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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (33 page)

Nick dio una patada a la campana que tenía más cerca y ésta se balanceó lentamente hasta rozar la de al lado. No hubo ningún sonido. Pero cuando la campana volvió hacia Nick, éste la impulsó de nuevo con el pie, y la campana, de mala gana, soltó un tañido profundo, estremecedor. Nick puso en movimiento la otra campana. ¡Ojalá pudiera llamar la atención de la gente de la calle! Los tañidos sonaban cada vez más fuerte, mientras las campanas iban de un lado para otro, y cuando volvían hacia él, Nick les daba otra patada, obligándolas a formar un amplio arco para que sonaran con toda su fuerza. Bajo ellas, las cuerdas serpenteaban como locas, chasqueando a través del aire caliente de la torre, ondeando violentamente. A Nick le zumbaban los oídos por el estruendo, pero no dejó de dar patadas, propulsando cada campana, animándose con cada tañido ensordecedor, jadeando por el esfuerzo. Las campanas iban de aquí para allá; todo lo demás, cualquier idea, se perdía entre el ruido.

Al alejarse una campana, Nick vio el rostro de Coben justo debajo de él. Lo miraba, agarrándose a una viga bajo la estructura de las campanas, con el rostro húmedo y los dientes apretados en una mueca asesina. La campana regresó en su balanceo y lo ocultó, pero cuando volvió a alejarse, ahí estaba Coben, con la pistola en alto, apuntando entre las campanas hacia el rostro de Nick.

Nick apretó la espalda contra la pared del escondrijo y su puño se cerró alrededor de algo duro y desconocido.

¡La espada! Al reconocerla, respiró tan hondo que el ruido del aire al entrar en su boca casi ahogó el tañido de las campanas. Coben seguía apuntando, esperando el momento oportuno para disparar, entre el ir y venir de las mismas. Y tenía ventaja. Estaba demasiado lejos para que Nick pudiera alcanzarlo con la espada, y si no tenía cuidado, la acabaría dejando caer también. Los dos se miraron fijamente al separarse las campanas. Durante un segundo, la luz de la luna rebotó en el metal, iluminó el rostro de Coben e hizo centellear un diente de oro reluciente, un peligroso destello en una mueca asesina.

Y entonces Nick alzó la espada.

Durante lo que pareció el segundo más lento de su vida, dio un paso adelante y de un solo golpe partió la cuerda que aguantaba la campana más cercana. Mientras el repicar tronaba en la torre, Nick la vio caer y precipitarse sobre Coben, que aterrorizado levantó el brazo para protegerse del peso que caía a plomo encima de él.

Había muchos metros hasta el suelo. Y entre el tañido ensordecedor, Nick no pudo estar seguro de haber oído un largo grito perdiéndose en el vacío.

Fuera de la taberna, cuando desaté a
Lash
, le di el abrazo más tierno, empalagoso y cariñoso de su vida. Cricklebone ya corría a grandes zancadas en dirección al río y pensé que no conseguiría atraparlo. Pero el alivio de respirar aire fresco, tras la suciedad, el humo y los pelos de perro del interior de la taberna, me animaron a correr tras él y en menos de medio minuto lo encontré agazapado en un portal sin iluminar.

Había algo tendido sobre la paja y el fango, en un rincón de la calle, y llevaba la ropa del hombre de Calcuta.

—No es su… —empecé a decir.

—No, no es McAuchinleck. —Cricklebone permaneció callado, sin aliento. Se quedó mirando el camino que llevaba al río, donde tan sólo unas pocas cabañas desvencijadas nos separaban de los barcos infestados de ratas.

—¿El contramaestre ha escapado? —le pregunté.

—Por el momento, sí. —Parecía que hablara más consigo mismo que conmigo, mirando a un lado y después al otro, como si esperara a alguien.

—¿Está… muerto? —pregunté, mirando nerviosamente a la figura inerte que yacía junto a la pared y tirando de
Lash
para que no la olisqueara. Cricklebone parecía estar especialmente inquieto, casi temblando de nervios. Contemplé las luces sobre las aguas sucias del río y respiré hondo.

Entonces oí algo repicando, y cuanto más hondo respiraba, más fuerte parecía sonar.

De repente Cricklebone me miró.

—Campanas —exclamó asombrado.

Y eran campanas. Desde la iglesia que estaba en lo alto de la colina de la que veníamos en ese momento, nos llegaba el repicar menos musical y más escandaloso que Londres debía de haber oído en toda su historia. Como el alarido desesperado de alguien necesitado de ayuda. Su urgencia discordante me caló los huesos y la piel se me puso de gallina en el cargado aire de la noche.

—Vamos.

Cricklebone corrió al galope colina arriba. Había gente asomando la cabeza por las ventanas de Las Tres Amigas, y más que se arremolinaba en la calle y delante del muro del cementerio. Un hombre se nos acercó mientras corríamos.

—He enviado a un par de hombres dentro, señor.

—Muy bien. ¿Dónde está McAuchinleck?

