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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (71 page)

—Tal vez. Depende de los funcionarios y los pasaportes.

Jones no le dio importancia a eso.

—Nos preocuparemos por eso más tarde. Ahora mismo quiero hablar de planes de vuelo.

Otro largo periodo de reflexión.

—Me gustaría mucho hacer una parada en Islamabad —concluyó—. Repasemos los pasos de esta maniobra de Kashgar.

—Eso depende de lo que quiera hacer después de Islamabad. Si quiere abandonar el avión allí, entonces su plan funcionaría. Podríamos cursar un plan con destino a Kashgar y desviarnos a Islamabad y nadie podría detenernos.

—Ah, pero Islamabad no es el destino final —dijo Jones—. Tras una breve parada allí, querría volar a otro lugar.

—¿Cómo de breve?

—Un día o dos. Tal vez tres.

Pavel lo consideró.

—Podría funcionar —concedió por fin.

Pero Pavel lo había estado pensando tanto tiempo que había atraído la atención, y luego las sospechas, de Jones, que sacó ahora algo del bolsillo e hizo algo que hizo que Pavel se agitara incómodo en su asiento. Zula miró y vio una farola que pasaba reflejarse en el metal pulido de una hoja, que Jones sujetaba contra el lado de la mano de Pavel.

—Puede pilotar un avión con nueve dedos, ¿verdad? —preguntó Jones.

Pavel no dijo nada.

—Estoy un poco preocupado —continuó Jones—. Hasta ahora, ha estado respondiendo a mis preguntas sin vacilación, que es como me gusta. Pero la última respuesta ha tardado en venir. Lo cual me hace pensar que está empezando a jugar al ajedrez conmigo. No quiero que juegue al ajedrez. Tiene que comprender que el éxito de mis empresas, y su supervivencia personal, son ahora lo mismo, Pavel. Sería una terrible lástima, y muy mala para usted personalmente, si yo descubriera, dentro de unos cuantos días, que ha hecho alguna trastada y me ha fastidiado. Fastidiado, es decir, explotando algún matiz técnico en el mundo de los viajes de jets privados que yo no puedo conocer.

—Estaba pensando en las consecuencias de permanecer en Islamabad varios días —concedió Pavel.

—Y eso está muy bien —replicó Jones—, siempre y cuando comparta esos pensamientos conmigo sinceramente.

—Es un aeropuerto moderno. No se puede llegar con un jet a un aeropuerto así y aparcarlo como si fuera un coche en un centro comercial. Lo verán. Levantarán actas.

—Le animo a que siga alertándome de ese tipo de complicaciones —dijo Jones—. Pero el hecho de que nos vean puede que no sea mala cosa. Después de Islamabad, solo necesito hacer un vuelo más.

—¿Adónde?

—Casi cualquier ciudad importante de Estados Unidos de América valdría. Tengo predilección por Las Vegas, pero estoy dispuesto a ser flexible.

Khalid, que estaba sentado en silencio en el asiento delantero, hizo una observación por encima del hombro, completamente en árabe, excepto por las palabras «Mall of America».

—Mi camarada plantea una opción excelente —dijo Jones—, y es que si no podemos llegar a Las Vegas, el Mall of America de Minneapolis sería magnífico. Resultaría más sencillo, ¿no? Porque está más al norte.

—Depende de los grandes círculos —replicó Pavel, inflexible—. ¿Puedo usar mi portátil?

Jones lo consideró.

—Esto va a tardar más de lo que esperaba —dijo—. Tenemos unos asuntos que atender primero. Pero después de eso, sí, puede usar su portátil.

Llegaron al embarcadero que habían utilizado antes. El barco había estado esperando en el canal pero volvió para reunirse con ellos.

El conductor del segundo taxi fue obligado a subir al barco a punta de pistola, y su lugar al volante fue ocupado por el terrorista del chaleco bomba que iba en su asiento de pasajeros. Llenaron los maleteros de ambos taxis. Los dos últimos yihadistas con aspecto de ser de Oriente Medio, que habían estado esperando en el barco todo el tiempo, subieron al segundo taxi con Sergei. Los dos taxis volvieron a la carretera de circunvalación y se dirigieron al aeropuerto y luego a la terminal de jets privados, lo que Pavel había llamado FBO. El acceso estaba controlado por una verja con un guardia de seguridad, pero Pavel, con su uniforme de piloto, parecía conocer qué cosas decir, y por eso les dejaron pasar y dirigirse al avión. Jones y Zula y los dos pilotos subieron a bordo mientras los hombres de Jones, bajo la dirección de Khalid, empezaron a descargar cosas de los maleteros y a meterlas en la bodega de carga del avión.

El interior del jet había sido limpiado y adecentado al nivel que la gente que podía permitirse viajar de esta manera esperaba, completado con adornos florales, bombones, y bebidas en frigoríficos. El interior de madera panelada brillaba suavemente bajo las luces halógenas de diseño artístico, y tras los rigores de los últimos días, los asientos de cuero proporcionaron la sensación de acunarse en el regazo de un bebé gigante. Jones no se sentó inmediatamente, sino que pasó unos minutos caminando arriba y abajo por todo el avión, alternando entre el asombro, la ira por el nivel de lujo, y la risa.

