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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (66 page)

Después de unos minutos, se volvió, sin dejar de mirar al guardia, e hizo un pequeño gesto al taxi.

La entrada al aparcamiento subterráneo estaba justo delante de ellos, bajando una rampa cerrada con una puerta de acero. La puerta gimió al ponerse en movimiento y se levantó, dejándoles paso. El taxi entró y se dirigió a una zona de ascensores, donde los dos hombres del asiento trasero se bajaron y liberaron al que iba dentro del maletero. Mientras lo hacían, las puertas de uno de los ascensores se abrieron para revelar al primer hombre junto al guardia de seguridad. El guardia tenía las manos a la espalda y una pistola en la cabeza. Todos se metieron en el ascensor y las puertas se cerraron.

El taxi salió entonces del sótano del rascacielos y se dirigió al bulevar ante el muelle. Unos minutos más tarde habían vuelto al embarcadero. Khalid y uno de los otros yihadistas se subieron entonces al taxi, y Jones le dijo al conductor que se dirigiera al Hyatt que estaba junto al aeropuerto. Cuando el taxi se internó en la carretera principal, sacó su teléfono, miró a Zula y dijo:

—Aquí es donde vas a ser maravillosamente cooperadora.

—¿Qué le estás preguntando? —exigió Csongor.

—En qué lado del barco está —respondió Marlon, apartándose el teléfono de la oreja un momento. Se lo volvió a acercar y escuchó—. Está en ese lado —señaló con la mano el mar abierto.

Csongor miró el barco de pesca. Estaba a unos cien metros de distancia. Si dejaba de remar, y seguía avanzando recto, pasaría justo ante ellos, por estribor... es decir el lado que daba a la isla. Marlon le estaba diciendo que Yuxia estaba en un camarote a babor.

Decir que intentaban interceptar el barco habría sido dar a entender, de algún modo, que tenían un plan. Lo cual, a su vez, habría sido dar a entender que Marlon y Csongor se habían estado comunicando entre sí sobre lo que deberían hacer. Ninguna de las dos cosas era cierta. Antes, habían aprovechado la cobertura que les permitía la oscuridad, y el hecho de que su barca sin combustible fuera incapaz de hacer ruido, para ponerse en movimiento y no perder de vista las actividades de los terroristas. Esto casi les causó un problema cuando la lancha rápida que le había dado encuentro al barco de pesca vino de pronto corriendo hacia ellos. Desde entonces, Csongor llevaba remando con todas sus fuerzas. Y cuando se rehidrató con unas cuantas botellas de agua y llenó su barriga de tallarines, sus fuerzas aumentaron considerablemente y pudo hacer que la barquita se deslizara por las planas aguas como un patín. ¿Pero por qué lo hacía? ¿Cuál era el plan? Ni idea.

—¿Qué vamos a...? —empezó a decir Csongor, pero Marlon lo interrumpió. Estaba colgando el teléfono.

—Le he dicho que
gao de tamen ji quan bu ning
—dijo.

—¿Y eso qué significa?

Marlon sonrió, impacientando a Csongor mientras preparaba la traducción.

—Haz que ni sus perros ni gallinas estén en paz.

—¿Y eso es...?

—Que la líe parda, más o menos.

—Vale. ¿Y luego qué? —Csongor dejó de remar y miró a Marlon.

Marlon señaló significativamente el barco.

—Las ruedas —dijo.

Csongor se dio media vuelta y miró. Marlon había usado la palabra equivocada, pero estaba claro a qué se refería. Todos los neumáticos arrumbados del mundo industrializado parecían haber acabado aquí en la costa de China, donde eran usados por los lugareños igual que sus primos los marineros de agua dulce usaban el bambú: como la Sustancia Universal de la que podían hacerse todos los demás objetos sólidos. A veces tenían que ser reprocesados una y otra vez para cumplir su función prevista. En otros casos, seguían pareciendo neumáticos. Todos los barcos (no, todos los objetos flotantes) en este universo estaban protegidos por todos lados por neumáticos colgados de sus bordas, colocados en filas como escudos en un barco vikingo. Este no era ninguna excepción. Colgaban sobre la línea de flotación. Sería fácil extender los brazos desde la barca, agarrarse a uno, y usarlo para trepar y abordar el barco. «Las ruedas.»

—Esto no es ningún videojuego —dijo Csongor—. Es real.

—¡Entonces vuelve real, gilipollas! —sugirió Marlon.

No era una expresión amable ni bien expresada, pero Csongor entendió el significado.

—Quieres coger ese barco —dijo Csongor. Solo para asegurarse de que los dos se entendían.

—¿Conoces algún otro modo de salir de China?

—¿Adónde vamos?

—¡Adonde sea!

—¿Cómo vamos a...?

—¡Escucha! —dijo Marlon—. Lo está haciendo.

