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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (48 page)

–¿Y dónde se halla ese poderoso amigo suyo?

–Viene hacia acá. Por lo menos, una nueva fuente de treinta y siete grados está siendo registrada y no creo que pueda ser nadie más.

El recién llegado cruzó la entrada, mas la alegre exclamación de Seldon murió en sus labios. No se trataba de Chetter Hummin.

17. Wye

Wye. – … Un Sector de la ciudad-mundo de Trantor… En los últimos siglos del Imperio Galáctico, Wye era la parte más fuerte y más estable de la ciudad-mundo. Sus gobernantes llevaban tiempo aspirando al trono Imperial, justificándose por el hecho de ser descendientes de los primeros Emperadores. Bajo Mannix IV, Wye fue militarizado y (clamaron las autoridades Imperiales) estuvo planeando un golpe de alcance planetario…

Enciclopedia Galáctica

82

El recién llegado era alto y musculoso. Tenía un gran bigote rubio retorcido en las puntas y una cabellera que le bajaba por los lados de su rostro y por debajo de la barbilla. Llevaba la cabeza tan bien moldeada y su cabello era de un color tan claro que, durante un momento desagradable, Seldon pensó en Mycogen.

El recién llegado llevaba lo que era, indudablemente, un uniforme en rojo y blanco, con una amplia faja decorada de clavos de plata rodeándole la cintura.

Cuando habló, su voz fue de un bajo resonante y su acento no se parecía a ninguno que Seldon hubiera oído antes. Muchos acentos desconocidos sonaban ordinarios en la experiencia de Seldon, pero éste parecía casi musical, quizá por la riqueza de su tono bajo.

–Soy el sargento Emmer Thalus -resonó su voz en lenta sucesión de sílabas-. He venido en busca del doctor Hari Seldon.

–Yo soy. – Se adelantó Seldon, y, en un aparte, murmuró a Dors-: Si Hummin no podía venir personalmente, desde luego ha enviado un ejemplar magnífico para representarle.

El sargento dirigió a Seldon una imperturbable y prolongada mirada.

–Sí -dijo a continuación-. Su aspecto es como me ha sido descrito. Por favor, venga conmigo, doctor Seldon.

–Le sigo -asintió Seldon.

El sargento dio un paso atrás. Dors Venabili y Seldon se adelantaron. Entonces, aquél se detuvo y alzó su manaza, con la palma en dirección a Dors.

–Se me ha ordenado que llevara conmigo al doctor Seldon. No he recibido instrucciones de llevar a nadie más.

Por un momento, Seldon lo observó sin comprender. Luego, su sorprendida mirada se volvió airada.

–¡Es imposible que le hayan dicho esto, sargento! La doctora Dors Venabili es mi asociada y compañera. Tiene que venir conmigo.

–Eso no concuerda con mis instrucciones, doctor.

–Sus instrucciones me importan un bledo, sargento Thalus. Yo no me moveré de aquí sin ella.

–Y hay algo más -intervino Dors-. Mis instrucciones son las de proteger al doctor Seldon en todo momento. No podré cumplirlas a menos que esté con él. Por tanto, donde él vaya, yo iré.

El sargento pareció desconcertado.

–Mis instrucciones son estrictas: procurar que no le ocurra nada a usted, doctor Seldon. Si no viene por propia voluntad, tendré que llevarle hasta mi vehículo. Trataré de hacerlo con suavidad.

Extendió ambos brazos como si fuera a coger a Seldon por la cintura y cargárselo al hombro.

Seldon saltó hacia atrás, fuera de su alcance. Al hacerlo, el borde de su mano derecha cayó sobre el brazo derecho del sargento, donde los músculos eran más escasos, y le golpeó en el hueso.

El sargento lanzó un hondo suspiro y pareció que se sacudía, pero se volvió, con rostro inexpresivo, y avanzó de nuevo. Davan, observándoles, permaneció donde estaba, inmóvil; Raych, sin embargo, se colocó detrás del sargento.

