardado tiempo en decodificarlo (Alice no estaba de humor para sutilezas), pero acabó comprendiendo que esto, en el fondo, era el motivo por el que la Corporación 9592 no tenía más remedio que tenerlo cerca. Todas las demás cosas que había hecho por la compañía (contactar con blanqueadores de dinero, tirar cable de red, reclutar a autores de fantasía, tratar con Plutón) lo podía hacer mejor y por menos dinero alguien que pudiera ser reclutado en una firma especializada en buscar talentos. Su función, en el fondo, se había reducido a una cosa: estar sentado en un rincón de las salas de reuniones o aparecer en las listas de correo electrónico de la corporación, aparentemente sin prestar atención, cada vez más inquieto y hosco hasta que decía algo que ofendía a un montón de gente y hacía que la compañía cambiara de rumbo. Solo después veían los bajíos en los que habrían encallado de no ser por la sorprendente y protestona intervención de Richard.

Esta era una de esas ocasiones.

Lo único que tenía sentido era detenerse, buscar un escondite, esperar que Jahandar los alcanzara, retener el fuego hasta que estuviera a cincuenta metros, y tratar de abatirlo con la escopeta antes de que pudiera devolver los disparos.

—Alto —dijo en voz baja.

—¿Estás bien, grandullón? —le preguntó Yuxia.

—Fantástico —le aseguró él—. Pero aquí es donde tenemos que plantar cara y luchar.

—Estoy a favor de eso. ¿Le podré disparar a uno de esos hijos de puta?

—Solo si yo muero primero.

Csongor puso bruscamente el todoterreno en marcha, pisó el acelerador, y salió del aparcamiento. Había tenido el contacto puesto para poder mantener conectado el portátil de Marlon.

—¿Qué demo...? —preguntó Marlon, mientras veía desaparecer su conexión wi-fi. Csongor no pudo saber si había aprendido esta expresión de los bocadillos de los cómics o si hacía una referencia velada a los frikis chinos que aprendían expresiones sueltas de diálogo en inglés de esa forma. Era difícil saberlo, a veces, con Marlon.

—Algo va mal —dijo Csongor.

—Creí que habías dicho que no podías conducir este trasto.

—No puedo conducirlo legalmente.

—Oh.

—Pero puedo manejarlo, como puedes ver.

—Estaba transfiriendo dinero —dijo Marlon. No como queja, sino para asegurarse de que Csongor supiera que su importante trabajo había sido interrumpido.

—Llevas tres horas transfiriendo dinero —recalcó Csongor—, mientras que yo he estado mirando el reloj y el mapa —agitó un mapa de carreteras de Idaho que Seamus había comprado el día anterior en una gasolinera—. Es imposible que estén todavía fuera. Los da O shou pueden esperar su dinero, lo llevan esperando mucho tiempo.

Como había estado estudiando el mapa, Csongor sabía cómo salir de Coeur d’Alene y encontrar la carretera hacia Sandpoint y Vado de Bourne. Siguió la ruta, cumpliendo escrupulosamente todas las reglas de tráfico para minimizar sus posibilidades de ser detenido. No creía que un carné de conducir húngaro tuviera validez aquí.

—Tal vez han encontrado algo interesante que mirar.

—No es eso —dijo Csongor—. El helicóptero solo puede llevar una cantidad concreta de combustible: solo puede estar en el aire un tiempo limitado.

Notó que Marlon lo miraba incrédulo.

—Lo busqué en Google cuando fuiste a orinar —explicó Csongor.

—Vale...

—Sé qué es lo que vas a decir: tal vez han tenido una avería y han tenido que aterrizar. Pero en ese caso nos habrían llamado para decir que llegarían tarde.

—¿Cómo de tarde llegan?

—Muy tarde.

Marlon seguía mirándolo con expectación.

—Matemáticamente, el helicóptero está sin gasolina —dijo Csongor. Miró el reloj del salpicadero—. Desde hace quince minutos.

—Tal vez deberíamos llamar...

—¿Llamar a quién? —preguntó Csongor, con una especie de cruel satisfacción, pues había recorrido mentalmente el mismo camino y solo había encontrado callejones sin salida. Esperó a que Marlon llegara por su cuenta a la misma conclusión.

Atravesaron lo que parecía ser un importante cruce en el límite extremo de la zona metropolitana de Coeur d’Alene y siguieron hacia el norte por una bonita carretera recta. El día empezaba a ser precioso.

—¿Qué vas a hacer?

—Vamos a ir a Vado de Bourne, que está a pocos kilómetros de donde ellos volaban, e iremos al aeropuerto del condado y le preguntaremos a la gente de allí si saben algo de un helicóptero desaparecido.

Media hora más tarde se encontraron cruzando un largo puente sobre un lago. Ante ellos vieron la ciudad de Sandpoint. Csongor advirtió que Marlon estiraba el cuello para ver de reojo el cuentakilómetros. Al bajar la mirada, vio que iba a noventa.

—No son noventa kilómetros por hora —le informó Marlon—. Con su sistema métrico, vas a unos ciento cincuenta.

—No tanto —dijo Csongor, pero redujo la velocidad a ochenta.

Un minuto más tarde, explicó:

—Creo que Seamus ha ido a buscar a Jones. Ese era su verdadero plan. Pero no podía decirlo en voz alta. Entonces Yuxia le preguntó por qué no podía ir también, si era solo un viaje para ver las vistas. Seamus se vio atrapado.