Csongor se volvió hacia el barco de pesca, que estaba ya sorprendentemente cerca, y oyó golpes y gritos y las voces de hombres airados. Un pestillo de acero chasqueó, se abrió una puerta, y la cacofonía, que sonaba apagada, se extendió sobre las aguas: una voz de mujer, apenas reconocible como la de Yuxia, gritando y, supuso, maldiciendo, y el sonido de cristales rompiéndose. Hombres diciéndole que se estuviera quieta.

—¿Recuerdas esto? —preguntó Marlon.

Csongor miró a Marlon, que se hacía ahora un poco más visible para él por la luz que brotaba de los ventanos del barco de pesca, y vio que tenía en la mano uno de los objetos que habían identificado antes como granadas aturdidoras.

—Llévate dos —dijo Csongor. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la segunda granada, y se la entregó a Marlon. Se echó al hombro la correa del bolso, para no perderlo pasara lo que pasase a continuación, y sacó la pistola. Jones la había identificado, antes, como una Makarov. Retiró la corredera para verificar que había una bala en la recámara y, recordando su error de antes, la amartilló antes de ponerle el seguro.

Luego se la guardó en la cintura, cogió los remos y empezó a remar con todas sus fuerzas. Había atisbado una oportunidad, aunque improbable, de salir de China.

Sokolov despertó en una oficina completamente silenciosa. Y sin embargo, alojado en su memoria a corto plazo, estaba el sonido de la puerta de un ascensor abriéndose.

Se obligó a no volver a dormirse y pronto escuchó débiles voces.

Palpó en la oscuridad y verificó que su pistola y su linterna estaban donde las había dejado, junto a su cabeza. Se llevó una rodilla al pecho, luego otra, para poder atarse los zapatos. Fueran quienes fuesen, los visitantes se movían con cautela, explorando, discutiendo. No era una de esas visitas de patada en la puerta.

Ahora se habrían detenido junto a las puertas de cristal. Sokolov las había cerrado con el candado de cable. Estarían intentando hallar un modo de franquear esas puertas, debatiendo si romper el cristal o no. El ruido sería estupendo, pero estaban en mitad de la noche, y el edificio estaba vacío en su mayor parte.

Sin saber cuántos eran ni cuáles podrían ser sus intenciones, Sokolov decidió retirarse y acechar. Se levantó y puso un pie en el lazo de cable de red que había atado antes, apoyó su peso y estiró la pierna, asomando así la cabeza y los hombros por el hueco del techo.

Dejó la pistola, el cargador y la linterna de momento en lo alto de una placa adjunta. Entonces extendió la mano y se agarró al pesado acero. Una vez hecho eso, fue fácil alzar las rodillas y dar la voltereta, colgando por las manos mientras metía las piernas por las aberturas triangulares del puntal. Tras conseguirlo, pudo colgar por las rodillas, boca abajo, las manos libres.

Tiró del cable tras él y lo dejó a un lado sobre las placas del techo.

De la entrada llegaron un par de golpes de exploración, seguidos de un estrépito tremendo y un largo
crescendo
de agudos tintineos mientras los fragmentos de cristal se esparcían por todo el suelo del vestíbulo. Prestó atención durante unos segundos, solo para calibrar cuántos eran y cómo se movían. Luego cogió la placa suelta del techo y la puso en su sitio.

Al hacerlo, algo llamó su atención en la mesa de abajo: su teléfono y un trozo de papel. Estaban en el bolsillo trasero de sus pantalones de vestir. Normalmente, llevaba pantalones con cremalleras en los bolsillos y las mantenía cerradas. Así no tenía que preocuparse de que se le cayeran las cosas mientras no estaba recto y vertical, y a su vez le permitía libertad para hacer uso de sus bien ganadas habilidades a la hora de tirarse y rodar.

Pero el traje de chaqueta de Jeremy Jeong había convertido ese entrenamiento en una mala costumbre.

No había nada que hacer: pudo oír a los intrusos llegando a la oficina. Colocó con cuidado la placa restante en su lugar. Luego recogió la linterna y se la puso en la boca, apagada por el momento. Recogió la Makarov y cargó una bala con un movimiento lento y cuidadoso de la corredera, apagando el sonido lo mejor que pudo con la mano. El cargador de repuesto era un problema, ya que seguía colgando boca abajo y no podía fiarse de ninguno de sus bolsillos. Lo dejó donde estaba por ahora, pero practicó tantear con la mano en la oscuridad hasta que pudo encontrarlo al primer intento.

Y luego ya no pudo hacer nada durante al menos un cuarto de hora, excepto escuchar. Y ni siquiera escuchar era algo especialmente bueno ya que estaba separado de lo que escuchaba por un falso techo de placas que había sido diseñado específicamente para amortiguar el sonido. Y los intrusos, al menos al principio, intentaban moverse con sigilo: no tenían ni idea si había alguien en la oficina o qué tipo de recepción podían esperar, y por eso tenían que despejar la zona. Despejarla, en el sentido en que una unidad militar o policial repasaba cada habitación de una casa para asegurarse de que ningún atacante estaba escondido en ninguna parte. Por lo poco que Sokolov podía deducir basándose en los sonidos, parecían saber lo que estaban haciendo: no caminaban por ahí como idiotas, juntos, asomando la cabeza en los despachos, sino que saltaban de puerta en puerta y se comunicaban con murmullos de una sola palabra, o tal vez con lenguaje de signos. En otras palabras, habían recibido algún tipo de entrenamiento. Y tenían que estar armados: no tenía sentido que hicieran lo que estaban haciendo a menos que contaran con armas y las tuvieran en la mano y listas para abrir fuego.

