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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (143 page)

Lo único que iba a hacerlo posible era que llevaba ventaja. Los yihadistas tendrían que recorrer más camino que ella para salir del valle. Incluso así, era una larga escalada; y temía que pudieran reducir la distancia, o incluso alcanzarla, antes de que dejara atrás la cobertura de los árboles y llegara a un territorio donde sería imposible esconderse.

Así que solo podía hacer una cosa, y era correr como si la persiguiera el diablo y no detenerse por nada. Había recogido toda el agua que pudo (la CamelBak robada del Schloss, llena en sus tres cuartas partes), y tantas barritas energéticas como pudo meterse en los bolsillos, y luego simplemente se encaminó en la dirección que Richard había indicado. Abajo, los yihadistas indicaban su presencia gritándose unos a otros y comunicándose con ruidosos walkie talkies.

Su primer objetivo (conseguido quizá media hora después de separarse de Richard), fue entrar en contacto con el sendero que salía del barranco. La idea de seguir un camino marcado era ridícula en cierto modo, ya que los yihadistas usarían la misma ruta, y por tanto estarían siguiéndola todo el tiempo. Pero el terreno no ofrecía otra opción; la pendiente parecía casi vertical vista desde abajo, y era un salvaje amasijo irregular de troncos caídos y podridos. Trepar hasta la cima llevaría días, si fuera posible. Seguir el sendero, según le había asegurado Richard, podía hacerlo en horas un hombre que llevara una carga pesada a la espalda.

No le parecía que tuviera horas.

Se detuvo cuando el sendero apareció a la vista, luego retrocedió unos pasos y se acuclilló entre los helechos para escuchar y pensar un momento. Mientras lo hacía, bebió agua del tubo de la CamelBak y se obligó a comer una barrita de comida. Los sonidos que hacían los yihadistas se habían vuelto más leves durante la carrera, cosa que por supuesto era mejor que la alternativa, pero no había ningún motivo para relajarse. Si supieran lo que les convenía, hablarían menos y correrían más, bajarían por la orilla del río y buscarían el inicio de ese sendero, solo unos pocos metros por debajo de donde ella se encontraba ahora.

Mientras corría se había ido quitando capas de ropa, atándoselas a la cintura, y ahora iba vestida con una camiseta negra y pantalones de camuflaje con las perneras recogidas para dejar al descubierto las pantorrillas. Comprendió entonces que tendría que deshacerse de las capas superiores, pues no harían sino retrasarla. Y eran de brillantes colores claros que podrían ser vistas desde kilómetros. La girl scout que había en ella gritaba que era una mala idea, que sufriría hipotermia en el momento en que dejara de correr.

Pero si dejaba de correr, moriría mucho antes por otras causas. Así que dejó todas aquellas capas de lana que Jones le había comprado en diversos Walmarts, y las escondió bajo un tronco podrido donde los hombres que siguieran corriendo el sendero no las advirtieran, y continuó sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta y la mochila de agua colgando a su espalda.

Y entonces todo fue un camino en zigzag tras otro, aparentemente para siempre. Luchó, cada segundo, con el deseo de frenar el ritmo, detenerse y descansar un poco, recordándose una y otra vez que los hombres que venían detrás de ella estaban acostumbrados a moverse por Afganistán como cabras montesas. Por lo que sabía, Jones los estaría apuntado a la cabeza para obligarlos a ir más rápido. Así que trató de recordar cómo era aquello de tener a Jones apuntándole a la cabeza con una pistola, y usarlo para arrancar un poco más de velocidad. Aunque el miedo le decía que siguiera mirando hacia abajo, su cerebro le decía que siguiera mirando hacia arriba, tratando de distinguir el siguiente tramo del sendero serpenteante en la pendiente que tenía delante, pues a veces estos senderos estaban diseñados tanto para controlar la erosión como para facilitar el camino, y podría haber lugares donde podía subir recta la pendiente durante, digamos, quince metros y ahorrarse unas docenas de metros de camino en zigzag. Percibió unas cuantas oportunidades y las aprovechó, agitando los brazos y sacudiendo las piernas mientras una parte de su mente le decía: «¡Si me hubiera quedado en el sendero, ya habría superado este punto!» Escuchando esa voz, ignoró un par de oportunidades y entonces oyó otra voz que decía: «Si hubieras seguido el atajo, ya estarías por delante.» No podía escapar de esas voces, así que intentó aprovechar cada oportunidad que parecía merecer la pena. Sabía que los yihadistas no tendrían que decidir: podrían dividirse y enviar medio grupo por un camino y el otro medio por otro, y que los mejores ganaran.

Lo cual, si era cierto, debía significar que ya se estaban esparciendo por el sendero tras ella. No tendría que enfrentarse con todos a la vez.

Gracias a Dios Jahandar se había quedado atrás. Pero había estado haciendo inventario silencioso de las armas que llevaban y había visto otras perfectamente capaces de matarla desde lejos.