—Allí, señor Cricklebone, delante de la taberna. —Pero McAuchinleck ya nos había visto llegar y vino a nuestro encuentro, en mitad de la calle. Tenía una expresión grave en el rostro, muy diferente de la que había mostrado bajo el disfraz oriental. Llevaba un bigotito pelirrojo.

—Llegas tarde —le dijo Cricklebone secamente—. El contramaestre se ha hecho con el camello y ha huido. Y acaba de matar a una persona.

—¿A quién?

—No lo sé. —Cricklebone sonaba preocupado—. ¿Qué has hecho con el disfraz?

—Lo quemé, tal como me ordenaste.

—¿Estás seguro?

McAuchinleck se quedó mirándolo.

—Por supuesto.

Las campanas seguían sonando. ¿Dónde estaba Nick? Veía a los policías correr de un lado a otro; algunos hablaban con el gentío que se había reunido delante de Las Tres Amigas, y un par de ellos iban en dirección al río. ¿Qué demonios estaba pasando? Al mismo tiempo que vi un par de sombras merodeando delante del muro de la iglesia, las campanas empezaron a callar. Su sonido se fue debilitando hasta morir definitivamente. El silencio que se cernió sobre aquella noche calurosa era pesado y cargado de malos presagios. Alcé los ojos hacia la torre decorada del campanario, una punta negra recortada contra el cielo neblinoso, y por un momento o dos pareció reinar un silencio tan inmóvil y siniestro que llegué a pensar que las campanas habían tocado sin que nadie las hubiera hecho sonar.

En el cielo, dejándose llevar por una corriente de aire, un cuervo bajó en picado, se quedó revoloteando alrededor de la torre negra y después desapareció en la oscuridad, soltando un graznido ronco, distante.

Cricklebone había ido a grandes pasos hacia la taberna, a petición de McAuchinleck, y me quedé solo con
Lash
en medio de la calle. De repente me sentí indefensa. Había mucha actividad alrededor de la puertecilla del campanario y al final pude oír un grito de consternación general. Estaban sacando a alguien de dentro y para hacerlo parecían hacer falta muchos oficiales. Unas figuras negras forcejeaban en la explanada gris, y de repente oí la voz de Coben alzándose por encima del tumulto, gritando improperios. ¡Lo debían de haber arrestado! ¿Habría sido Coben quien había hecho sonar las campanas?

Justo cuando iba a marcharme hacia la taberna, vi que salía otra figura por las puertas del cementerio, entre dos policías. Una figura que medía la mitad que ellos.

Me vio, y cinco segundos más tarde nos estábamos abrazando. Sus lágrimas de alegría me mojaban el cuello, mientras
Lash
saltaba emocionado a nuestro alrededor.

En un primer momento pensé que a Nick le había pasado algo horrible, porque cuando le hablé, me pareció que no me oía. Simplemente estaba allí de pie, aturdido, limpiándose con una sucia manga las lágrimas de las mejillas. Pero después me explicó que le zumbaban los oídos por haber estado tan cerca de las campanas.

—No puedo oír —dijo en voz muy alta, y entonces añadió—: ¿Habéis encontrado a mi papá?

Cricklebone había desaparecido en dirección al río, y fuimos siguiendo sus pasos, a través de callejuelas oscuras. Un policía de la comisaría de la calle Bow corrió detrás de nosotros para detenernos, pero antes de que tuviera tiempo de preguntarnos quiénes éramos, ya habíamos salido pitando hacia los muelles. Nick parecía saber cuál era el mejor camino. Cuando llegamos resollando a la oscura esquina más cercana al río, Nick ya había recuperado parte del oído, y pude explicarle quién era Cricklebone.

—Mi papá —me contó sin aliento— me envió a lo alto de la torre para matar a Coben. Está desesperado. Es capaz de hacer cualquier cosa.

—Ya lo ha hecho —repliqué, recordando el cadáver vestido con la ropa del hombre de Calcuta.

—¿Cómo?

—Hemos encontrado… por lo menos… —No sabía cómo explicárselo. ¿A quién habíamos encontrado?

—Debe de estar escondido en los muelles —supuso Nick—. Conoce todos los rincones. En las bodegas húmedas, donde ni tan sólo el olfato de un perro podría encontrarlo. A bordo de los barcos. Arriba, en los aparejos. Puede estar en cualquier sitio. Nunca lo encontrarán. Habrá huido con la siguiente marea.

—Pues vamos.

Tiré de
Lash
y fuimos hacia los almacenes que se alineaban a la orilla del río, hacia los embarcaderos mugrientos y los navíos chirriantes. Nunca había estado de noche en aquella zona y me resultó tremendamente inquietante. Parecía haber ojos espiando desde las sombras continuamente, no paraba de oír silbidos o pasos huecos que me hacían botar de miedo. Mientras avanzábamos, caminaba tan cerca de Nick que incluso lo pisaba. Había decidido no separarme de él para nada y esperaba que en cualquier momento apareciera la figura angulosa de Cricklebone de entre las sombras. La marea estaba alta; desde el muelle se podía saltar fácilmente a la cubierta de los botes pequeños. Nick tenía razón. El contramaestre podía haber desaparecido en segundos, en ese laberinto de mástiles y cabos. Entonces vimos una luz débil en un pequeño bote y a un chico de más o menos nuestra edad, que nos miró sin sonreír desde detrás de una gorra negra.

