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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (36 page)

Intenté mirar a Nick y dedicarle una sonrisa, pero mis labios no supieron arquearse de la forma correcta y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Mi madre —dije.

Temía que, si me ponía a llorar, él pensara que yo era idiota o que hacía cosas de niñas. Pero su cara y su voz estaban cargadas de comprensión, y de repente supe que él se había dado cuenta exactamente de lo mismo y exactamente al mismo tiempo.

—Nuestra madre —repuso suavemente.

Había llegado en un barco, como
El Sol de Calcuta
, desde las Indias Orientales doce años atrás, igual que nosotros, sus mellizos. Por la carta era imposible deducir si habíamos nacido en tierra o en mar, pero al llegar a Londres éramos todavía unos bebés indefensos, eso era evidente. Nos habían puesto al cuidado de un amigo de la familia o de un pariente, cuyo nombre se había perdido y que claramente no había podido tenernos a su cargo por mucho tiempo. Entonces entendí cómo había ido a parar al orfanato, pero las razones por las que el contramaestre había reclamado a Nick como hijo eran menos claras.

Pero mientras hablábamos, acabé convencido de una cosa. El hombre de Calcuta nos lo habría podido explicar todo. En aquella noche de calor insoportable, unos pocos minutos de terrible violencia frente a la taberna de Las Tres Amigas nos habían robado, seguramente, nuestra única oportunidad de descubrir quiénes éramos realmente. Había venido para buscarnos, y nosotros habíamos estado todo el tiempo huyendo de él. «Debemos hablar», decía su nota. Pero ya era demasiado tarde.

A partir de ese momento casi no dejé que Nick se apartara de mí. Pasaba todo mi tiempo libre con él en la tienda del señor Spintwice, y él ocupaba buena parte del día ayudándome en la imprenta. Cramplock parecía realmente contento de que yo hubiese encontrado un hermano del que antes nada sabía, pero curiosamente, no se lo veía muy sorprendido. Nos trataba con gran amabilidad, aunque seguía haciéndonos trabajar duro, y a menudo nos reprendía y nos daba prisa si nos veía hablando de la aventura del camello en lugar de concentrarnos en el trabajo. Todavía no había reunido suficiente coraje para decirle que era una niña y no un niño, y le había pedido a Nick que lo mantuviera en secreto. Era correr un riesgo demasiado grande. A pesar de todo lo que había pasado, no tenía ninguna duda de que decidiría que una chica no podía ser el aprendiz de un impresor.

Pensamos que podríamos descubrir más cosas cuando, una semana más tarde, el señor Cricklebone fue a visitarnos a la tienda de Spintwice. El enano nunca había tenido un invitado tan alto en casa, y Cricklebone tuvo que doblar casi todas las articulaciones del cuerpo para poder pasar por la puerta. El señor Spintwice fue muy educado, pero su expresión fue fría a lo largo de toda la visita, como si creyera que la gente no tenía ningún derecho a ser tan alta, y que si estuviera en su poder, los ilegalizaría.

Cricklebone había venido a tomarnos declaración. Seguía reuniendo pruebas para utilizar contra los criminales. Pero al final resultó ser él el interrogado, ya que Nick y yo lo abrumamos a preguntas desde el momento en que llegó. No quería contestarnos y todo lo que hacía era tratar de evitar el tema o rascarse su considerable nariz.

—Todavía corren muchas habladurías por Londres —dijo a modo de excusa.

—Esto no son habladurías —replicó Nick—. Queremos saber qué pasó en realidad.

Cricklebone se sentó en una silla, tomando sorbos de té e intentando no mover demasiado sus desgarbados codos para no hacer caer ningún reloj de los estantes del señor Spintwice.

