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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (75 page)

Lo condujo de vuelta al búnker. Sin mirarlo, se puso de puntillas y se apoyó rodeándole el cuello con el brazo y con cuidado acercó sus labios a los suyos. Su corazón latía con fuerza, ya que tenía miedo de que él se diera la vuelta, que la rechazara. Que no haberse aprovechado de ella anoche fuera simple falta de interés. Pero su mano la rodeó por la cintura, y quedó claro que solo había estado esperando su permiso.

Ella se había preguntado cómo sería practicar el sexo en un lecho de enredaderas que se habían aplastado durante la noche, pero acabó no teniendo importancia porque lo hicieron de pie, con ella apoyada contra la pared. Después de meses de duro trabajo en Xiamen, caracterizado únicamente por la soledad y la ansiedad, fue tan placentero que estuvo a punto de dejarse llevar por una histeria sollozante y agradecida. Sokolov, por su parte, después de soltarla, se desplomó en el suelo y se quedó tendido como crucificado bajo el rayo de luz que entraba por la puerta.

—Ya no soy un pobre ruso jodido —declaró, después de unos diez minutos.

—Tengo una noticia que darte, querido...

—No. Me remito a la conversación de ayer. En el apartamento.

—Bueno, al menos ya estás fuera de China, pero...

—No. Tengo información útil —dijo él.

—De verdad.

—Sí.

—¿Qué clase de información útil?

«Vuestra espía Olivia Halifax-Lin es una zorra inútil.»

—Información que puede ayudar a tus jefes a encontrar a Abdalá Jones.

—Ajá.

Sokolov flexionó las piernas y se puso en cuclillas. Buscó sus pantalones, que como muchas otras prendas de vestir habían salido volando hacía unos minutos y permanecían caídos en el lugar del impacto. Se levantó y se los puso.

—Porque tienes un mensaje, ¿no? —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Oí vibrar el teléfono.

Él miró educadamente hacia otro lado mientras ella se levantaba y montaba una operación de búsqueda y rescate de sus ropas. Mientras cruzaba el búnker descalza y con los pies sucios, ella pensó en la cantidad de dinero y esfuerzo que dedicaba, cada día, a su arreglo personal, y lo inútil que había sido todo durante sus dos últimas relaciones sexuales.

—¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo? —preguntó.

—Porque hasta ahora mismo estábamos follando —señaló él.

—No, quiero decir que por qué no me lo dijiste anoche.

—Porque anoche no tenía información.

—¿Cómo puedes haber conseguido información esta mañana?

—Eso debe permanecer en el misterio por ahora —respondió él. Pero miró hacia arriba mientras lo decía, como si la respuesta estuviera escrita en el cielo sobre el Xunjianggang.

Zula sintió el avión agitarse y estremecerse bajo ella y despertó sobresaltada, temerosa y esperanzada al mismo tiempo de estar asistiendo a una especie de asalto policial. Pero en los primeros instantes tras abrir los ojos se sorprendió al ver edificios y aviones aparcados pasar ante ellos, y la brillante luz del sol asomando oblicua sobre el mar.

Estaba en un avión, o en otro vehículo que se movía de modo terriblemente rápido. Ni siquiera sabía si estaba aterrizando o despegando.

¿Cómo podía estar el sol fuera? Debía de haber pasado horas dormida.

El hecho de estar acostada en una cama de tamaño gigante no hizo nada para ayudarle a orientarse.

El suelo quedaba definitivamente atrás.

Lo primero era lo primero: se encontraba en un avión. El avión estaba despegando. Eran las siete o las ocho de la mañana. La cama estaba en el camarote privado situado en la cola del avión... el camarote de Ivanov. Pudo oler su ungüento capilar en la almohada.

La ciudad que quedaba atrás era Xiamen. Al mirar por las ventanillas de la derecha pudo ver, a solo un par de kilómetros de distancia, la gran caleta donde Csongor se había enfrentado ayer a Jones. La furgoneta de Yuxia y un taxi aplastado estaban hundidos en algún lugar de la cala. Y unos cuantos kilómetros más allá, en la misma dirección, estaba la más grande de las dos islas taiwanesas: ahora veía el tramo de una playa, salpicada de trampas para tanques y bloques hexagonales.

Poco después del despegue, el avión viró con fuerza a la derecha, ofreciéndole un panorama mejor de la isla taiwanesa (Kinmen) mientras trazaban un amplio arco, ganaban rápidamente altitud y empezaban a dirigirse hacia el sur. Otro giro, unos minutos más tarde, los llevó a lo que supuso sería un rumbo suroeste. A la izquierda del avión ahora no se veía más que océano, pero a la derecha estaba el continente chino, alejándose lentamente de ellos.

Zula debía de haberse quedado dormida en su asiento a eso de la una de la madrugada, cuando todavía estaban hablando de planes de vuelo. Jones o algún otro debieron de haberla llevado a la cabina de popa para depositarla en la cama. Los cuatro «soldados» que esperaban aburridos allí dentro debían de haber sido obligados a salir y enviados a la cabina principal. Estos hombres podían lapidarla hasta la muerte tarde o temprano, pero mientras tanto se tomaban grandes molestias por proteger su recato.

