–Me quedo en sitios donde el Imperio no puede apoderarse de mí.
–Abiertamente, no. Pero el Imperio no tiene por qué obrar abiertamente. Yo le instaría a que desapareciera, que desapareciera realmente.
–Lo mismo que usted…, tal como dice -comentó Seldon mirando en derredor suyo con cierto asco. La habitación estaba tan muerta como los pasadizos por los que habían ido. Sucia y polvorienta, y sumamente deprimente.
–Sí -dijo Davan-. Podría sernos útil.
–¿De qué modo?
–¿Habló con un joven llamado Yugo Amaryl?
–En efecto.
–Amaryl me dijo que usted puede predecir el futuro.
Seldon suspiró, abrumado. Comenzaba a cansarse de permanecer de pie en aquella habitación vacía. Davan estaba sentado en un almohadón y había otros disponibles, pero parecían sucios. Tampoco deseaba apoyarse en la pared, cubierta de moho.
Seldon dijo:
–O usted no comprendió a Amaryl, o él no me entendió a mí -protestó Seldon-. Lo que he hecho es demostrar que es posible elegir condiciones de arranque de las que no desciende la previsión histórica en estados caóticos, sino que puede ser predecible dentro de unos ciertos límites. Sin embargo, lo que estas condiciones de arranque pueden ser, lo ignoro, y tampoco estoy seguro de que puedan ser encontradas por una sola persona, o por varias en un tiempo finito. ¿Me comprende?
–No.
Seldon volvió a suspirar.
–Deje que lo intente de nuevo. Es posible predecir el futuro, pero puede ser imposible descubrir cómo sacar partido de esa posibilidad. ¿Lo entiende?
Davan miró a Seldon, sombrío; luego, a Dors.
–Entonces, no puede predecir el futuro -declaró al fin.
–Ahora lo ha captado, Mr. Davan.
–Llámeme sólo Davan. Pero algún día puede aprender a predecir el futuro.
–Es concebible.
–Ésta es la razón por la que el Imperio le busca.
–No -cortó Seldon, levantando un dedo con un gesto didáctico-. Mi idea es que ésta es la razón por la que el Imperio no hace grandes esfuerzos para apoderarse de mí. Les gustaría tenerme si pudieran cogerme sin esfuerzo, pero están al corriente de que ahora mismo no sé nada y que, por consiguiente, no merece la pena desbaratar la delicada paz de Trantor interfiriendo con los derechos locales de éste u otro Sector. Ésta es la razón de que pueda circular con mi propio nombre con razonable seguridad.
Por un momento, Davan hundió la cabeza entre sus manos.
–Esto es una locura -murmuró; luego, abatido, miró a Dors-. ¿Es usted la esposa del doctor Seldon?
–Soy su amiga y protectora -respondió Dors, imperturbable.
–¿Lo conoce bien?
–Llevamos varios meses juntos.
–¿Nada más?
–Nada más.
–En su opinión, ¿dice la verdad?
–Sé que dice la verdad. Oiga, ¿por qué motivo iba usted a confiar en mí si no confía en él? Si Hari le mintiera por alguna razón, ¿por qué no iba yo a mentirle también, a fin de apoyarlo?
Davan, desalentado, miró de uno a otro.
–En cualquier caso, ¿estarían dispuestos a ayudarnos? – preguntó.
–¿Quiénes son ustedes, y de qué forma necesitan ayuda?
–Ya conoce la situación de Dahl -explicó Davan-. Estamos oprimidos. Usted debe saberlo ya y, por la forma como trató a Yugo Amaryl, no puedo creer que no simpatice con nosotros.
–Simpatizamos del todo.
–¿Y sabe cuál es la fuente de la opresión?
–Va a decirme que es el Gobierno Imperial, supongo, y apuesto a que representa bien su papel. Por el contrario, observo que existe una clase media en Dahl que desprecia a los caloreros y una clase criminal que aterroriza al resto del Sector.
Davan apretó los labios, pero no se inmutó.
–Es cierto -reconoció-. Pero el Imperio favorece esta situación por principio. Dahl posee el potencial de crear grandes disturbios. Si los caloreros hicieran huelga, Trantor sufriría, de inmediato, una enorme falta de energía…, con todo lo que ello traería implicado. Sin embargo, la propia clase alta de Dahl es capaz de gastar un montón de dinero en alquilar a los matones de Billibotton, y de otros lugares, para que luchen contra los caloreros y parar así la huelga. Ha ocurrido otras veces. El Imperio permite a ciertos dahlitas que prosperen, de una forma relativa, a fin de convertirles en lacayos imperialistas, al tiempo que rehúsa cumplir la ley de control de armas lo suficiente para debilitar al elemento criminal. El Gobierno Imperial hace lo mismo en todas partes, y no solamente en Dahl. No puede ejercer la fuerza para imponer su voluntad como en los viejos tiempos, cuando gobernaban con brutalidad. Hoy en día, Trantor se ha hecho tan complejo y se altera, con tanta facilidad, que las fuerzas imperiales deben mantenerse al margen…
–Una forma de degeneración -murmuró Seldon, recordando las quejas de Hummin.