No tenía noción del paso del tiempo y se había olvidado de contar los caminos en zigzag. Pero tenía la clara impresión de que el dosel de la vegetación se iba haciendo más escaso, la luz se volvía más brillante, los giros en el camino se volvían menos bruscos a medida que la pendiente remitía.

Llegó a un punto en que simplemente no pudo seguir corriendo, así que se permitió reducir el ritmo a paso rápido mientras bebía más agua (no había bebido lo suficiente, la CamelBak estaba solo medio vacía), y comía otro par de barritas. Había llegado a una zona donde parecía que podía avanzar adecuadamente por el bosque. Seguía ascendiendo, pero ya no tenía la sensación de que se aferraba a la cara de un acantilado. Al mirar hacia delante y cuesta arriba a través de los cada vez más abundantes huecos entre los árboles, vio el terreno elevado que a la vez había ansiado y temido durante el ascenso, y alzándose sobre él el pelado macizo de Monte Abandono, que no tenía nada para recomendarlo como atracción turística a menos que fueras un gran fan de lo inhóspito. Parecía la portada de una revista de ciencia ficción, una montaña de una luna muerta de Júpiter.

Durante este pequeño descanso escuchó un helicóptero en alguna parte y decidió si debía salir corriendo al descubierto y hacerle señales. Pero no tenía sentido: el helicóptero estaba bastante lejos y los árboles le impedían verlo.

Si hubiera guardado alguna de aquellas prendas claras para poder agitarlas al aire...

Hablando de lo cual, empezaba a notar el aire helado sobre los hombros. Engulló su última barrita energética y se obligó a entrar en movimiento, primero al trote, luego a la carrera.

Estaba recuperando el ritmo cuando oyó una brusca explosión. Como resonó por todas las laderas cercanas, le resultó difícil juzgar su dirección. Pero estaba bastante segura de que había sonado en la dirección de la que venía. A kilómetros de distancia.

En ningún momento pensó en dar la vuelta. Los árboles se volvieron más y más escasos, sus líneas de visión se hicieron más claras y más largas, el terreno se volvió más empinado bajo sus pies. Unos minutos antes, corría casi en terreno llano. Pero ahora advirtió que avanzaba, casi a cuatro patas, por la pendiente de un escarpe; al mirar atrás y abajo para juzgar su progreso, vio medio kilómetro de terreno perfectamente despejado, delimitado en la distancia por una hilera de matorrales que poco después se convertían en un bosque propiamente dicho.

Pudo ver movimiento en aquel bosque. Al menos un hombre, posiblemente dos. Estaban a unos cinco minutos tras ellas: una ventaja suficiente para mantenerla viva en el denso bosque de abajo, pero ahí arriba apenas era suficiente para convertirse en un tiro apetecible.

Volvió la cabeza para escrutar la pendiente que tenía por delante, esperando ver un sitio donde ocultarse.

En la mayoría de los aspectos, este lugar no podría haber sido peor. Durante sus estudios de geoingeniería, había aprendido los ángulos de reposo, que era la pendiente que un montón de materia adoptaba de manera natural a lo largo del tiempo; eso explicaba la forma de un hormiguero, una montañita de azúcar, un puñado de grava, o un pedregal. El ángulo era diferente para cada tipo de material. Su valor exacto no era importante aquí. Lo que era importante era que el ángulo era el mismo en todas partes, y por eso las pendientes hechas de esos materiales tendían a ser rectas. No había montículos o salientes para esconderse detrás.

Y, como seguía recordándose, eran inherentemente inestables. Mientras permaneciera en zonas de rocas más grandes, su peso no era suficiente para soltar nada, pero cuando pisaba zonas arenosas o de grava causaba pequeños aludes. Nada lo suficientemente grande para resultar peligroso, ni para ella ni (desgraciadamente) para los que venían detrás, pero sí para causarle la impresión de que estaba subiendo por una cinta sin fin, quemando energía pero, como Sísifo, sin ir a ninguna parte.

Había recorrido unos dos tercios de ese paraíso de francotiradores cuando empezó a oír disparos abajo. Al principio, una serie irregular de cuatro o cinco disparos, probablemente efectuados con una pistola. Una de ellas alcanzó una piedra del tamaño de un balón de fútbol situada a unos tres metros de ella y la hizo saltar. La roca cayó dando tumbos por la pendiente, sin ganar velocidad ni detenerse, soltando ocasionalmente otras piedras más pequeñas pero sin causar nada que pareciera un alud. Así que el tirador no la alcanzaba por mucha distancia, cosa que era de esperar con aquel tipo de arma; pero el simple hecho de que le dispararan y de ver las balas alcanzar cosas cercanas la hizo permanecer agachada unos instantes... momentos que, lo sabía, los miembros más lentos del grupo de Jones estaban utilizando para compensar el tiempo perdido. Se obligó a seguir escalando, dirigiéndose a una zona a unos seis metros más arriba donde había unas cuantas rocas más grandes, quizá lo bastante para poder ponerse a cubierto tras ellas. Esto funcionó durante unos tres segundos, hasta que abajo empezó un tiroteo mortífero que la sobresaltó tanto que pisó mal, perdió pie, y cayó, lastimándose un codo y casi golpeándose la cara. El aire a su alrededor estaba lleno de polvo y fragmentos silbantes de roca. Alguien allá abajo había abierto fuego con un arma automática. Zula se aventuró a mirar y vio, a través de una nube de polvo, a uno de los yihadistas allí plantado con una pistola ametralladora apoyada en la cadera. No era uno de los grandes rifles de asalto, que disparaban balas de alta velocidad. Esta podía cargarse con balas de pistola. Era perfectamente capaz de causarle daños, naturalmente, pero funcionaba mejor en distancias cortas. Combate urbano. Para abatir a la gente que iba al trabajo en autobús.