Seldon repitió el golpe por segunda vez, y una tercera, mas esa vez, el sargento anticipó el golpe, y bajó el hombro para que le diera sobre el músculo endurecido. Entretanto, Dors había sacado sus navajas.

–¡Sargento! – gritó con fuerza-. ¡Vuélvase en esta dirección! Quiero que comprenda que me puedo ver obligada a herirle si persiste en su intento de llevarse al doctor Seldon contra su voluntad.

El sargento hizo una pausa, y contempló solemnemente las ondulantes navajas.

–Según mis instrucciones -dijo-, al único que no debo lastimar es al doctor.

Entonces, en un rápido movimiento, su mano derecha bajó hacia la vara neurónica que llevaba en la cadera. Dors se adelantó, con la misma rapidez, con sus relampagueantes navajas.

Ni el uno ni la otra completaron el movimiento.

Con un salto, Raych había empujado al sargento por la espalda, retirando al mismo tiempo, el arma de su funda con la mano derecha. Dio unos pasos atrás con idéntica rapidez, mientras sostenía la vara neurónica con ambas manos.

–¡Levante las manos, sargento, o recibirá!

El sargento se volvió y una expresión nerviosa cruzó su rostro sofocado. Fue el único momento en que su impasibilidad cedió.

–Déjalo, hijo -gruñó-. No sabes cómo funciona.

Raych gritó:

–Pero sé dónde lleva el seguro -gritó Raych de nuevo-. Está quitado, y este bicho puede dispararse. Y lo dispararé si trata de atacarme.

El sargento se quedó helado. Sabía perfectamente lo peligroso que podía resultar que un chiquillo de doce años tuviera un arma poderosa en las manos. Tampoco Seldon se sentía tranquilo.

–Cuidado, Raych -advirtió-. No dispares. Aparta el dedo del gatillo.

–¡No voy a dejar que me ataque!

–No lo hará… Sargento, por favor, no se mueva. Pongamos las cosas en claro. Le ordenaron que me sacara de aquí, ¿no es verdad?

–Así es -asintió el otro, con los ojos ligeramente desorbitados y fijos en Raych (cuya mirada estaba clavada en los ojos del sargento).

–Pero no le ordenaron que no llevara a nadie más, ¿no es así?

–No, no me lo dijeron, doctor -admitió. Ni siquiera la amenaza de una vara neurónica iba a amilanarle. Estaba claro.

–Muy bien, entonces, sargento, escúcheme. ¿Le dijeron que no llevara a nadie más?

–Acabo de decirle…

–No, no, sargento. Hay una notable diferencia. ¿Sus instrucciones fueron simplemente: «Traiga al doctor Seldon»? ¿Fue ésta la orden entera, sin mencionar a nadie más, o fueron más específicos; por ejemplo: «Traiga al doctor Seldon y a nadie más»?

El sargento lo pensó bien.

–Se me dijo que le llevara a usted, doctor Seldon -respondió.

–Entonces, no se mencionó a nadie más, de una forma u otra, ¿no es verdad?

Una pausa.

–No.

–No le dijeron que llevara a la doctora Venabili, pero tampoco le ordenaron que no la llevara, ¿verdad?

Pausa.

–Así es.

–¿O sea, que lo mismo puede llevarla o no llevarla, según le parezca a usted?

Una pausa muy larga.

–Lo supongo.

–Ahora bien, aquí tenemos a Raych, el muchacho tiene una vara neurónica apuntándole, la vara neurónica de usted precisamente, recuérdelo, y está impaciente por usarla.

–¡Sííí! – gritó Raych.

–Aún no, Raych. Aquí está la doctora Venabili con dos navajas que sabe manejar como una verdadera experta. Y aquí estoy yo mismo, que puedo, si tengo la oportunidad, romperle la nuez con una mano, de modo que no volvería a hablar más que en un murmullo. Ahora bien, ¿quiere o no llevar a la doctora Venabili? Sus órdenes le permiten una cosa u otra.