Recordó claramente una cifra: seis horas. Era el tiempo que se tardaba en cursar un plan de vuelo en China. Pavel debía de haber cursado ese plan más o menos cuando ella se quedó dormida, y debían de haber recibido permiso para despegar ahora mismo.

Empezaron a pensar cómo conseguir transporte para el aeropuerto de Kinmen. Olivia usó su móvil para descargar un mapa, y con él descubrieron que estaban a unos tres mil metros de distancia.

Olivia estaba a favor de ir directamente. Seguida por un pensativo y reacio Sokolov, empezó a encaminarse tierra adentro. Atravesaron rápidamente lo que resultó ser un estrecho cinturón de bosques que corría en paralelo a la costa norte de la isla y salieron a un llano paisaje agrícola, salpicado de granjas. Un villorrio, formado por una docena de edificios apretujados, quedaba solo a unos doscientos metros a su derecha; lo evitaron instintivamente y lo rodearon hasta que una aldea algo más grande quedó ante ellos. Luego empezaron a acortar camino cruzando al sur de la isla y pronto llegaron a una carretera más grande que corría de este a oeste. No era algo extraño, ya que parecía que los centros de población de la isla estaban en sus extremos al este y al oeste, y las diversas carreteras que los conectaban se extendían por la estrecha cintura de la isla, que estaban recorriendo ellos ahora: una espina dorsal rocosa salpicada de árboles y adornada en su cima por las cúpulas geodésicas de unas instalaciones de radar supervivientes de la Guerra Fría.

El lugar era decididamente más rural que el continente que se alzaba a unos pocos kilómetros al otro lado del agua. Rural, al menos, para los baremos chinos. En ningún momento dejaron de perder de vista ningún edificio. Los ciclistas pasaban de uno en uno o de dos en dos, mirándolos con curiosidad. Olivia los ignoraba y seguía adelante, pero Sokolov se sentía claramente incómodo. Después de haber cruzado la segunda carretera este-oeste, advirtió un curso de agua cercano, repleto de árboles, y la condujo hasta allí. Era una especie de zanja o arroyo canalizado que corría bajo la carretera a través de una alcantarilla de piedra en forma de arco. Antes de desaparecer por completo en el follaje que adornaba sus orillas, Sokolov echó un buen vistazo al llano paisaje. Estaban completamente expuestos.

—Buen lugar de reunión —murmuró.

Olivia advirtió que lo despejado del paisaje tenía dos interpretaciones: cualquiera podía verlos desde lejos, pero del mismo modo nadie podía sorprenderlos.

Moviéndose a la mitad de la velocidad que habrían conseguido en terreno abierto, siguieron el curso de agua hacia el sur y colina arriba durante casi un kilómetro hasta que lo que era una estrecha franja de follaje se convirtió en un bosque que se mezclaba con el denso manto de árboles que se extendían por la cresta central de la isla.

Habían agotado toda su agua potable anoche, y debido a las precauciones de Sokolov no se habían acercado a ningún sitio donde pudieran comprar más.

—Me estoy deshidratando del todo —observó Olivia en un momento dado, y Sokolov se volvió y le dirigió una mirada curiosa. Ella decidió no volver a quejarse más.

El emplazamiento del aeropuerto era ahora obvio, ya que desde esta altitud podía ver los aviones despegando y aterrizando y desapareciendo tras el risco. Olivia miró la hora y comprobó que era el vuelo de las 10.45 de Taipéi. Sus instintos de niña buena le decían que fuera allí inmediatamente para poder impresionar a su contacto con su puntualidad. Sokolov, sin embargo, no pensaba lo mismo.

—Esperará —señaló.

—Pero...

—No estás aquí para facilitarle el día.

Olivia difícilmente pudo contradecirlo.

Sokolov tomó el control del teléfono, y Olivia miró durante unos minutos por encima de su hombro mientras él consultaba el mapa. Necesitó su ayuda lingüística para localizar la terminal de ferris de la isla, donde llegaban regularmente los barcos de Xiamen. La encontró en la punta suroccidental de la isla. La ruta más obvia desde el aeropuerto hasta allí sería siguiendo la más rápida de las carreteras este-oeste, que no habían cruzado todavía, ya que atravesaba la parte sur del risco.

Solo estaban a un kilómetro del aeropuerto, mil pasos largos. Y sin embargo Sokolov insistía en que se dirigieran al este (es decir, alejarse de la terminal de ferris) a través del peor terreno que pudo encontrar, recorriendo pequeños carriles montañosos según fuera necesario, hasta que llegaron a un cruce de carreteras. Sokolov encontró un sitio donde pudo vigilarlo todo a cubierto y envió a Olivia sola, insistiendo en que esperara un autobús para poder entrar en el aeropuerto, «como una persona normal».

—Nos vemos en el punto de reunión —dijo.

—¿Cuándo?

—Cuando estés allí.

