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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (41 page)

BOOK: Preludio a la fundación
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Aunque la avenida daba sensación de normalidad, la atmósfera era desagradable y tan tensa como un muelle demasiado comprimido.

Tal vez se trataba de la gente. «Parecía haber un número normal de peatones, pero no eran peatones como los de otras partes», pensó Seldon. Generalmente, abrumados por los negocios, los peatones iban absortos en sus cosas, y en las infinitas multitudes de las interminables vías de Trantor, la gente podía sobrevivir, psicológicamente, sólo si se ignoraban unos a otros. Los ojos se desviaban. Los cerebros se desconectaban. Había una intimidad artificial con cada persona encerrada en una niebla aterciopelada que cada uno se creaba. O bien, la amistosa comunicación ritual de un paseo al anochecer en aquellos barrios que se permitían semejantes cosas.

Pero ahí, en Billibotton, ni había comunicación amistosa, ni rechazo neutral. Por lo menos, no en lo relativo a forasteros. Cada persona que pasaba, en una u otra dirección, se volvía a mirar a Seldon y Dors. Cada par de ojos, como atraídos por cables invisibles atados a los dos forasteros, los seguían con mala voluntad.

La ropa de los billibottonianos tendía a ser sucia, vieja y, a veces, rota. Había una pátina de mal lavada pobreza sobre todos ellos y Seldon se sentía incómodo por lo impecable de sus trajes nuevos.

–¿Dónde crees que vivirá Mamá Rittah en Billibotton? – preguntó a Dors.

–Ni idea. Tú nos has traído, piénsalo tú. Yo me propongo limitarme a la tarea de protección, y creo que va a ser más que necesario que no piense en otra cosa.

–Supuse que sólo necesitaríamos pedir la dirección a cualquier transeúnte, pero, no sé por qué, no me siento muy inclinado a hacerlo.

–No puedo censurarte por ello. No creo que encuentres a nadie que se preste a ayudarte.

–En cambio, hay bastantes jovenzuelos -dijo, señalando a uno con un breve ademán. Un chiquillo, que parecía tener unos doce años (en todo caso, lo bastante joven para no llevar el universal bigote del adulto), se les había plantado delante y los miraba fijamente.

–¿Imaginas que un chiquillo de esta edad no habrá desarrollado aún la repulsión billibottoniana hacia los forasteros? – observó Dors.

–En todo caso, imagino que es lo bastante mayor para que se haya desarrollado en él la afición a la violencia. Supongo que puede echar a correr y cubrirnos de insultos desde lejos si tratamos de acercarnos a él, pero dudo que nos ataque.

–Joven -llamó Seldon, levantando la voz.

El muchacho dio un paso atrás y siguió mirándoles.

–Acércate -le dijo Seldon.

–¿Pa qué, tío? – preguntó el muchacho.

–Para que nos digas unas direcciones. Acércate y no tendré que gritar.

El niño dio dos pasos adelante. Llevaba la cara sucia, pero sus inteligentes ojos brillaban. Sus sandalias eran desparejadas y llevaba un gran remiendo en una pernera de sus pantalones.

–¿Qué direcciones? – preguntó.

–Tratamos de encontrar a Mamá Rittah.

Los ojos del niño parpadearon.

–¿Pa qué, tío?

–Soy un erudito. ¿Sabes lo que es un erudito?

–¿Fuiste a la escuela?

–Sí. ¿Y tú?

El muchacho escupió, despectivo.

–¡Na!

–Quiero que Mamá Rittah me aconseje…, si tú me llevas junto a ella.

–¿Quieres saber el futuro? Vienes a Billibotton, tío, con tus endomingas ropas…, yo te digo el futuro. Malo.

–¿Cómo te llamas, joven?

–¿Qué t’importa?

–Para poder hablar mejor contigo. Y para que puedas llevarme a donde Mamá Rittah vive. ¿Sabes dónde es?