—«Realidad» no es una palabra fácil —repuso con aire ausente. Dejó la tacita sobre la mesa y sacó un lápiz y un pedazo de papel doblado, dispuesto para tomar algunas notas—. Muy bien —empezó a hablar, lápiz en mano—, quizá vosotros podáis…

—Quiero saber qué hacía el señor McAuchinleck —lo interrumpí—. ¿Fue realmente el hombre de Calcuta todas las veces? ¿Era él quien estaba escondido en la casa de al lado de la imprenta? ¿Fue él quien mató a Jiggs? ¿Tenía realmente una serpiente?

Cricklebone permaneció en silencio durante un buen rato, con la punta del lápiz en la boca.

—Hum… hum —dijo finalmente, y por un segundo tuve la ridícula idea de que iba a hacerse pasar por tartamudo otra vez—. El señor McAuchinleck hacía mucho tiempo que estaba ocupado con este caso. Descubrimos que una droga completamente nueva estaba circulando por Londres, algo más peligroso y valioso que nada de lo que conocíamos hasta el momento. Sabíamos que venía de las Indias y que estaba implicada toda una red de criminales, pero lo que no sabíamos era cómo la entraban o quién estaba detrás. De manera que McAuchinleck viajó hasta Calcuta en el navío del capitán Shakeshere, digamos que de incógnito, para vigilar.

—¿Entonces fue cuando se hizo pasar por el doctor no sé qué? —pregunté.

—Hamish Lothian, sí.

—¿Y cuando llegó a Londres se disfrazó de Damyata?

—Supongo que sí. —Cricklebone estaba resultando bastante irritante. Creo que disfrutaba del misterio que estaba creando—. McAuchinleck se disfrazó un par de veces o tres y dejó unas cuantas notas. Pero los mismos criminales hicieron parte de nuestro trabajo. Se odiaban tanto los unos a los otros que lo único que tuvo que hacer McAuchinleck fue ponerlos en contra. Os dio un buen susto una o dos veces, pero en sitios en los que se suponía que vosotros no debíais estar.

—Y esta droga era tan valiosa que los criminales eran capaces de matarse los unos a los otros por tenerla en su poder —dijo Spintwice, que empezaba a entenderlo todo.

—Y es tan valiosa —añadió Cricklebone— que incluso sólo con la cantidad que había dentro del camello, un hombre podría hacerse riquísimo. ¿Sabéis?, la gente, una vez que la prueba, no puede dejar de tomarla. Acaban no pudiendo vivir sin ella. Y son perfectamente capaces de matar por ella, sí.

—Entonces ¿quién mató a Jiggs? —volví a preguntar.

—Jiggs no está muerto —respondió para sorpresa de todos—. Está en la prisión de Newgate. Lo arrestamos, y entonces publicamos la noticia de que lo habían encontrado muerto para asustar a Cockburn y obligarlo a salir de su escondite. Y bien, funcionó, se espantó de verdad, se vio obligado a cambiar de escondrijo y tuvo que explicarle a Su Señoría adonde había ido a parar el camello.

—Y ¿qué me dice de la lámpara? ¿De
El Sol de Calcuta
?

—También hicimos ver que la habían robado —continuó Cricklebone—. Todos los criminales estaban esperando el momento adecuado para hacerse con ella. Su Señoría quería que Cockburn la robara para él, y sabíamos que él o el contramaestre irían a por ella tarde o temprano. De manera que nos inventamos que Damyata la había robado antes de que ellos tuvieran la oportunidad de hacerlo.

—¿Y lo hizo él?

Cricklebone pareció inquieto.

—No estoy seguro de lo que quieres decir —masculló entre dientes.

—Quiero decir si el verdadero Damyata la robó primero —expliqué.

Hubo una pausa mínima mientras Cricklebone pensaba qué iba a decir a continuación.

—Bien, conseguimos que todos se irritaran —prosiguió. Vi bien claro que había decidido no contestar a mi última pregunta—. Estoy muy impresionado de las aptitudes del señor McAuchinleck. Consiguió volverlos locos a todos.

