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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (32 page)

Primero lo oímos y después lo olimos. Un violento alboroto de ruidos, carcajadas y voces, que se oía más fuerte o más flojo según se abrían o cerraban las puertas. Después, una peste a pescado en mal estado, verdura podrida y pedazos de carne llena de gusanos, que habían lanzado al patio para los perros o para que se descompusiera con el bochorno del verano. En las habitaciones del piso superior de aquella taberna, antigua y alta, había ventanas con luz, y era evidente que estaban atiborradas de gente, en un estado de cierta excitación.

—Ata al perro —ordenó Cricklebone bruscamente.

Cuando hube atado a
Lash
con la correa bien corta a una anilla de hierro en la pared de la taberna, Cricklebone me agarró de la muñeca y se metió en un pasaje con el techo muy bajo. Tosí un poco al notar que el hedor cambiaba e incluía caballos. Siguiendo su figura agachada, llegamos a una puerta a nuestra derecha. Cricklebone había hecho bien su trabajo: parecía conocer cada rincón del local. Me condujo dentro.

Sin que nadie nos viera llegar, aparecimos entre el gentío del bar como por arte de magia. Hacía un calor horroroso allí dentro. La gente bebía y reía en pequeños grupos animados entre donde estábamos nosotros y la barra, y estaba tan abarrotado que pensé que me iba a asfixiar. Cricklebone intentaba abrirse paso a través de la aglomeración repitiendo amablemente «discúlpeme». Se agachaba y movía la cabeza como un ganso, pero la gente no le hacía ningún caso.

—Oh, por el amor de Dios —murmuré, y fui abriendo paso ante él, empujando y escabulléndome entre la gente que nos obstruía el camino—. Nadie te disculpará en un lugar así —le dije a Cricklebone por encima del hombro—. Simplemente hay que saber utilizar los codos.

Cuando me volví para seguir avanzando me encontré un hombre delante, cerrándome el paso.

—¿Quién te crees que eres, yendo así ensuciando a la gente? —Me mostró la manga de la camisa para demostrar que, sin darme cuenta, le había dejado una mancha de hollín—. Fuera de aquí, deja de manchar de negro a todo el mundo.

Otros dos hombres se unieron a la protesta.

—Sí, que lo saquen de aquí.

—¿Qué hace un deshollinador aquí dentro? ¿Qué será lo siguiente?

Me estaban rodeando de manera amenazadora, pero de repente noté como alguien me agarraba del cuello de la camisa, y los hombres se quedaron con la palabra en la boca mientras yo desaparecía, caminando hacia atrás entre la gente e intentando disculparme debajo de la capa de hollín que llevaba encima.

—Los codazos te pueden meter en un buen lío, si no vas con cuidado —me regañó Cricklebone, soltando el cuello de la camisa al llegar a las escaleras—. Estás haciendo que llamemos la atención —añadió entre dientes—. Ven conmigo.

Compungido, lo seguí hacia arriba por la escalera, apretándome contra el pasamanos para pasar entre parejas de hombres y mujeres abrazadas. Al subir oía alguna que otra carcajada aislada, mientras intentaba no manchar de negro las camisas de las señoras que ocupaban casi por completo la escalera.

Al llegar a lo alto oímos extraños gruñidos que se colaban entre el zumbido de las voces. La habitación de arriba se convertía en otra sala larga y sinuosa, sin muebles y con un techo de vigas. La atmósfera que se respiraba allí era completamente diferente de la de abajo. Estaba abarrotado de gente, hacía mucho calor y estaba muy oscuro; poco a poco me fui dando cuenta de que no había ni una sola mujer. Las voces de los hombres eran agresivas, y yo intenté no separarme de Cricklebone, para no llamar la atención. Rodeado de gente más alta, no podía ver nada de lo que pasaba y tardé un buen rato en fijarme que al fondo de la sala había un espacio vacío, y que el aire estaba cargado de expectación, como si los hombres estuviesen esperando el inicio de un combate de boxeo. Pero las jaulas bajas de metal que había en la pared, en cuyo interior unas criaturas con bozal gruñían y arañaban con las patas, rápidamente me indicaron que los que iban a luchar eran perros y no hombres. De repente pensé que era una suerte haber dejado a
Lash
fuera.

Cricklebone se agachó para hablarme al oído.

—Si ves a alguien que reconozcas —me advirtió—, haz como si nada. No te quedes mirándolo. No nos delates. —Había estado observando la muchedumbre con cuidado—. Ahí está Flethick —me susurró al oído—, y uno y dos más. ¡No mires!

En los rincones de la sala había parejas y grupos más numerosos de hombres, de pie, murmurando y echando vistazos al resto de la gente por encima del hombro. Unos hombres recaudaban dinero por la sala, apuestas por los perros, pero también vi que había dinero que cambiaba de manos por razones que nada tenían que ver con la pelea de perros.