—Yuxia es buena para esas cosas.

—¿Qué te parece? ¿Es tu chica?

—Durante un tiempo pensé que tal vez —admitió Marlon—, pero luego decidí que era mi hermana.

—Oh.

—China es curiosa. Un hijo por familia, ya sabes. Todos buscamos hermanos.

Csongor asintió.

—Es un sistema mucho mejor que el que usamos en Hungría.

—¿Por qué?

Csongor lo miró.

—Porque puedes elegir.

Marlon sonrió.

—Ah.

Csongor devolvió su atención a la carretera.

—Tu hermano en California —dijo Marlon.

—¿Qué pasa con él?

—¿Vas a ir a visitarlo?

—¿Quieres ver California?

Pudo oírlo sonreír.

—Sí.

—Probablemente sea mejor sitio para ti que para mí —dijo Csongor—. Si voy, te llevaré. Puedes ser la estrella. Yo seré tu...

—¿Guardaespaldas?

—Una mierda. Pensaba en ser tu séquito.

—¡California, allá vamos! —exclamó Marlon.

Csongor señaló con un grueso dedo una señal de carretera que decía CANADÁ 50 MI/80 KM.

—Vamos en dirección contraria —recordó—. Antes de ir a California, tenemos que meternos en problemas. Luego habrá que salir de ellos.

Marlon se encogió de hombros.

—Pero eso es lo que hacemos.

Csongor asintió.

—Eso es lo que hacemos.

Cuando Csongor terminó de reducir la velocidad tras salir de la autopista, ya estaban a la mitad de Vado de Bourne y corrían peligro de dejarlo atrás del todo. Para recuperarse un poco, Csongor se detuvo en una gasolinera. Usando dinero americano que llevaba en la cartera (Seamus les había dado un poco de dinero para gastos), le entregó al cajero cuarenta dólares, luego se dirigió a la trasera del todoterreno y empezó a echarle gasolina. La forma en que funcionaba el surtidor le resultó levemente desconocida y le hizo sentirse inepto y sospechoso. Pero al final acabó por descubrir cómo poner la boquilla en posición, y luego se apoyó contra el costado del vehículo y se cruzó de brazos mientras esperaba que el enorme depósito se llenara. Marlon había hecho una rápida escapadita al cuarto de baño y estaba ya sentado en el asiento de pasajeros, buscando redes wi-fi abiertas.

Un monovolumen Subaru azul salió de la carretera y se detuvo al lado opuesto del surtidor. Su parte delantera estaba cubierta de cadáveres secos de insectos. En la baca del techo llevaba atados un montón de fardos. Como claramente no era de allí, Csongor le miró la matrícula. Era de Pennsylvania.

Permaneció allí detenido un rato con el motor en marcha, y Csongor apenas pudo oír los sonidos ahogados de una discusión que tenía lugar en el interior. La gota final, sospechó, de una discusión entre turistas que llevaban demasiado tiempo juntos en este pequeño vehículo.

Entonces la puerta del conductor se abrió y salió un hombre: un tipo con aspecto de ser de Oriente Medio con barba cerrada y oscuras gafas de sol. Se dirigió al cajero y le entregó unos cuantos billetes, regresó al Subaru y empezó a echarle gasolina.

Otro hombre, un africano de rostro anguloso que le recordó a Zula, salió del asiento trasero, entró en la estación de servicio y fue al cuarto de baño. Cuando regresó, traía un libro de gran formato y tapa roja, que al parecer acababa de comprar:
Atlas Geográfico de Idaho
.

Al advertir movimiento con el rabillo del ojo, Csongor miró en el retrovisor lateral del todoterreno, que Marlon acababa de ajustar para poder mirarlo a los ojos. La expresión de su rostro decía: «¿Puede estar pasando esto de verdad?»

Csongor miró en otra dirección y respondió asintiendo con la cabeza.

Había decidido que quería ser el último vehículo en salir de la gasolinera, así que cuando terminó de repostar, entró como si quisiera usar el cuarto de baño. En cambio se quedó en el fondo de su pequeño supermercado, fingiendo ser incapaz de decidirse entre su sorprendente variedad de cecinas y vigilando el Subaru azul.

—El circuito de las Selkirk —dijo con asombro el encargado, mirando lo mismo—. Atrae a todo tipo de gente.

El conductor retiró la boquilla del surtidor. Csongor se dirigió a la caja registradora, depositó en el mostrador unas bolsas de cecinas y dos botellas de agua, y cogió del expositor un ejemplar del
Atlas Geográfico de Idaho.


Hoy se están vendiendo como rosquillas —comentó el encargado.

Csongor no dijo nada. El encargado lo había catalogado como americano, y no vio ningún motivo para poner eso en duda abriendo la boca.

El conductor del Subaru entró entonces para visitar el cuarto de baño, y Csongor no tuvo más remedio que salir, subir al todoterreno, y ponerlo en marcha. Salió a la carretera, avanzó media manzana hasta una zona comercial, y entró en el aparcamiento de un restaurante de comida rápida. Resultó ser un MacAuto, así que, por impulso, se dirigió a él y pidió un par de hamburguesas. Dio media vuelta y pagó en la ventanilla. El todoterreno apuntaba de nuevo hacia la calle.

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