—Pero había algo más, ¿verdad? —insistí—. Realmente había un hombre de Calcuta en Londres, ¿verdad? No era siempre el señor McAuchinleck, ¿verdad? ¿Qué me dice del hombre que encontramos muerto aquella noche de camino al muelle?

Cricklebone se movió en su silla, nervioso. Tomó unas cuantas notas inútiles en el papel y se quedó mirando lo que había escrito, como si esos garabatos se fueran a convertir mágicamente en las respuestas a mis preguntas.

—Y ¿qué me dice del hombre que me amordazó y me robó el camello? —añadió el señor Spintwice—. Si era su amigo disfrazado, todo lo que puedo decirle es que, para mi gusto, se tomó muy en serio toda la mascarada.

—Y ¿qué hay de la casa de al lado? —seguí insistiendo—. Aquella noche entré y parecía nueva por completo. ¿La hizo reconstruir el señor McAuchinleck?

—¿Cómo iba a hacerlo? —soltó Nick—. ¿Y después volverlo a derruir todo en dos días? ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

Cricklebone abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Así que aproveché su silencio para hablarle de la carta de Imogen, de su referencia al nombre de Damyata, de la intuición que tenía de que el hombre de Calcuta había estado intentando decirme algo importante, mientras se escondía en la casa vecina todo el tiempo. Cricklebone se estaba esforzando por hacer ver que conocía cada detalle de lo que le explicaba, pero detrás de la expresión rígida de su rostro, los ojos lo traicionaban, y en ellos se podía leer la sorpresa, e incluso la alarma, por la gran cantidad de cosas que, se daba cuenta, todavía le faltaba investigar.

—Bien —dijo al final, con la voz rota—. Verdaderamente os debe parecer que vuestro hombre de Calcuta es algo así como un mago. Admito que hay uno o dos detalles sobre las actividades del señor McAuchinleck que todavía tengo… que… que acabar de valorar. —Mientras le explicaba mi historia se había quedado pálido y se estaba esforzando por no parecer desconcertado—. C… creo que por hoy ya me basta —tartamudeó finalmente.

—Cuánto suspense —señaló el señor Spintwice, que había estado escuchando con creciente sorpresa—. Es como encontrar las últimas páginas arrancadas que le faltan a un libro.

Cricklebone alzó la mirada al oír la metáfora.

—Los libros —dijo—, como Mog bien sabe, suelen tener unas cuantas páginas en blanco al final.

—Sí —repuse—, porque normalmente los pliegues de papel tienen que estar…

—Es porque el final de un libro —interrumpió Cricklebone—, raramente es el final de la historia. —Parecía estar bastante satisfecho con esta analogía, y se levantó de la silla tan de repente que se dio un buen golpe en la cabeza contra una de las vigas bajas—. ¡Vaya! —exclamó, con los ojos húmedos—. Que tengan un buen día.

Lo acompañamos hasta la puerta. Allí nos tendió la mano y, algo incómodo, nos la estrechó primero a mí y luego a Nick.

—Nick —dijo—, Mog. Quiero decir, Mog, Nick. Bueno, es igual quién es quién, ja, ja. Habéis hecho un gran trabajo para nosotros estas últimas semanas. Un trabajo muy notable, aunque no os lo creáis. No me sorprendería que al final recibierais algún tipo de, bueno… de recompensa, por esto.

Cuatro pares de ojos se abrieron como platos, mirándole desde la puerta de entrada: los de Nick, Spintwice,
Lash
y yo.

—Ahora no os metáis en líos, ¿eh? —murmuró finalmente. Se volvió como un títere de palo y desapareció entre el bullicio de la ciudad. Nunca volvimos a verlo. Ni a McAuchinleck tampoco.

En octubre colgaron a Cockburn.

