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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (34 page)

—¿Qué ha pasado en la torre del campanario? —le pregunté finalmente.

Nick tardó un poco en contestar, y cuando lo hizo le temblaba la voz.

—Me hizo subir a la torre. Mi papá me dijo que Coben se escondía en lo alto, entre las campanas. Pero cuando llegué, no estaba allí y tuve que esperar.

—¿Y entonces volvió?

—Hum. —No quería hablar de ello. Desvió la mirada hacia el montón de papeles y de tesoros que yo tenía en las manos—. ¿Qué tienes ahí?

—Cricklebone me los ha devuelto —dije, sintiendo vergüenza de que viera la muñeca de madera y
El libro de Mog
, basto y grueso—. Son los papeles que me llevé de la guarida de Coben y… otras cosas mías. ¿Sabes quién me lo había robado? Se los había llevado el mismo Cricklebone.

—¿Qué es esto?

Los ojos de Nick se habían posado en el brazalete. Para no perderlo, me lo había puesto en la muñeca. Me quedé sorprendida cuando Nick alargó la mano y me lo quitó.

—Es mi…

—Pero ¿qué haces con esto? —dijo.

Intenté improvisar una respuesta. Seguramente, Nick pensaba que un brazalete era una cosa bien estúpida de conservar. Y supongo que lo era, un poco…, pero…

—¿Se puede saber qué haces con esto? —repitió en tono agresivo.

—Nick —dije—, devuélvemelo. Se te puede caer.

Se puso de pie. El brazalete brillaba en sus manos, reflejando el farol del cobertizo y las luces balanceantes de los barcos cercanos.

—¿QUÉ… HACES… CON ESTO? —repitió.

Me quedé boquiabierta. No sabía qué responder realmente. De pronto me dio miedo, como cuando, anteriormente, había empezado a preguntarme sobre el nombre de «Damyata» en la vieja casa incendiada.

—Es… es mío —tartamudeé con nerviosismo—. Lo tengo desde siempre.

—¿Qué quieres decir con que lo tienes desde siempre?

—Bueno…, toda mi vida lo he tenido. Es de mi madre.

—Mientes, ¿verdad?

—No. Claro que no. Es…

—Es mío —gritó—. Soy yo quien lo tiene desde siempre. ¡Es de mi madre! ¿Qué pretendes? ¿Por qué quieres hacerte pasar por mí a todas horas?

—Yo no me hago pasar por ti —repliqué—. Nunca he querido hacerlo. Yo no sabía que… —No podía entender por qué estaba tan enfadado y, a mi pesar, los ojos se me llenaron de lágrimas. —Devuélvemelo —le supliqué—. No sé de qué hablas.

—Claro que lo sabes —insistió en un tono acusador—. Éste es mi brazalete, es de mi madre, Imogen. Me lo dieron, con su carta, cuando era pequeño, hace tanto tiempo que no puedo recordarlo. Entonces, ¿cómo puede ser que sea tuyo?

Sentí algo extraño. Me acababa de acusar de hacerme pasar por él, pero ahora era él el que parecía querer hacerse pasar por mí. Lo que decía no podía ser verdad, pero al mismo tiempo, en alguna parte remota de mi cabeza, todo empezaba a cobrar sentido. Esa noche había pronunciado el nombre de «Imogen», un nombre por el que nadie me habían llamado en años. Pero al decirlo, no se refería a mí…

—Nick —dije—, creo que puedo explicarlo todo.

Todavía no podía, por supuesto. Pero sí tenía la extraña sensación de que algo increíblemente importante había sucedido, o estaba a punto de suceder. Incluso demasiado importante para ser verdad. Las implicaciones de esa idea se filtraban y extendían por mi cerebro con una creciente sensación de cálida emoción que me hacía sentir júbilo y terror a partes iguales. Sabía la verdad, pero todavía no acababa de comprenderla.

Bajo mis pies, que colgaban del borde del muelle algo golpeó contra los grasientos pilares de madera que sostenían el embarcadero. Bajé la mirada, pero no pude ver nada en las aguas plomizas. Noté otro golpe.
Lash
asomó la cabeza por el borde del malecón y ladró tres o cuatro veces. Extendí el brazo hacia las aguas y al estirarlo el máximo posible, noté algo flotando, una tela basta al tacto.

El corazón se me heló.

—Nick —exclamé, extendiendo la mano hacia él. Seguía a mi lado, silencioso y desconfiado. Estuve a punto de decirle que mirara lo que había abajo, pero pensé que era mejor no hacerlo.