–Llevaré a la mujer -dijo el sargento, con voz vencida.

–Y al niño, Raych.

–Y al niño.

–Bien. ¿Me da su palabra de honor, su palabra de honor de soldado, que cumplirá lo que acaba de decirme, sinceramente?

–Le doy mi palabra de honor de soldado -afirmó el sargento.

–Bien. Raych, devuélvele el arma… ¡Ahora mismo! No me hagas esperar.

Raych, con una mueca de pena, miró a Dors, la cual vaciló y, finalmente, movió la cabeza en un gesto de aquiescencia. Su expresión reflejaba la misma pena que la de él.

Raych tendió el arma al sargento.

–Me mandan hacerlo, especie de… -exclamó, aunque su última palabra fue ininteligible.

–Guarda tus navajas, Dors -ordenó Seldon.

Dors movió la cabeza, mas acabó por guardarlas.

–¿Y bien, sargento? – preguntó Seldon.

Él miró la vara neurónica; luego, a Seldon.

–Es usted una persona honorable, doctor Seldon -dijo-. Yo mantendré mi palabra de honor. – Y con precisión militar enfundó su arma.

Seldon se volvió a Davan.

–Por favor, Davan -le dijo-, olvide lo que usted ha visto aquí. Los tres vamos a ir voluntariamente con el sargento Thalus. Dígale a Yugo Amaryl cuando le vea que no le olvidaré y que, una vez todo esto haya terminado y yo esté en libertad de actuar, me ocuparé de que ingrese en una Universidad. Y si alguna vez hay algo razonable que usted crea, Davan, que yo puedo hacer por su causa, lo haré… Ahora, sargento, vámonos.

83

–¿Habías viajado antes en algún jet, Raych? – preguntó Hari Seldon.

Raych movió la cabeza negativamente, sin decir palabra. Contemplaba la extensión de
Arriba
, que aparecía por debajo de ellos, asustado, impresionado.

Seldon volvió a fijarse en lo mucho que Trantor era un mundo de túneles y expresos. Incluso los viajes largos eran hechos bajo tierra por la población en general. El viaje aéreo, aunque popular en los demás mundos, era un lujo en Trantor y un jet así…

«¿Cómo lo había conseguido Hummin?», se preguntó Seldon.

Miró por la ventanilla las ondulaciones de las cúpulas, la gran extensión verde de aquella área del planeta, las ocasionales manchas de lo que eran poco menos que junglas, los brazos de mar que sobrevolaban a veces, con su agua de color plomizo, lanzando breves destellos cuando el sol asomaba momentáneamente por entre la espesa capa de nubes.

Después de una hora, más o menos, de vuelo, Dors, que hojeaba una nueva novela histórica sin aparente placer, la cerró de pronto.

–¡Ojalá supiera adónde vamos! – exclamó.

–Si tú no lo sabes -dijo Seldon-, yo mucho menos. Tú has estado más tiempo en Trantor que yo.

–Sí, pero en el interior -contestó Dors-. Aquí, con sólo
Arriba
por debajo de mí, me siento tan perdida como un recién nacido.

–Sí, bueno…, puede ser, Hummin sabe lo que hace.

–No me cabe la menor duda -comentó ella vivamente-, pero eso puede que no tenga nada que ver con la situación actual. ¿Por qué sigues suponiendo que algo de todo esto pueda ser iniciativa suya?

Seldon enarcó las cejas.

–Ahora que lo preguntas, no sé. Me lo supongo, nada más. ¿Por qué no va a ser cosa suya?

–Porque, quienquiera que lo organizara, no especificó que yo fuera recogida al mismo tiempo que tú. Lo único que ocurre es que no acabo de ver a Hummin olvidándose de mi existencia. Además, ¿por qué no vino él en persona, como hizo en Streeling y en Mycogen?