–Pué que sí, pué que no. Me llamo Raych. ¿Qué habrá para mí si te llevo?

–¿Qué te gustaría, Raych?

Los ojos del chico se fijaron en el cinturón de Dors.

–La señora tié un par de navajas -dijo el chico-. Dame una y te llevaré a Mamá Rittah.

–Estas navajas son de persona mayor, Raych. Tú eres demasiado joven para llevarlas.

–Entonces, también soy demasiado joven para saber dónde vive Mamá Rittah.

Y les lanzó una astuta mirada por entre la pelambrera que caía sobre sus ojos.

Seldon se iba impacientando. Era posible que atrajeran a la gente. Varios hombres se habían detenido ya, pero habían seguido andando al ver que no parecía ocurrir nada importante. Sin embargo, si el niño se enfurecía y les atacaba de palabra o de hecho, la gente los rodearía.

–¿Sabes leer, Rayen? – preguntó sonriendo.

Raych volvió a escupir en el suelo.

–¡Na! ¿Quién quiere leer?

–¿Sabes usar un ordenador?

–¿Un ordenador parlante? Claro. Todos saben.

–Entonces, voy a decirte algo. Llévame a la tienda de ordenadores que esté más cerca y te compraré uno pequeño para ti solo, y
software
para que aprendas a leer. En pocas semanas sabrás leer.

A Seldon le pareció que los ojos del pequeño resplandecían ante la idea, pero…, no, de pronto se endurecieron.

–¡Na! Navaja, o nada.

–Vamos, Raych. Aprendes a leer y no se lo cuentas a nadie. Luego, vas y les sorprendes a todos. Después de un tiempo, apuesta con ellos a que sabes leer. Apuesta cinco créditos, digamos. Así, ganarás algo de dinero y podrás comprarte tu propia navaja.

El muchacho titubeó.

–¡Na! Nadie apostará contra mí. Nadie tiene créditos.

–Si sabes leer, puedes encontrar un empleo en una tienda de navajas, ahorrar de tu sueldo y comprarte una navaja rebajada. ¿Qué te parece?

–¿Cuándo me vas a comprar el ordenador que habla?

–Ahora mismo. Te lo daré cuando vea a Mamá Rittah.

–¿Tienes dinero?

–Tengo una tarjeta de crédito.

–Vamos a ver cómo me lo compras.

Llevaron a cabo la transacción, pero cuando el muchacho tendió la mano, Seldon movió la cabeza y guardó el ordenador en su bolsa.

–Primero, llévame junto a Mamá Rittah. ¿Estás seguro de que sabes dónde vive?

Raych se permitió una mirada despectiva.

–Claro que lo sé. Voy a llevarte, pero será mejor que al llegar me des el ordenador o iré en busca de unos tíos que conozco que os buscarán, así que mejor será que no me engañéis.

–No tienes que amenazarnos -dijo Seldon-. Cumpliremos nuestra parte del trato.

Raych les condujo rápidamente por la avenida, ante las miradas curiosas de los peatones. Seldon y Dors guardaron silencio durante el trayecto. A pesar de eso, Dors no estaba sumida en sus pensamientos y en ningún momento perdió de vista a la gente que, en todo momento, los rodeaba. Siguió devolviendo con mirada fija las ojeadas de algunos transeúntes curiosos. En una ocasión, al notar pasos tras ellos, se volvió en redondo con expresión concentrada. Al poco rato, Raych se detuvo.

–Aquí tiene casa, ¿saben? – anunció.

Le siguieron a un edificio de apartamentos y Seldon, que tenía la intención de fijarse en su camino para saber cómo regresar, no tardó en perderse.

–¿Cómo te las arreglas para encontrar el camino en medio de tantos pasadizos, Raych? – preguntó.

El muchacho se encogió de hombros.

–He andao por aquí desde que era pequeño -respondió el muchacho-. Además, los apartamentos están numerados…, cuando los números no se han caído…, y hay flechas y cosas. No puede perderse si conoce los trucos.