—Señor Cricklebone —grité entre dientes—. ¡Señor Cricklebone!

Cricklebone se acercó con una lámpara. La luz centelleaba sobre la superficie del sucio río, y creo recordar que solté un grito cuando iluminó al contramaestre, flotando boca abajo, con la cabeza golpeando débilmente contra el pilar de madera.

15. MUERTE II

Cuando todo hubo acabado, se puso a llover. Unas gotas grandes y negruzcas atravesaban el aire cargado, salpicando y ensuciándolo todo en la ciudad recalentada. La lluvia hizo que los gastados adoquines de las calles brillaran y formó torrentes que corrían por los bordillos e iban a desembocar en charcos aquí y allá, en mitad de la acera; convirtió el polvo de las callejuelas traseras en lodazales donde te hundías hasta el tobillo; hizo crecer las negras aguas del río, que engulló la grasienta alfombra de trapos, botellas y animales muertos que se acumulaba en la apestosa orilla, entre las aguas y los muros de los embarcaderos.

Los rumores zumbaban por la ciudad como gruesas moscas negras. Lo único cierto era que cada historia contradecía las demás. Tassie, con su habitual aire de autoridad, me había asegurado que habían encontrado a dos miembros del Parlamento muertos dentro de una cesta de serpientes, y que el capitán del barco mercante había sido sentenciado a ser ahorcado del mástil de su propio navío, acusado del asesinato de su contramaestre, quien en realidad era un policía disfrazado.

En el taller estábamos imprimiendo toda clase de periódicos que describían los crímenes, cada uno deseoso de superar en ventas a los otros, por lo que incluía nuevos detalles más escabrosos y fantásticos; pero no hace falta decir que ninguno de ellos ayudaba a entender exactamente en qué habíamos estado metidos las dos últimas semanas. La noticia de que yo había estado involucrado en el asunto no tardó en propagarse; en algunas versiones yo era el héroe de la historia, a juzgar por el gran número de personas que pasaron por el taller durante los primeros días a felicitarme. Al principio, intenté protestar.

—Yo no hice nada, en realidad —les decía—. Yo no atrapé a nadie. Ni siquiera sabía qué estaba pasando.

Pero nadie parecía creerme; me pellizcaban la mejilla y me daban la mano con admiración a pesar de mis negativas. Así que al final dejé de protestar y acepté los halagos.

—Fue una mezcla de suerte y de… bueno, de tener los ojos bien abiertos —empecé a explicar a la gente, tímidamente, mientras me admiraban con un respeto renovado—. Pero tuve un poco de ayuda… aquí y allá.

Pasados unos días empezó a ser imposible ir a cualquier parte sin oír a la gente hablando del diablillo de la imprenta que había acabado con toda una banda de malhechores él sólito, y eso me hacía sentir tan importante que incluso llegué a creérmelo.

—Bueno, he de admitir que si un día no hubiese visto en el muelle que Jiggs y Coben tramaban algo, al final se habrían salido con la suya —presumía—. Y tampoco se esperaban que yo espiara a Fellman cuando estaban tramando sus malvados planes. Pero por supuesto, no puedo explicar mucho más sobre el tema, porque los agentes de la comisaría de la calle Bow me han pedido que guarde en secreto ciertos detalles.

Toda esta fama significó que no tuviera demasiado tiempo para mí los primeros días después de que todo acabara, y no había tenido ni un momento libre para ir a ver a Nick.

De hecho, ésa era la excusa que yo me ponía, pero la verdad era que sentía terror ante la idea de ir a visitarlo. La última vez que lo había visto, él estaba muy enfadado conmigo. Se puso a chillarme y se comportó de una manera inexplicable. Tras encontrar el cadáver del contramaestre en las aguas del Támesis, Cricklebone me envió a casa, y los dejé en el muelle. Nick estaba muy afectado, parecía muy niño con el brazo de Cricklebone rodeándole los hombros. Creí que Nick no querría volver a verme nunca más, que debía de culparme por todo. A pesar de toda mi fanfarronería pública, deseaba secretamente no haber estado involucrada en el asunto, no haber sido tan entrometida y no haber metido a Nick en todo aquello. Habíamos vivido muchas aventuras, pero en aquella horrible última noche había ocurrido algo que nos había unido de una manera que ninguno de los dos sabía explicar. Sin embargo, el miedo no me dejaba enfrentarme a todo eso, e intentaba evitar el encuentro.