De repente,
Lash
se lanzó al borde del agua.

—¡Alto! —le grité, pero él me seguía arrastrando, gimiendo. ¿Qué habría encontrado? Un gato, sin ninguna duda, o una rata de agua, o algo que estaba pudriéndose en el muelle pero que a él le resultaba apetitoso. Di un par de pasos hacia
Lash
y mis pies tropezaron con algo sólido, que rodó hasta el borde del agua con un ruido metálico. Tras recuperarme del susto, me agaché a recogerlo.

Era el camello.

No podía creerlo.

—¡Mira! —exclamé agarrando a Nick por el brazo. Sujeté el camello por las patas y le desenrosqué la cabeza. Estaba completamente vacío. La cabeza de mirada ausente descansó sobre la palma de mi mano.

—Y así pues, ¿dónde está el hombre de Calcuta? —preguntó Nick.

—Es difícil de explicar —murmuré, agitando el camello para asegurarme de que no había nada dentro. Mientras estábamos allí en silencio, pude oír el eco de una conversación procedente de uno de los cobertizos cercanos al agua. Al aproximarnos, pudimos ver una tenue luz que se colaba por la puerta entreabierta.

Fuimos silenciosamente hasta la entrada y miré por la rendija. Era una choza diminuta, sin muebles. Cricklebone estaba buscando algo entre harapos y telas. Y McAuchinleck también estaba allí, en una postura rara, sujetando contra la pared a un hombre maniatado. Las sombras eran alargadas y el lugar olía a madera podrida y a orines.

—Aquí no hay nada —dijo Cricklebone.

McAuchinleck pareció sujetar con más fuerza al hombre corpulento, al que mantenía inmovilizado, y al moverse pude ver que era Fellman, el fabricante de papel, de mal humor y sin afeitar.

—Escucha bien —dijo Cricklebone, dirigiéndose a Fellman—, tenemos un soplo de Tenderloin. ¿Cuándo lo viste por última vez y qué te dio?

Fellman escupió al suelo con evidente placer.

—No conseguiréis sacarme nada —gruñó—. Ya os he dicho que no había ningún trato.

—¿Quién es éste? —me preguntó Nick en un murmullo demasiado audible.

—Chist —le respondí, pero era demasiado tarde. Cricklebone abrió la puerta de par en par, alzó la lámpara y nos vio allí de pie, harapientos y cansados. Yo me quedé con la boca abierta, a punto de ofrecerle alguna explicación.

—¿Qué hacéis aquí? —ladró—. Volved a la taberna. Aquí corréis peligro.

—Señor Cricklebone —dije, y le enseñé el camello—. He… bueno… he encontrado…

Salió de la cabaña.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó con urgencia, acercándome la luz a la cara.

—En el suelo, allí detrás. —Señalé con el dedo—.
Lash
lo encontró. Casi lo envío al río de una patada.

Cricklebone lo agarró y fue a desenroscar la cabeza.

—Está vacío —le dije amablemente.

—¿Cómo?

Asentí en silencio.

Acabó de desenroscar la cabeza y agitó el animal. Nada. Clavó los ojos en las aguas negras del río.

—Quedaos aquí —nos ordenó, y volvió a entrar en el cobertizo.

Me senté en la dársena oscura, tiré de
Lash
para que viniera a mi lado y me quedé con las piernas colgando sobre las aguas negras. Un hedor cálido se alzaba de los tablones del embarcadero. Río abajo, el horizonte se teñía de gris con las primeras luces del alba. En un par de horas el sol volvería a estar en lo alto, bien caliente, y el muelle herviría de vida. Bostecé, abriendo mucho la boca.

—Dentro de poco amanecerá —dije. Rebusqué en mis bolsillos para asegurarme de que seguía allí todo lo de mi caja de tesoros que Cricklebone me había devuelto. Nick se acercó a mí y se sentó a mi lado.

—¿Qué crees que ha pasado? —me preguntó.

—No estoy muy segura —contesté sin saber qué decir. Me esforzaba por encontrar el sentido a todo lo que había pasado aquella noche. De pronto, estando allí sentados, me di cuenta de lo cansada que estaba.

—El hombre de Calcuta era el señor McAuchinleck disfrazado —le expliqué—. El policía que está aquí dentro. Siempre ha sido él. Pero…

—Pero ¿qué?

—Hoy tu padre acaba de matar a un tipo que tiene exactamente la misma pinta que el hombre de Calcuta. Y le ha robado el camello.

—Y lo ha vaciado —dijo Nick.

—Creo que sí.

Se oyeron unos gritos confusos desde el cobertizo y después todo volvió a la calma. Me costaba mucho decidir por dónde continuar la historia. Días atrás Nick me había dicho con desdén: «Esto no es un juego, ¿lo sabes, Mog?». Esas palabras se repetían en mi cabeza, como si las comprendiese por primera vez. Buena parte de nuestra aventura me había parecido un juego. Pero en ese momento, sentados los dos en el sucio borde del muelle vencidos por el cansancio, todo parecía mucho más serio y terrible.

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