Raych conocía bien los trucos al parecer, porque fueron adentrándose cada vez más en el complejo. Por todas partes se notaba un aire de abandono: escombros olvidados, gente que se cruzaba con ellos, claramente resentida por la invasión de forasteros, chiquillos desarrapados corrían por los pasadizos metidos en un juego u otro; algunos incluso les gritaron: «¡Eh, largaos!», cuando la pelota que habían lanzado no golpeó a Dors de milagro.

Y, por fin, Raych se detuvo ante una puerta deslucida en la que el número 2782 resaltaba hábilmente.

–¡Aquí es! – dijo, y alargó la mano.

–Primero, veamos quién vive en este lugar -repuso Seldon a media voz. Pulsó el botón señalizador, pero no ocurrió nada.

–No funciona -explicó Raych-. Tiés que golpear. Con fuerza. Ella no oye bien.

Seldon golpeó la puerta con el puño y fue recompensado con movimiento en el interior.

–¿Quién busca a Mamá Rittah? – preguntó una voz estridente.

–Dos universitarios -gritó Seldon en respuesta.

Tiró el pequeño ordenador, junto con su paquete de
software
, a Raych, que lo cogió al vuelo, sonrió y se alejó corriendo. Seldon se volvió al tiempo que la puerta de Mamá Rittah se abría.

70

Mamá Rittah tendría bien cumplidos los setenta, pero su rostro era de los que engañan a primera vista. Mejillas redondas, boca chiquita, una barbilla ligeramente doble. Era bajita, no mediría ni el metro y medio, y su cuerpo más bien grueso.

Junto a los ojos se veían finas arrugas, y cuando sonrió al verles, se formaron otras arrugas en su rostro. Se movía con dificultad.

–Pasen, pasen -les dijo con voz dulce y atiplada, fijándose en ellos como si la vista le estuviera fallando-. Forasteros…, de otros mundos, tal vez. ¿Tengo razón? No parecen impregnados del olor de Trantor.

Seldon deseó que no hubiera mencionado el olor. El apartamento, repleto de pequeñas posesiones que lo llenaban todo, oscuras y polvorientas, olía a restos de comida vieja y rancia. El aire era tan pesado y pegajoso, que estaba seguro de que sus ropas olerían a demonios cuando salieran de allí.

–Tiene razón, Mamá Rittah -asintió Seldon-. Yo soy Hari Seldon, de Helicón, y mi amiga es Dors Venabili, de Cinna.

–Ah, ya -respondió ella mientras buscaba un lugar libre en el suelo, donde pudiera invitarles a sentarse, pero sin encontrarlo.

–No nos importa quedarnos de pie, Mamá Rittah -dijo Dors.

–¿Cómo? – preguntó la anciana, mirándola-. Tienes que hablar fuerte, mi niña. Mi oído no es lo que era cuando yo tenía tus años.

–¿Por qué no se provee de un aparato para oír? – preguntó Seldon.

–No serviría de nada, doctor Seldon. Parece que algo no está bien en el nervio, y no tengo dinero para reconstruirlo… ¿Han venido a pedir a la vieja Mamá Rittah que les descubra el futuro?

–No del todo -dijo Seldon-. He venido a preguntarle por el pasado.

–¡Excelente! Decidir lo que la gente quiere oír requiere un esfuerzo enorme.

–Debe ser todo un arte -observó Dors, sonriendo.

–Parece fácil, pero hay que mostrarse debidamente convincente. Yo me gano mis honorarios así.

–Si usted tiene una cuenta, le ingresaré unos honorarios razonables en el caso de que nos hable sobre la Tierra…, sin inventar inteligentemente lo que vaya a decirnos para que oigamos lo que queremos oír. Deseamos que nos diga la verdad pura y simple.

La anciana, que había estado moviéndose por la estancia, arreglando una cosa u otra, como para que todo pareciera más bonito y apropiado para visitantes importantes, se quedó clavada.