Cricklebone encontró un rincón donde meterse, se apoyó contra la pared junto a una ventanita de cuatro cristales y sacó una pipa del bolsillo de la levita. Tenía una pinta desarreglada que no llamaba la atención entre la concurrencia, y cuando un hombre sin dientes se tambaleó hasta nosotros preguntando cuánto nos jugábamos, Cricklebone sacó unas monedas del bolsillo y le dijo que ésas eran las apuestas de él y de su joven acompañante, refiriéndose a mí. El hombre me dedicó un guiño, como si llegásemos al más sutil de los contratos. Tenía la cara picada, deforme y desfigurada, como si él mismo fuera un bulldog con mil combates a sus espaldas.

—¡Señores, señores! —se oyó una voz de repente—. Atención, empieza el combate. —Mientras toda la gente se apiñaba hacia el mismo lado, vi que el fondo de la sala lo ocupaba una especie de ring, un cuadrilátero delimitado por tablones de madera hasta la altura de la rodilla.

—¡No empujen! —gritó una voz—. ¡Y dejen paso! ¡Venga, dejen paso! —Acercaron hacia allí las jaulas y de dentro sacaron dos perros achaparrados y poderosos, con unas caras arrugadas y chatas, y la piel como un tapiz viejo y raído. Los perros no dejaban de gruñir, entrecerrando los ojos en ese ambiente cargado de humo. No estaba seguro de querer verlo. Ahuecando las manos contra el cristal, miré a través de la ventanita.

Soltaron los perros y la muchedumbre estalló en grandes vítores. Cuando uno de los perros se comió de un bocado una gran mosca que revoloteaba en el aire, fue recompensado con más rugidos de entusiasmo.

—¡Vaya un carácter para la lucha! —soltó entusiasmado alguien cerca de mí.

Fuera, la calle parecía tranquila. La ventana estaba sucia y repleta de grietas, y la mayor parte de su superficie era opaca, pero a través de una esquina más transparente pude ver el afilado campanario de la iglesia, al otro lado de la calle, y al nivel del suelo, las rejas del cementerio donde la noche anterior me había escondido mientras espiaba a Coben. Estiré un poco el cuello para ver si podía localizar a
Lash
, y así asegurarme de que estaba bien, pero desde la ventana no se llegaba a ver el sitio donde lo había atado. Justo en el momento en que iba a volver la cabeza hacia la pelea, una figura que se movía entre las sombras de la calle me llamó la atención.

Apreté la nariz contra el cristal e intenté atenuar los reflejos de la habitación con las manos. La figura caminó a lo largo de la calle, indiferente, pasando por delante del cementerio hasta llegar bajo la luz. Alto, fornido, vestido con ropa basta de color negro y sin sombrero. Sin lugar a dudas, era el contramaestre.

Pero estaba solo. ¿Dónde estaba Nick?

Avisé a Cricklebone tirándole de la manga.

En el ring, los perros estaban a punto para la lucha, contenidos por sus amos y azuzados por el entusiasmo del gentío que calentaba el ambiente. Uno de los perros arañaba los tablones del suelo, impaciente, intentando arremeter contra su adversario.

El contramaestre atravesó todo mi campo de visión, como si fuera a apoyarse contra la pared de la taberna o quizá entrar dentro. Y entonces el corazón me dio un vuelco, cuando vi aparecer corriendo a otra persona. Venía en dirección contraria y también pasó por delante del muro del cementerio; una figura con capa y sombrero negros, que se movía cautelosa y ágil, agarrando algo contra el pecho.

—¡Señor Cricklebone! —susurré, aporreándole el brazo.

—¿Qué pasa? —Se agachó tan cerca de mí que pude oler el aroma de su tabaco.

—¿No le dijo a su compañero que quemara el disfraz?

—Claro que sí.

—Entonces ¿qué me dice de eso?

El hombre de Calcuta estaba parado al otro lado de la taberna. Miraba a ambos lados de la calle. El objeto que llevaba entre las manos brilló por un instante y me pareció reconocerlo. De repente había desaparecido en dirección al río, y aunque no podía asegurar que lo que llevaba fuera el camello, tenía la misma forma.

Cinco segundos más tarde, el contramaestre volvió a cruzar la calle y se puso a correr también hacia el río, como si persiguiera al hombre de Calcuta. Corría más rápido que él y no tardaría en alcanzarlo.

—Rápido —me dijo Cricklebone, agarrándome del brazo—, vayamos tras de ellos.

Mientras pasábamos entre la muchedumbre, soltaron a los perros. Gruñendo salvajemente, saltaron el uno sobre el otro en un caos de dientes, pellejos y potentes patas en alto, arañando peligrosas. Parecía que los colmillos, desesperados por morder, resbalaran por encima de la superficie suave de sus cabezas de bolas de cañón.

—Discúlpeme —repetía una y otra vez Cricklebone.

Estaban muy igualados. Los seguidores los envalentonaban a gritos mientras los animales daban patadas y tropezaban sobre el ring de maderas, agarrándose el uno al otro por el cuello, aullando y haciendo crujir las mandíbulas al unísono. La sangre ya había hecho acto de presencia y les manchaba las cabezas en forma de líneas oscuras en la frente, mientras ellos saltaban y resbalaban juntos, invadidos de una furia violenta.