El acompañante de ese tirador, el que había estado disparando con la pistola unos momentos antes, le gritó algún consejo, y el otro hombre se llevó el arma de la cadera al hombro. Sí, esta vez iba a intentar apuntar.

Zula se levantó y trepó lo más rápido que pudo.

Más discusión a gritos abajo. El hombre de la pistola ametralladora había sido convencido de que conseguiría mejores resultados si desplegaba la culata y se la apoyaba en el hombro.

Mientras lo hacía, Zula invirtió todas sus fuerzas en una frenética serie de saltos y brincos. Cuando no lograba avanzar, se detenía, respiraba, plantaba pies y manos en las rocas grandes, y lanzaba el cuerpo hacia arriba.

El ruido empezó de nuevo y entonces se detuvo: una lluvia de lascas de roca roció su espalda. Otra andanada alcanzó la pendiente sobre ella, haciendo caer unas cuantas piedras y obligándola a apartarse un par de metros. Algo tiró del tejido suelto de sus pantalones de camuflaje, tras el muslo, y Zula no se atrevió a creer que una bala los había atravesado. Un breve silencio, luego varias balas castañearon contra un mosaico de rocas más grandes, quizá del tamaño de melones, justo encima de ella: el tirador había deducido adónde se dirigía y trataba de hacerla volverse. Pero Zula ya se había lanzado y no podía cambiar de rumbo ni aunque se lo pensara mejor. Algo la golpeó en la boca. Aterrizó de bruces y se aplastó contra este pequeño grupo de piedras más grandes. No podía ver al tirador: eso era bueno. Las balas picoteaban cerca de sus pies. Pataleó salvajemente, apartando unas cuantas protuberancias de roca, lo que le permitió reafirmar las piernas y los pies unos centímetros más abajo. Centímetros importantes.

Se estaba atragantando con algo que era frío y afilado y duro, y caliente y pegajoso y húmedo al mismo tiempo. Tosió y escupió y sintió que aquella cosa dura salía de su boca, enviando una descarga de dolor a su cráneo.

En realidad eran dos cosas duras las que asomaron entre la sangre y la saliva: un trozo de piedra, del tamaño de un garbanzo, pero anguloso y afilado. Y un diente que al parecer se había arrancado de cuajo cuando la piedra se le metió en la boca, que tenía abierta en busca de aire. Palpando con la lengua, encontró un agujero sangrante donde debería estar su canino. Delante del hueco, sentía el labio superior entumecido y enorme. Iba a dolerle pronto, si vivía tanto.

Unas cuantas andanadas más de disparos barrieron el pequeño baluarte de piedras tras las que se escondía, pero sin ningún efecto, aparte del psicológico. Pudo oír a los hombres hablando abajo. Gritando, más bien, ya que se habían quedado sordos por jugar con juguetes ruidosos.

¿Qué haría ella en su situación? Dejar al de la ametralladora abajo para impedir que se moviera con andanadas ocasionales. Mientras tanto, el de la pistola podría subir la pendiente y encontrar un ángulo desde donde dispararle.

Se despidió de su diente, se limpió en la camisa la mano ensangrentada, y luego se palpó el costado hasta que encontró la Glock en el bolsillo de sus pantalones. La sacó y se la puso delante de la cara. No tenía ni idea de cuántas balas contenía. Como parecía tener tiempo, sacó el cargador y lo giró a la luz para poder ver a través de los agujeros de su parte trasera y contar las balas. Era un cargador de diecisiete balas que contenía nueve en ese momento; la décima ya estaba en la recámara. Volvió a colocar el cargador en el mango de la pistola, se aseguró de que estaba firmemente encajado, y pasó con cuidado el dedo por el gatillo, que estaba en su posición adelantada: su arma estaba ya amartillada y preparada para disparar.

Yuxia se dio media vuelta y se lanzó hacia el bosque con Richard siguiéndola lo mejor que pudo. Seamus estuvo a punto de sentirse herido por la decisión con la que la muchacha abrazó y ejecutó su plan. Había supuesto que habría una larga y tediosa fase de transición en la que se vería obligado a convencerla, contra todas sus blandas emociones femeninas, para que lo dejara atrás en esta situación mortalmente peligrosa: casi al descubierto, enfrentándose a un enemigo con un arma de muchísimo mayor alcance, pero incapaz de maniobrar libremente porque no podía abandonar al piloto del helicóptero.

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