Olivia hizo un último esfuerzo por ponerse medio presentable, esperó a que todo estuviera despejado, y luego salió de entre los árboles, arrastrando una liana de cuatro metros enganchada a un tobillo hasta que se libró de ella. El autobús llegó cuarenta y cinco minutos más tarde y la llevó en un viaje que podría haber hecho a pie en diez.

Durante la espera, tuvo la presencia de ánimo para comprobar la pantalla del teléfono que había estado usando y vio el mensaje VOY A HACER UNOS RECADOS: COMPRAR UN REGALO DE BODAS PARA LA SOBRINA. CREO QUE LE GUSTARÁ UN CUCHILLO DE COCINA NUEVO.

«Cuchillo de cocina» y «regalo de boda» no eran frases en código establecidas. «Hacer unos recados» parecía una indicación de que su contacto había decidido salir del aeropuerto y dirigirse a otro lugar de la isla. Pero Olivia no tenía manera de adivinar dónde. Y el siguiente autobús que viniera se dirigiría al aeropuerto, le gustara o no. Subió a bordo. Había tres asientos disponibles. Eligió uno en el pasillo, pues no quería que vieran su cara por la ventanilla.

Todavía estaba dándole vueltas al mensaje cuando el autobús se detuvo delante de la terminal principal y descargó a la veintena de ocupantes, casi todos trabajadores del aeropuerto. Mientras contemplaba el edificio de la terminal, todas las alarmas de Olivia sonaron a la vez. Todas las cosas malas en cuya búsqueda había sido entrenada estaban a la vista, como si esto fuera una película de formación de espías, cuidadosamente diseñado para describir el peor escenario posible. Cada banco, cada bar, cada puesto de control tenían uno o dos hombres en guardia, fingiendo prestar atención a sus teléfonos móviles. Algunos incluso tenían la temeridad de llevar gafas de sol en interior.

Estaba viendo exactamente lo que había previsto Sokolov; la OSP del continente había cargado el ferry de esta mañana con agentes de paisano que habían inundado el aeropuerto y cualquier otro lugar donde Olivia y Sokolov pudieran aparecer. Buscaban a cualquier varón blanco... pero sobre todo a quien viajara en compañía de una mujer china.

Lo que esos hombres podrían hacer, si los vieran juntos, no le quedó claro. No tenían potestad para arrestar a nadie en suelo taiwanés. Disparar en un espacio público parecía improbable. Pero podían tomar fotos y causar un montón de problemas.

El contacto de Olivia, al bajar del avión, debía de haber visto lo mismo y decidió salir de allí.

Olivia se quedó en el autobús, encogida en su asiento y mirando por la esquina inferior de una ventana sucia. Un hombre grueso y de mediana edad, vestido con un traje de chaqueta y con gafas de espejo, estaba apoyado contra un expositor, fumando un cigarrillo y ladrando al teléfono. Mientras el autobús empezaba a marcharse, ella advirtió que el expositor estaba lleno de cubertería de cocina, los cuchillos de carnicero tradicionales chinos. Eso le avivó por fin la memoria. La isla está dentro del alcance del fuego de artillería de Xiamen, y a finales de los años cincuenta medio millón de obuses habían caído en aquella zona. A lo largo de las dos décadas siguientes, habían caído cinco millones de proyectiles repletos de panfletos de propaganda. Los artesanos locales los recogían del suelo y usaban el acero para fabricar cuchillos.

La fábrica de cuchillos era un sitio ideal para una reunión, si te preocupaba que te escucharan o te siguieran con un micro. Era solo una gran estructura industrial descubierta, llena de muchos miles de viejos proyectiles oxidados, en forma de bala, del tamaño de melones. Los obreros los cortaban en pedazos del tamaño de paquetes de cigarrillos usando sierras de ruedas abrasivas que aullaban como almas condenadas mientras desprendían chaparrones de chispeante fuego infernal. Un martillo mecánico los aplastaba, y luego los conducían a un rugiente horno para calentarlos. Finalmente, las placas templadas eran convertidas en cuchillos con moledores de piedra y acababan en lijadoras de banda que parecían y sonaban como si pudieran rebanarte un dedo sin que te dieras cuenta. Este negocio de convertir proyectiles en cubertería era lo bastante inusitado para que la fábrica ofreciera visitas guiadas. Olivia se unió a un grupo de cinco personas más que habían venido desde Taiwán para visitar los lugares de interés y comprar cuchillos.

Había tardado tanto tiempo en llegar aquí que las implicaciones de todos aquellos matones en el aeropuerto habían empezado a despejarse en su mente. Al MI6 le interesaba mucho llevarla a salvo de vuelta a Londres, y por eso tenía pocas preocupaciones en ese aspecto. Pero Sokolov era otra cuestión. El MI6 no sabía, todavía, cómo había llegado a Kinmen. No sabían nada de su compañero de viaje. Ahora que había conseguido llegar a suelo taiwanés, Sokolov era (por usar una fea expresión que se quedaba corta) un inconveniente. Pero si ella fuera a dejarlo aquí tirado (lo cual sería fácil) tendría que pasarse el resto de su vida evitando los espejos.

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