Ya había pasado una semana desde el desenlace y Cramplock me había enviado a hacer mis recados habituales, como la entrega de pedidos a sus clientes: una bolsa de lona rebosante de octavillas, cartas, facturas. Había acabado el reparto y volvía hacia la imprenta con la bolsa en la cabeza para resguardarme de la lluvia cuando, a pocos metros del taller, mientras llamaba a
Lash
, que chapoteaba en los charcos con el mismo deleite que un bebé, choqué literalmente contra Nick en la esquina. Tenía una pinta tremendamente descuidada.

Al principio no nos dijimos nada. Yo me sentía avergonzada. De pronto, por un instante, las aventuras de la semana anterior me parecieron de otra vida. Nos quedamos allí parados, mojándonos, como si nos viéramos por primera vez.

—Pensé en venir a verte —dijo él finalmente.

—Siento no haber ido yo antes —me esforcé en decir—. Hemos estado… —Estuve a punto de decir que habíamos estado muy ocupados en la imprenta, pero me di cuenta de lo patético que sonaba, de manera que callé.

Lash
vino corriendo cuando se dio cuenta de que Nick estaba allí y hundió su hocico húmedo en la palma del muchacho.

—¿Estás bien? —preguntó, en parte dirigiéndose a mí, en parte a
Lash
.

—Estamos bien —contesté—. ¿Y tú?

Levantó la vista.

—Pensé que me habías abandonado —dijo en voz baja, con la lluvia resbalándole por las mejillas.

La policía había entrado en la casa del patio de La Melena del León para registrarla, buscando pruebas e información, impidiendo la entrada en casa, llevándose cosas. Por suerte, una de las cosas que se habían llevado fue a la señora Muggerage. La habían arrestado acusada de guardar objetos robados, mientras las investigaciones seguían su curso para determinar hasta qué punto estaba involucrada en los diversos crímenes que se le imputaban al contramaestre. Nadie había mostrado demasiado interés por Nick, y éste había estado viviendo en casa del señor Spintwice. Estaba aterrorizado ante la idea de tener que volver a vivir con la señora Muggerage, en el caso de que ésta fuera puesta en libertad; mientras tanto intentaba no pensar en ello.

Lógicamente Cramplock se quedó sorprendido cuando aparecí en la puerta con Nick a mi lado, pero su primer pensamiento fue ayudarnos a secarnos. En un ataque de amabilidad, nos empujó hasta la chimenea que había en la trastienda, sacó de alguna parte un par de toallas viejas e incluso nos sirvió leche caliente recién hervida.
Lash
se agazapó delante del fuego y se dedicó a lamerse el agua de la lluvia.

Me puse una de las toallas sobre los hombros y Nick se sacó la empapada camisa y la dejó sobre el respaldo de una silla, cerca del fuego. Cuando ya empezábamos a tener secos la ropa y el pelo, y el fuego nos hacía brillar las mejillas, Cramplock se decidió a expresar su sorpresa inicial.

—¿Sabéis? Cuando habéis aparecido en la puerta habría jurado que veía doble —dijo—. ¿Nunca os han dicho que los dos sois…, que vosotros…, vaya, que se os puede confundir a uno con el otro?

Nick me dedicó una mirada significativa.

—Una o dos personas se han dado cuenta, sí, señor Cramplock —dije solemnemente.

Cramplock volvió al taller y nos dejó solos, y Nick y yo intentamos reconstruir los hechos de los últimos días. Aunque habíamos tomado parte en ellos, estábamos tan perdidos como el resto sobre lo que había pasado exactamente. Desde aquella noche en el muelle, no habíamos vuelto a ver a Cricklebone, ni a ninguna otra persona que nos pudiera explicar qué había pasado. Y cuanto más intentábamos entenderlo, más detalles encontrábamos que parecían no encajar o que no tenían sentido.

El cabecilla de los criminales era sin duda el hombre al que llamaban Su Señoría. Era evidente que había estado utilizando su influencia sobre personas como Follyfeather, de la oficina de la Aduana, para sacar provecho del contrabando en Londres. Por lo que parecía, tenía una gran red de criminales que actuaba a sus órdenes, que trabajaban para él aunque aparentaban que trabajaban los unos contra los otros. Personajes como Flethick y sus amigos estaban dispuestos a pagar grandes sumas de dinero a cambio de los polvos, que quemaban y fumaban en sus extraños encuentros nocturnos. Al mismo tiempo, ellos también se llevaban un importante beneficio vendiéndolos a otra gente.

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