Estaba en la cabina, mirando los mandos de tecnología punta, cuando sonó su teléfono. Miró la pantalla.

—Ah —dijo—, lo único que podría hacer que este momento fuera aún más dulce.

Abrió el teléfono, se lo llevó a la oreja, y habló con tono de voz encantado. Zula no entendía su árabe, pero pudo suponer lo que estaba diciendo: «¡Eh, tío, nunca imaginarías desde dónde estoy hablando!»

Entonces giró sobre sus talones y salió de la cabina, con una expresión de asombro en el rostro. Se dirigió a la puerta abierta del avión, como intentando obtener mejor cobertura. Pasó al inglés y preguntó:

—¿Quién es?

—Sokolov —dijo el ruso al teléfono—. Nos conocimos antes cuando maté a la mitad de tus hombres. Hace diez minutos maté a la otra mitad. Ahora solo quedas tú, hijo de puta. Un puñetero montón de mierda que usa un teléfono para enviar a hombres mejores que él a morir. Y luego huye a un aeropuerto.

Olivia, que observaba con interés desde el otro lado del barco, se preguntó cómo sabía Sokolov que la persona con la que estaba hablando se hallaba en el aeropuerto. Tal vez podía oír los motores de los aviones de fondo. De todas formas, ahora viraban hacia el extremo norte de Xiamen, donde estaba el aeropuerto; y al advertir esto, Sokolov empezó a mirar alrededor, justo a tiempo de ver un 747 despegar de la pista y perderse en el cielo nocturno. Sokolov extendió el brazo hacia el lugar donde había dejado la pistola ametralladora y Olivia se agachó en el banco de fibra de vidrio, esperando con una mezcla de terror y deleite que fuera a coger el arma y tratar de abatir al avión. Pero entonces su mente racional pareció poner bajo control esa idea.

—Huir como una puñetera rata mientras hombres valientes mueren en la ciudad. Qué valiente eres, Jones. ¿Todavía tienes a Zula? ¿Estás siendo amable con ella? Te sugiero que seas amable con esa chica, Jones, porque cuando te encuentre, te mataré rápido si la has tratado bien y si le has hecho algún tipo de daño, te mataré de un modo que no será tan agradable. He enviado a mil yihadistas al cielo para que estén con sus vírgenes, pero a ti te voy a enviar al infierno.

Y colgó el teléfono y lo arrojó al mar.

Hubo varios minutos de silencio en los que Olivia trató de repasar mentalmente todo lo que había sucedido hoy. Tal vez esto era un error. Sospechaba que hombres como Sokolov no dedicaban mucho tiempo a este tipo de introspección. Parecía, sin embargo, que era parte de su propia programación académica/analítica, que era todo lo que tenía que ofrecer realmente a esta relación ad hoc. Los talentos y habilidades de Sokolov habían quedado expuestos a la claras durante la última media hora y habían hecho sentir a Olivia, de vez en cuando, como un trozo de carne que se viera obligado a llevar consigo como parte de una novatada (aunque ella le había salvado la vida al contratar el taxi acuático y luego había convencido al conductor para que lo acercara a un sitio desde donde Sokolov pudiera saltar, y se preguntaba si él entendería ese hecho). Existía la tentación de disolver su voluntad en la suya y quedarse mirando. Pero las cosas en las que Sokolov era tan bueno eran útiles en circunstancias específicas y limitadas que, en la vida normal, no surgían demasiado a menudo. Llegaría un momento en que él se sentiría tan indefenso y dependería tanto de ella como ella se había sentido durante la huida de los misteriosos atacantes en Gulangyu.

Hablando de lo cual, Olivia había visto pero no daba crédito a lo que él les había hecho a aquellos hombres. Tuvo que haber sido real, ya que habían caído y no habían vuelto a levantarse. Pero por el momento era solo una pauta de impresiones sensoriales pintadas en la pantalla de su memoria, no había calado aún, no las comprendía, ni siquiera les otorgaba la dignidad de que hubieran sucedido de verdad.

El teléfono de Sokolov tenía GPS y mapas, que había estado observando con interés desde que dejaron el aeropuerto atrás. Recorrían Xunjianggang, un estrecho de unos tres kilómetros de ancho que corría entre la isla de Xiamen y el distrito noreste de Xiang’an. Apuntaba como una pistola a una isla oscura situada a unos diez kilómetros de distancia: Kinmen, la Quemoy de la propaganda de la Guerra Fría. Aunque no lo había discutido con Sokolov (en realidad no habían discutido nada de nada), era obviamente su destino. Durante otro minuto o así estarían a fácil alcance del territorio de la República Popular a babor y estribor, y por eso todo el que siguiera su lancha por radar (suponiendo que fuera discernible entre el puñado de contenedores gigantescos y barcos más pequeños) vería sus movimientos como habituales. Pero cuando pasaran del Xunjianggang a mares más abiertos, llamarían todo tipo de atención, ya que no había nada en esa dirección que no fuera taiwanés.