Pero finalmente llegó un momento en que empezaron a hablar en voz normal. Sokolov oyó los leves chasquidos metálicos de las armas cuando volvieron a colocar los seguros.

Los intrusos (Sokolov calculó que eran cuatro o cinco) no hablaban en chino. Como había oído un montón de lenguas de Asia Central supuso que era una de ellas, pero no pudo entender una palabra. En una ocasión oyó a un hombre hablar rudamente en chino y una mansa voz china respondiendo. Debían de tener un rehén.

Durante varios minutos, prestaron mucha atención al ordenador. Sokolov lo había dejado apagado, ya que le daba mala espina compartir espacio con una máquina inteligente que estaba conectada a Internet todo el rato. Lo encendieron y pasaron un rato curioseando. Se aburrieron pronto pues no encontraron nada, y por eso al menos uno de los hombres empezó a recorrer la oficina. Sokolov pudo ver algún reflejo ocasional de su linterna.

Ese hombre acabó directamente debajo de Sokolov. Permaneció en silencio unos segundos, y luego llamó a sus camaradas.

Unos cuantos se congregaron debajo, y Sokolov supo que estaban mirando el teléfono que se le había caído.

Entonces tuvo lugar una conversación curiosa, donde varias voces decían unas cuantas palabras más o menos al unísono, seguidas por una pausa, seguidas luego por una repetición de lo mismo. Sokolov no estaba seguro de cómo interpretarlo hasta que oyó decir «Westin». Entonces comprendió que estaban repasando las fotos del teléfono, mirándolas una a una y tratando de identificarlas.

Cuando terminaron con las fotos hubo una discusión general durante un rato. No pareció llevar a ninguna parte. Ni lo haría. No había nada interesante en el teléfono. Solo los números de algunos hombres muertos.

Entonces uno de ellos empezó a hablar en chino. Entrecortadamente. Como si leyera.

Sokolov oyó claramente la palabra «Gulangyu».

Era el papel, el que se había caído a la mesa junto con el teléfono. El papel donde había copiado la dirección de Meng Anlan.

Esto los alborotó como no había conseguido hacerlo el teléfono y llevó a que uno de ellos cogiera su propio teléfono e hiciera una llamada. Discutieron en un idioma que Sokolov reconoció como árabe. Sabía unas cuantas palabras, pero una vez más lo único que pudo distinguir a través del techo fue «Gulangyu».

Eso y «De acuerdo» repetido varias veces.

Unos cálculos a continuación. Sokolov podía deslizar la placa del techo y empezar a disparar. Sin duda podría eliminar a algunos antes de que le quitaran los seguros a sus armas y empezaran a disparar a su vez. Pero cuando dispararan, le resultaría muy difícil moverse desde esta posición tan increíblemente expuesta; y todo lo que tendrían que hacer ellos era vaciar sus cargadores en su dirección general y pronto estaría muerto.

Aún más, ahora estaba seguro de que Jones no se encontraba entre los hombres de abajo. Estos hombres hablaban una lengua de Asia Central que Jones no conocería. Pero cuando hicieron la llamada telefónica, pasaron al árabe. En ese momento debían de estar hablando con Jones. De modo que, si por algún milagro, Sokolov pudiera matar a todos los tipos de allá abajo, no acabaría con Jones.

Ahora tal vez planeaban una expedición al apartamento de Olivia. Si era así, quería detenerlo antes de que llegaran.

Tal vez podría esperar a que salieran de la habitación, bajar, localizarlos desde algún sitio donde pudiera lanzar un ataque, y acabar con todos.

Pero acababan de darle a Jones por teléfono la dirección de Olivia. Así que el gato había escapado de la caja. Aunque pudiera detener a todos estos tipos, eso tal vez no protegiera a Olivia, si Jones iba ahora de camino por su cuenta.

Esa sí que era una idea. Si Sokolov fuera a Gulangyu ahora, ¿había alguna posibilidad de que pudiera interceptar a Jones allí y acabar con este asunto esa misma noche?

Su mente decidió en cuanto se formó la idea.

Los hombres de abajo se movían ahora con decisión, presurosos por salir de este lugar y embarcarse en su siguiente misión. Sokolov esperó hasta estar seguro de que se habían marchado, entonces apartó una placa y miró alrededor. Nada.

Pero podrían haber sospechado que estaba allí arriba y dejado a alguien para que lo matara cuando saliera.

Así que se agarró al puntal de acero, se aupó, sacó las piernas, las pasó por el hueco y simplemente se dejó caer, aterrizó en la mesa de reuniones y luego de un salto y un giro se lanzó hacia la puerta.

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