–¿Cómo dice? – preguntó Davan.
–No, nada -dijo Seldon-. Continúe.
–Las fuerzas imperiales deben mantenerse al margen, pero, así y todo, pueden hacer algo. Cada Sector es animado a sospechar de sus vecinos. Y las clases económicas y sociales son empujadas a pelear entre sí. El resultado es que en todo Trantor no se puede conseguir que la gente actúe unida. Por todas partes, la población preferiría luchar entre sí que formar un frente común contra la tiranía central y las leyes del Imperio sin tener que emplear la fuerza.
–¿Y qué cree usted que pueda hacerse? – preguntó Dors.
–Durante años, he intentado crear un sentimiento de solidaridad entre la gente de Trantor.
–Sólo me cabe suponer -observó Seldon- que ha encontrado en ello una tarea desagradecida y de enorme dificultad.
–Supone correctamente, pero el pequeño grupo se está haciendo más fuerte. Muchos de nuestros navajeros han llegado al convencimiento de que las navajas están mejor cuando no se usan para luchar entre ellos. Los que les atacaron en los pasadizos de Billibotton son un ejemplo de los no convertidos. No obstante, los que les apoyan ahora, los que estaban dispuestos a defenderles contra el agente que creyeron un periodista, son gente mía. Yo vivo aquí entre ellos. No es un modo de vida atractivo, pero estoy a salvo. Tenemos partidarios en los Sectores vecinos y crecemos día a día.
–Pero, ¿en qué podemos participar? – preguntó Dors.
–En primer lugar, ambos proceden de otros mundos, son eruditos. Necesitamos gente como ustedes entre nuestros dirigentes. Nuestra mayor fuerza la forman los pobres y los analfabetos porque son los que más sufren, pero son los que no pueden dirigir. Una persona como uno de ustedes dos vale por un centenar de ellos.
–Es una extraña estimación por parte de alguien que quiere salvar a los oprimidos -observó Seldon.
–No me refiero en cuanto a la persona en sí; es la parte correspondiente al liderazgo la que me preocupa. El partido debe contar con hombres y mujeres de fuerza intelectual entre sus dirigentes.
–Quiere decir que personas como nosotros son necesarias para dar un barniz de respetabilidad a su partido.
–Siempre se puede introducir algo noble, aunque sea bajo mano, si se intenta. Pero usted, doctor Seldon, es más que respetable, es más que un intelectual. Incluso si no quiere admitir la posibilidad de penetrar en las brumas del futuro…
–Por favor, Davan, no se me ponga poético y no emplee un tono condicional. No se trata de admitir. No puedo prever el futuro. No son brumas lo que bloquea mi visión, sino barreras de acero cromado.
–Déjeme terminar. Incluso si no puede predecir el futuro con, ¿cómo le llama?, exactitud psicohistórica, ha estudiado Historia y puede tener un cierto sentido intuitivo por las consecuencias. ¿Qué? ¿No es así?
Seldon sacudió la cabeza.
–Puedo tener cierta comprensión intuitiva merced a las probabilidades matemáticas, pero hasta dónde puedo llegar traduciendo esto en algo de significado histórico, es totalmente incierto. En realidad, no he estudiado Historia. Ojalá lo hubiera hecho. Acuso intensamente esta carencia.
–Soy yo la historiadora, Davan, y puedo decirle alguna cosa, si lo desea.
–Le ruego que lo haga -dijo Davan en un tono a medias cortesía, a medias reto.
–En primer lugar, ha habido muchas revoluciones en la historia galáctica que han derribado tiranías, a veces en un solo planeta, otras en grupos de ellos, en el propio Imperio en alguna ocasión o en los Gobiernos regionales pre-imperiales. Con frecuencia, esto ha significado un cambio de tiranía nada más. En otras palabras, una clase gobernante ha sido sustituida por otra clase gobernante. Algunas veces por la más eficiente y, por tanto, más capaz de mantenerse en el poder, mientras que los pobres, los maltratados, los más oprimidos, siguen siendo pobres, maltratados, oprimidos o todavía están peor.
–Me doy cuenta de ello -comentó Davan, que escuchaba atentamente-. Todos nos damos cuenta. Quizá podamos aprender del pasado y saber mejor lo que hay que evitar en el futuro. Además, la tiranía que existe ahora es una tiranía real. La que exista en el futuro será sólo potencial. Si siempre retrocedemos ante el cambio, con la idea de que el cambio puede ser peor, no queda esperanza alguna de escapar algún día de la injusticia.
–En segundo lugar -dijo Dors-, lo que debe recordar es que aun con la razón de su parte, incluso si la justicia clama la condena, suele ser el tirano existente el que dispone el equilibrio de fuerzas de su parte. No hay nada que sus navajeros puedan hacer en cuanto a alzamiento o demostración, que produzca efectos permanentes mientras del otro lado haya un ejército equipado con armas quinéticas, químicas y neurológicas dispuesto a utilizarlas contra ellos. Usted puede tener a todos los maltratados e incluso a todos los responsables de su parte, pero, de algún modo, debe ganarse a las fuerzas de seguridad y al Ejército Imperial o, por lo menos, debilitar seriamente su lealtad a los dirigentes.