Fue como una feria. Todo el mundo había salido con la sonrisa puesta, como si fuera un día de vacaciones. Un malabarista actuaba a cambio de dinero. Podías comprar panfletos muy mal impresos que relataban la historia de las fechorías de Cockburn, con mucha sangre y mucha fantasía. El señor Glibstaff caminaba pavoneándose, haciéndose el importante, dando golpecitos con el bastón en las pantorrillas de la gente que se interponía en su camino. Por encima de nuestras cabezas, todas las ventanas a ambos lados de la calle estaban abiertas de par en par, con cuatro o cinco personas asomando en cada una de ellas, dispuestas a disfrutar del espectáculo.

Nick y yo avanzábamos entre la muchedumbre, con
Lash
entre los dos. Los vendedores callejeros habían sacado los productos de sus carros y a cambio de medio penique, dejaban subir a la gente encima para que tuviera una mejor vista. Vi cómo Bob Smitchin organizaba una de esas improvisadas tribunas.

Nos guiñó un ojo.

—Un día fantástico para hacerlo —dijo. Podría haber estado hablando de una excursión—. Hoy debes sentirte muy orgulloso, Mog.

—¿Orgulloso? —pregunté—. ¿Por qué?

—Bueno, tu condenado —respondió Bob alegremente—. Se podría decir que tienes un interés especial en el caso, Mog.

—Hummm.

—Lo tiene bien merecido —continuó, ayudando a subir a otro par de personas a su carro, que ya estaba atestado y se tambaleaba peligrosamente—. Yo lo veo así, un tipo escoge ser un granuja o no ser un granuja. Y luego debe estar preparado para las conse… cutivas.

—Cualquiera pensaría que es al mismo diablo a quien cuelgan —saltó Nick. Mientras nos abríamos paso a empujones entre los centenares de personas congregadas allí, Nick y yo pudimos reconocer a muchas personas que sabíamos que eran ladrones o matones, y todos ellos chillaban tan fuerte como el resto de la gente, seguramente aliviados ante la idea de que fuera otro el que iba a la horca esta vez—. Muchos de estos tipos tendrían que estar allá arriba con él —continuó Nick. Me dio un codazo y señaló con el dedo a un carterista con pinta de pillo, un par de años mayor que nosotros, que estaba actuando alrededor de un círculo de caballeros con levita—. Hoy hay muchos bolsillos para robar.

—En los míos no encontrarán nada —bromeé, golpeando mis bolsillos vacíos—. Tú solías dedicarte a esto, ¿verdad?

Nick se encogió de hombros.

Desde la muerte del contramaestre no parecía que hubiese vuelto a robar. La gente le solía decir que se había convertido en un chico nuevo, y eso lo hacia rabiar.

—Sigo siendo el de siempre —mantenía—. Si quisiera ponerme a afanar, lo haría. —Pero no parecía que tuviera demasiadas ganas. En los últimos meses, parecía haber crecido y cada vez reía más a menudo.

—Y ruego que nuestras almas sean purificadas —alguien declaraba a nuestro lado—, y que nuestras manos se detengan ante el miedo a la ira de Dios. —Era un hombre de pinta harapienta y con unos cuantos dientes rotos; tenía las manos en alto y oraba hacia las personas que se empujaban a su alrededor—. Bendito seas —no paraba de repetir, enseñando un sombrero de fieltro arrugado con un par de monedas dentro—. El señor es siempre piadoso con los justos, chicos —nos dijo al vernos—, y terrible con los malvados. Dios aprecia mucho más el penique de un pobre que las riquezas de un noble. Un camello puede pasar más fácilmente por el ojo de una aguja que un hombre neo entrar en el cielo.

El hombre se debió preguntar qué había detrás de la mirada cómplice que Nick y yo nos intercambiamos antes de dejarlo atrás.

A nuestro alrededor, en postes y vallas, había gran cantidad de copias de un nuevo cartel, muy llamativo, que nos había tenido a Cramplock y a mí ocupados durante toda una tarde de otoño, la semana anterior.

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