Nos estaba costando salir. La gente estaba tan apiñada alrededor de la pelea, chillando, que se habían convertido en un muro viviente, insensible a nuestras súplicas y nuestros intentos de avanzar, entre nosotros y la puerta. Cricklebone se dio por vencido, dejó de repetir «discúlpeme» y empezó a hacer fuerza con su cuerpo larguirucho para abrirse camino entre la multitud.

Los perros no mostraban ninguna señal de debilidad. Cada uno estaba decidido a acabar con su contrincante, volviendo al ataque con más furia a cada nuevo asalto, sin hacer caso de las heridas, incluso escarbando entre las matas de pelaje arrancado que había por el suelo de madera. Casi cómicamente, entre toda esa violencia, se sopesaban el uno al otro frunciendo el ceño, y volvían al ataque, yendo directos a por la yugular.

Al final llegamos hasta la escalera, y Cricklebone me hizo bajar delante, apoyándose en mi brazo desde atrás, casi empujándome con urgencia. Los bramidos continuaban en la sala de arriba, mientras los bulldogs se enfrentaban el uno contra el otro, todavía resistiendo, abriéndole heridas en la cara al contrario, mordiéndole ojos y hocico.

El calor intenso hacía que me resbalasen por la cara cascadas de sudor negro. Esta vez, mientras me abría paso entre la concurrencia del piso de abajo, presté poca atención a si manchaba o no a la gente, les pisaba los pies y les pegaba codazos en la espalda. Todavía se podía oír el violento clamor del piso de arriba, y justo cuando llegamos a la puerta, estalló un sonoro grito alborozado, como si finalmente uno de los perros hubiese acabado tendido en el suelo en silencio, sangrando por mil heridas, mientras al ganador se lo llevaban entre aplausos.

Nick abrió los ojos y no pudo creer lo que vio. ¿Campanas?

De repente, lo recordó todo. ¿Cuánto tiempo había estado allí arriba? ¿Cómo había podido quedarse dormido? Se incorporó y se frotó la nuca, que le dolía de tenerla tanto tiempo apoyada contra el canto de una viga.

Oyó un sonido hueco que venía de abajo. Todavía estaba completamente oscuro, pero había algo que se movía. El ruido se volvió a oír. Quizá había sido eso lo que lo había despertado.

Con cuidado, se puso de rodillas, miró hacia abajo desde el borde de los tablones y vio el largo pozo del campanario, guiando la vista por las cuerdas de las campanas que colgaban perdiéndose en la oscuridad. No podía ver nada. Pero le llegaban ruidos amortiguados a través del aire mohoso que se hacían cada vez más identificable. Y también le pareció distinguir el jadeo de una persona.

Su padre debía de estar subiendo para ver lo que hacía.

Intentando hacer el menor ruido posible, se levantó y se aplastó todo lo que pudo contra la pared del escondrijo. Pero la pistola se le salió del cinturón sin que lo notara, y antes de que pudiera atraparla, cayó, rebotó sobre los tablones del suelo y se perdió en las profundidades del hueco del campanario.

El sonido de movimiento paró justo en el momento en que el arma golpeó el suelo con un ruido metálico, a muchos metros por debajo de donde estaba Nick. ¡Vaya un idiota! Se había olvidado por completo de que llevaba una pistola.

—¿Qué es esto?

Una voz le llegó desde las profundidades y Nick se quedó paralizado, mientras que el eco de las palabras se iba apagando. Hubo unos segundos de silencio y luego el sonido de unos pasos lentos pero resueltos.

Nick tragó saliva. De repente se sintió completamente despierto y lúcido. Podía ver las campanas brillando tenuemente bajo la luz de la luna. Los pensamientos le fluían a toda velocidad. La voz no era la de su padre. La voz de abajo era de Coben, el hombre a quien le habían mandado matar. Coben sabía que arriba había alguien. Y subía a por él. De repente, Nick estuvo seguro de que iba a morir. Tan sólo había dos caminos para salir de allí: bajar por la escalera y encontrarse con Coben, o tirarse por el hueco hasta el rellano, a unos quince metros de distancia. El sonido hueco de los pasos seguía resonando en la torre, y el jadeo se oía cada vez más y más cercano. ¡Si no le hubiese caído la pistola…!

No pudo resistirse a echar un vistazo, entre las campanas, al abismo. No se veía nada. Entonces se oyó un poderoso estallido, y el campanario entero pareció retumbar. Una de las campanas soltó un tañido agudo, como un zumbido. Nick tardó unos pocos segundos en darse cuenta de que había sido una bala. Se escondió de nuevo en el escondrijo.

Coben le estaba disparando. Seguramente había recogido la pistola. Y estaba apuntando hacia las campanas, intentando dar a Nick.

—¡O bajas por las buenas o te hago bajar de un tiro! —Las palabras sonaban confusas por el eco de la piedra. Pero quedaron muy claras cuando llegó el segundo disparo, atravesando el aire con un estallido y golpeando las campanas.

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