–Trantor es un mundo multigubernamental -alegó Davan-. Cada Sector tiene sus propios dirigentes y algunos de ellos son anti-imperiales de por sí. Si podemos conseguir un Sector fuerte de nuestra parte, la situación cambiaría, ¿verdad? Entonces, dejaríamos de ser desarrapados luchando con navajas y piedras.
–¿Significan sus palabras que tienen un Sector fuerte de su parte, o, simplemente, que ambicionan tenerlo?
Davan guardó silencio.
–Voy a imaginar que está pensando en el alcalde de Wye -prosiguió Dors-. Si el alcalde está dispuesto a servirse del descontento popular como medio para mejorar sus posibilidades de derrotar al Emperador, ¿no le llama la atención que el fin previsto por el alcalde sea el de la sucesión al trono imperial? ¿Por qué iba el alcalde a arriesgar su actual y considerable posición por algo inferior? ¿Sólo por las ventajas de la justicia, y el trato decente a la gente, en los que no tendrá mayor interés?
–¿Quiere decir que cualquier jefe poderoso que se muestre dispuesto a ayudarnos, puede traicionarnos después? – dijo Davan.
–Es un hecho más que común en la historia galáctica.
–Si estuviéramos prevenidos, ¿no podríamos nosotros traicionarle a él?
–¿Se refiere a servirse de él y después, en algún momento crucial, subvertir al jefe de sus fuerzas, o a un dirigente en todo caso, y hacerle asesinar?
–No de esa forma, pero tiene que existir algún medio de eliminarle, caso de que fuera necesario.
–Entonces, tendríamos un movimiento revolucionario en el que los principales encausados deberían estar dispuestos a traicionarse mutuamente, cada uno limitándose a esperar la oportunidad de hacerlo. Parece una receta para provocar el caos.
–Entonces, ¿no nos ayudarán? – preguntó Davan.
Seldon había estado pendiente del intercambio entre Dors y Davan, con expresión de desconcierto.
–No es algo que pueda plantearse con tanta simplicidad -dijo, manteniendo la misma expresión-. Nos gustaría ayudarles. Estamos de su parte. Me parece que ningún hombre sensato desea mantener un sistema imperial que se mantiene en el poder fomentando sospechas y odios mutuos. Aun cuando parece que funciona, sólo puede ser descrito como meta-estable; es decir, demasiado propenso a caer en la inestabilidad en una dirección u otra. La cuestión es: ¿Cómo podemos ayudar? Si yo dispusiera de la psicohistoria, si pudiera decir lo que es más probable que ocurra, o si pudiera decir qué acción entre un número de posibilidades alternativas, produciría una consecuencia feliz en apariencia, entonces, pondría mi habilidad a su disposición… Pero no tengo nada. Como mejor puedo ayudarle es tratando de desarrollar la psicohistoria.
–¿Cuánto tardará?
–No puedo saberlo -respondió Seldon con un encogimiento de hombros.
–¿Cómo puede pedirnos que esperemos indefinidamente?
–¿Qué otra alternativa tengo, ya que no le sirvo de nada tal como soy? Pero voy a decirle una cosa: hasta hace muy poco tiempo, yo estaba absolutamente convencido de que la psicohistoria era de todo punto imposible. Ahora, no estoy tan seguro.
–¿Quiere decir que tiene una solución
in mente
?
–No. Sencillamente, la sensación intuitiva de que es posible una solución. Aún no he podido dilucidar qué ha ocurrido para que yo tenga esta sensación. Puede que sea una ilusión, pero lo intentaré. Deje que siga intentándolo… Quizá volvamos a encontrarnos.
–O quizá -advirtió Davan-, si regresa al lugar donde vive ahora, caiga, en cualquier momento, en una trampa imperial. Puede pensar que el Imperio le dejará en paz, mientras se debate con la psicohistoria, pero estoy seguro de que el Emperador y su diabólico Demerzel no están de humor para esperar eternamente, como tampoco yo.
–No les servirá de nada precipitarse, ya que no estoy de su parte -observó Seldon, tranquilo-, como sí lo estoy de la suya. Vámonos, Dors.
Salieron dejando a Davan solo, sentado en aquella estancia miserable, y encontraron a Raych esperándoles fuera.
Raych estaba comiendo. Al acabar, se chupó los dedos y arrugó la bolsa en que había estado la comida. Un fuerte olor a cebolla perfumaba el aire…, pero era un olor diferente, con algo de levadura tal vez. Dors retrocedió un poco ante el mal olor.
–¿De dónde has sacado la comida, Raych? – preguntó.
–Los hombres de Davan me la trajeron. Davan está muy bien.
–Entonces, no tenemos que comprarte cena, ¿verdad? – preguntó Seldon, que se notaba el estómago vacío.
–Algo me deben -contestó Raych, mirando, ansioso, en dirección de Dors-. ¿Qué hay de la navaja, señora? Una de ellas.