La costa a babor (el barrio continental de Xiang’an) estaba menos edificada que la costa de Xiamen a estribor, y se extendía más al este y por tanto los acercaba más a Kinmen. Sokolov dijo que quería seguir esa costa, y Olivia transmitió esa orden al conductor.

Sokolov se levantó y se sentó junto al taxista. Llevaba la bolsa consigo. Encendió la linterna y se la puso en la boca como si fuera un puro, y luego iluminó la bolsa, que había abierto. Estaba repleta de una miscelánea de chorradas, pero el color predominante era el feo rojo/magenta de los billetes chinos grandes. Gran parte eran billetes arrugados y sueltos, pero Sokolov los removió y sacó un fajo envuelto de una pulgada de grosor. Dejó que la luz lo iluminara y miró al taxista para asegurarse de que lo había visto. Entonces sacó una bolsa de plástico, una bolsa blanca de lavandería con el logotipo de un hotel de lujo. Dejó caer dentro el dinero e hizo un cuidadoso paquete.

Entonces miró a Olivia

—Por favor, conduce tú —dijo.

—Voy a conducir ahora, por favor, apártese —le dijo ella al taxista en mandarín.

El hombre fue lento en reaccionar.

—Llevo un rato observando a este hombre, y no creo que haga daño a nadie que no sea su enemigo —dijo ella—. Creo que todo saldrá bien.

Observando con atención a Sokolov, el taxista se levantó y dejó libres los controles. Olivia pasó por encima de su asiento y se puso al volante. Atisbó una luz en la distancia y la utilizó para guiarse por el momento.

Habían salido del estrecho y ahora estaban en poder de las olas del océano que sacudían la pequeña lancha. Manteniendo bajo su centro de gravedad, el conductor se sentó en uno de los bancos. Sokolov se puso de rodillas delante del hombre y le lanzó el fajo de billetes envuelto, luego hizo el gesto de metérselo por dentro de los pantalones. El conductor, cuyo estado de ánimo pasaba del temor absoluto a la curiosidad extrema, obedeció. Sokolov le tendió entonces un salvavidas e hizo gestos para que se lo pusiera.

—Más cerca de la playa, por favor —le dijo a Olivia, y ella acercó el barquito a unas marismas que, como la marea estaba baja, se extendían a gran distancia desde la costa de Xiang’an y reflejaban sus luces rosáceas y anaranjadas.

El conductor se puso el chaleco y se ató la correa a la cintura. Sokolov, inspeccionándolo como un jefe de pelotón que comprueba el paracaídas de un recluta, tiró de la correa y la ajustó. Luego alzó el puño, y se llevó el pulgar y el meñique a la barbilla. El conductor, comprendiendo este gesto universal, se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono, que Sokolov confiscó.

Entonces Sokolov hizo un pequeño gesto con la cabeza y miró expectante al conductor a los ojos.

El conductor no quería hacerlo, pero pronto llegó a una situación en que prefería ahogarse que seguir sufriendo aquella mirada, así que se levantó, se tapó la nariz con una mano y se lanzó por la borda.

—A Kinmen —dijo Sokolov—. A toda velocidad.

Olivia dio un volantazo a estribor y empujó la palanca aceleradora hasta el fondo. El motor aulló, la lancha se lanzó hacia delante en la oscuridad y empezó a atravesar las crestas de las olas en perpendicular. Sokolov se sentó junto Olivia y fue tocando los interruptores del salpicadero hasta que encontró el que apagaba las luces de posición.

Luego pasó un rato intentando leer la diminuta pantalla de su teléfono a pesar de los estremecedores impactos de las olas contra el casco.

—¿Los militares taiwaneses le dispararán a la lancha?

—Tal vez.

—¿Sabes nadar? —gritó.

—Muy bien.

—Mejor que yo —admitió él. Se retiró y regresó unos momentos después con un par de chalecos salvavidas, uno de los cuales colocó sobre el regazo de Olivia. Se puso uno, entonces cogió el volante y ella hizo lo mismo.

Ella había dado por hecho que Kinmen estaba más lejos de lo que estaba en realidad, debido a la barrera política y militar; pero internarse en sus aguas requirió tan poco tiempo que apenas habían terminado de ponerse los chalecos cuando estuvieron lo bastante cerca para llegar a nado. Sokolov experimentó apartando las manos del volante y descubrió que la lancha estaba preparada de modo que básicamente seguía en línea recta.

Y por eso en un momento dado, mucho antes de sentir que estaba preparada, él asintió de pronto y ella (ya que parecía que era eso lo que esperaba) asintió a su vez. Sokolov giró el volante y la lancha apuntó mar adentro, luego la cogió de la mano y puso un pie en la borda. Con la mano libre recogió la bolsa que antes había preparado con un chaleco salvavidas. Otro intercambio de asentimientos y saltaron.

El agua estaba cálida para tratarse del océano, pero la inmediata y poderosa impresión que Olivia tuvo fue de frío. Entonces se recuperó y empezó a nadar.

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