–No vas a esperar que siempre esté dispuesto, Dors. Tal vez se hallaba ocupado. No me asombra que no haya venido en esta ocasión, sino que pudiera hacerlo en las anteriores.

–Suponiendo que le hubiera sido imposible acudir, ¿crees que enviaría un palacio volante tan conspicuo y lujoso? – preguntó, señalando el gran jet de lujo.

–Pudo estar disponible en ese momento. O haber razonado que nadie sospecharía que un objeto tan llamativo pudiera estar transportando unos fugitivos que trataban desesperadamente de evitar ser detenidos. Ésa es una maniobra de sobras conocida.

–Demasiado conocida, en mi opinión. ¿Y crees que él nos mandaría a un idiota como el sargento Thalus para remplazarle?

–El sargento no tiene nada de idiota. Sencillamente, ha sido entrenado para obedecer a ciegas. Con las instrucciones apropiadas podría ser digno de la mayor confianza.

–Ahí está el detalle, Hari. Volvemos a lo mismo. ¿Por qué no recibió instrucciones apropiadas? Resulta inconcebible para mí que Chetter Hummin le ordenara sacarte a ti de Dahl y no le dijera una palabra sobre mí. Inconcebible por completo.

Seldon no supo qué contestar a eso, y se le cayó el alma a los pies.

Una hora más tarde, Dors observó:

–Parece como si afuera empezara a hacer más frío. El verde de
Arriba
se está volviendo pardo y creo que han puesto los calentadores en marcha.

–¿Qué puede significar eso?

–Dahl se encuentra en la zona tropical; por lo tanto, está muy claro que nos dirigimos al Norte o al Sur, y a distancia considerable también. Si yo tuviera noción de la dirección de la línea nocturna, podría decirte a dónde vamos.

En esos momentos sobrevolaban una sección de playa en la que se veía una capa de hielo sobre las cúpulas donde el mar las bordeaba. Entonces, de forma inesperada, el jet se inclinó hacia abajo.

–¡Vamos a estrellarnos! ¡Vamos a estrellarnos! – gritó Raych.

Los músculos abdominales de Seldon se atirantaron y se agarró a los brazos de su asiento con fuerza.

A Dors pareció no afectarle aquel brusco movimiento.

–Los pilotos no dan muestras de alarma -comentó-. Seguro que vamos hacia un túnel.

Y mientras pronunciaba esas palabras, las alas del jet se doblaron hacia atrás y hacia abajo, y como una bala se lanzó dentro de un túnel. La oscuridad los envolvió al instante y, un momento después, el sistema de iluminación del túnel se encendió. Las paredes desfilaron a ambos lados del jet.

–Me figuro que nunca llegaré a averiguar cómo saben que el túnel no está ocupado -murmuró Seldon.

–Estoy segura de que tienen aviso de «túnel libre» a varias docenas de kilómetros de antelación -observó Dors-. En todo caso, presumo que ésta es la última etapa del viaje y que pronto sabremos dónde nos encontramos. – Hizo una pausa y añadió-: Además, presumo que, cuando lo sepamos, no va a gustarnos en absoluto.

84

El jet salió del túnel a una larga pista con un techo tan alto que se parecía más a la auténtica luz del día que nada de lo que Seldon había tenido ocasión de ver desde que abandonara el Sector Imperial.

Se detuvieron en menos tiempo del que Seldon hubiera imaginado, pero a costa de una incómoda presión hacia delante. Sobre todo Raych, quien, aplastado contra el asiento que tenía delante, tenía problemas para respirar bien hasta que Dors le puso la mano en el hombro y tiró ligeramente de él hacia atrás.

El sargento Thalus, erguido e imponente, abandonó el jet y se acercó a la trasera del vehículo, donde abrió la puerta de pasajeros y ayudó a bajar a los tres, uno por uno.

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