–¿Qué quieren saber de la Tierra?

–En primer lugar, ¿qué es la Tierra?

La vieja se volvió y pareció sumida en la contemplación del espacio. Cuando al fin habló, su voz era baja y firme.

–Es un mundo, un planeta muy viejo. Está olvidado y perdido.

–No forma parte de la Historia. Eso lo sabemos -observó Dors.

–Es que es anterior a la Historia, mi niña -declaró Mamá Rittah, solemne-. Existió en el amanecer de la Galaxia y antes de ese amanecer. Era el único mundo con humanos. – Y movió la cabeza como afirmándolo.

–¿Tenía la Tierra otro nombre…, Aurora? – preguntó Seldon.

El rostro de Mamá Rittah se contrajo.

–¿De dónde ha sacado eso?

–De mis vagabundeos. He oído hablar de un mundo olvidado, llamado Aurora, en el que la Humanidad vivió originalmente en paz.

–¡Es una mentira! – exclamó, y se secó la boca de un manotazo, como si quisiera arrancarse el regusto de lo que acababa de oír-. Ese nombre que acaba de pronunciar no debe ser nunca mencionado, excepto como lugar del Mal. La Tierra estaba sola hasta que el Mal llegó junto con sus mundos hermanos. El Mal casi destruyó a la Tierra, pero ella se alzó y destruyó el Mal…, ayudada por los héroes.

–¿La Tierra fue antes que el Mal? ¿Está segura de ello?

–Mucho antes. La Tierra estuvo sola en la Galaxia durante millares de años, millones de años.

–¿Millones de años? ¿La Humanidad existió en la Tierra durante millones de años, sin nadie más de ningún otro mundo?

–Es cierto. Es cierto. ¡Es cierto!

–Pero, ¿cómo sabe todo eso? ¿Está, acaso, en un programa de ordenador o impreso? ¿Tiene algo que yo pueda leer?

Mamá Rittah sacudió la cabeza.

–He oído las viejas historias de boca de mi madre, que las oyó de la suya, y así hacia atrás. No tengo hijos, así que cuento la historia a otros, pero puede que se acabe. En esta época ya no se cree en nada.

–No del todo, Mamá Rittah -dijo Dors-. Hay personas que especulan sobre la época prehistórica y que estudian algunas de las historias de los mundos perdidos.

Mamá Rittah hizo un movimiento con el brazo, como si quisiera apartar algo.

–Porque lo miran con frialdad. Como eruditos. Tratan de hacerlo encajar en sus conocimientos. Podría contarles historias, durante un año entero, del gran héroe
Ba-Lee
, pero ustedes no dispondrían de tiempo suficiente para escucharme, y yo he perdido la fuerza de contar.

–¿Ha oído hablar de robots? – preguntó Seldon.

La anciana se estremeció y su voz fue como un alarido.

–¿Por qué me pregunta estas cosas? Eran seres humanos artificiales, malos de por sí y obra de los mundos del Mal. Fueron destruidos y jamás deben ser mencionados.

–Pero hubo un robot especial que los mundos del Mal odiaban, ¿no es cierto?

Mamá Rittah se acercó, con dificultad, a Seldon y le miró a los ojos. Él sintió su cálido aliento en el rostro.

–¿Ha venido a burlarse de mí? ¿Sabe todas esas cosas y viene a preguntarme? ¿Por qué me pregunta?

–Porque deseo saber.

–Hubo un ser humano artificial que ayudó a la Tierra. Era
Da-Nee
, amigo de
Ba-Lee
. No murió jamás y vive en alguna parte, esperando su hora de regresar. Nadie sabe cuándo será eso, pero vendrá algún día, restablecerá los grandes días de antaño y erradicará toda crueldad, injusticia y miseria. Ésta es la promesa.

Al terminar, cerró los ojos y sonrió, como si recordara…

–Gracias, Mamá Rittah. Me ha servido de gran ayuda. ¿Cuáles son sus honorarios?

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