–Ahí fuera hay gente -dijo Seldon-. Gente furiosa. Entrarán aquí y romperán todo lo que tiene. Derribarán las paredes. Si no quiere que algo así ocurra, recoja estas armas y échelas a la otra habitación. Recoja también las armas del agente de seguridad que está caído en el suelo y haga lo mismo con ellas. ¡Pronto! Que su esposa le ayude. La próxima vez, lo pensarán dos veces antes de denunciar a personas inocentes… Dors, el que está en el suelo no hará nada durante un buen rato. Inutiliza al otro, pero no lo mates.
–De acuerdo. – Dors, con el mango de la navaja, le golpeó con fuerza en la cabeza. El oficial se desplomó. Dors hizo una mueca al comentar-: Odio hacer esto.
–Dispararon contra Raych -dijo Seldon, mientras trataba de ocultar su propio disgusto por lo que había ocurrido.
Salieron apresuradamente del apartamento y, una vez en la calle, se la encontraron abarrotada de gente, casi todos eran hombres que gritaron al unísono al verles salir.
Se les acercaron y el olor a humanidad mal lavada les resultó casi irresistible.
–¿Dónde están los Solares? – preguntó alguien.
–Dentro -respondió Dors con fuerza-. Déjenlos en paz. No podrán valerse por un rato, pero luego pedirán refuerzos, o sea, mejor será que se marchen lo más deprisa posible.
–¿Y ustedes? – gritaron una docena de gargantas.
–También nos vamos. Y no volveremos por aquí.
–Yo me hago cargo de ellos -chilló Raych, debatiéndose en los brazos de Seldon y poniéndose de pie. Se frotaba desesperadamente el hombro derecho-. Ya puedo andar. Déjenme pasar.
La multitud abrió paso para él.
–Señor, señora, vengan conmigo. ¡Rápido! – ordenó Raych.
Varias docenas de hombres les acompañaron avenida abajo. Raych, de pronto, señaló una abertura.
–Aquí, tíos -murmuró-. Os llevaré a un sitio donde nadie os encontrará. Probablemente, ni siquiera Davan lo conoce. Lo único malo es que debemos bajar al nivel de las cloacas. Nadie nos verá allí, pero huele muy mal…, ¿me entienden?
–Supongo que sobreviviremos -masculló Seldon.
Entonces, comenzaron a bajar por una estrecha rampa de caracol y, poco a poco, un nauseabundo olor fue subiendo a su encuentro.
Raych les encontró un escondrijo. Para ello, tuvieron que subir los barrotes metálicos de una escalera que les condujo a una gran estancia con aspecto de desván, cuya utilidad Seldon fue incapaz de adivinar. Estaba llena de grandes y silenciosas piezas de un equipo, cuya función era igualmente un misterio. La estancia aparecía relativamente limpia y sin polvo y una corriente de aire continua explicaba por qué el polvo no lo cubría todo y, además, y más importante aún, parecía rebajar el mal olor.
Raych daba la sensación de estar encantado.
–¿No es bonito? – preguntó. Seguía frotándose el hombro y hacía una mueca de dolor cuando se lo frotaba con demasiada fuerza.
–Podría estar peor -dijo Seldon-. ¿Sabes para qué sirve este cuarto, Raych?
Éste se encogió de hombros o intentó hacerlo, y tuvo que desistir.
–No, no lo sé -respondió, y añadió con su habitual desenfado-: ¿A quién le importa?
Dors, que se había sentado en el suelo, después de haberlo barrido con la mano, mirándose a continuación la palma con suspicacia, declaró:
–Si me permitís intentar adivinarlo, yo diría que forma parte de un complejo dedicado a la destoxificación y al reciclaje de los desperdicios. Me figuro que los transformarán en fertilizantes.
–Entonces -adujo Seldon-, los que dirigen el complejo pasarán por aquí de manera periódica y, por lo que sabemos, pueden llegar en cualquier momento.
–He estado aquí antes -observó Raych- y nunca vi a nadie.
–Supongo que Trantor está profundamente automatizado, siempre que sea posible, y si hay algo que clame la automatización es el procesamiento de los desperdicios -dijo Dors-. Puede que estemos seguros…, por un tiempo.
–No por mucho tiempo. Tendremos hambre y sed, Dors.
–Yo puedo ir en busca de comida y agua -ofreció Raych-. Uno tiene que saber desenvolverse cuando vive en el arroyo.
–Gracias, Raych -repuso Seldon, que parecía distraído-. Ahora mismo no tengo nada de hambre. – Olfateó-. Y puede que no vuelva a tenerla nunca más.
–Ya lo creo que la tendrás -le aseguró Dors-, e incluso aunque pierdas el apetito por cierto tiempo, vas a tener sed. Por lo menos, las necesidades fisiológicas no supondrán problema alguno. Nos hallamos viviendo prácticamente sobre lo que es una cloaca abierta.
Hubo un silencio prolongado. La luz era escasa y Seldon se preguntó por qué los trantorianos no la apagaban del todo. Después, cayó en la cuenta de que nunca se había encontrado en absoluta oscuridad en áreas públicas. Era probable que se tratase de una costumbre en una sociedad rica en energía. Resultaba extraño que un mundo de cuarenta mil millones fuera rico en energía, aunque con la energía interna del planeta a su disposición, por no mencionar la energía solar, y las plantas de fusión nuclear ubicadas en el espacio, así era. En realidad, si lo pensaba bien, no existían planetas pobres en energía en el Imperio. ¿Quizás hubo una época, en otros tiempos muy lejanos, en que la tecnología fue tan primitiva que hizo posible la pobreza energética?
Se apoyó contra un grupo de tuberías por las que, tal vez, corrían los desagües. Se apartó de ellas tan pronto como se le ocurrió aquella idea y fue a sentarse junto a Dors.
–¿Hay algún medio de ponernos en contacto con Chetter Hummin?
–A decir verdad, le he enviado un mensaje -respondió ella-, aunque he sentido en el alma tener que hacerlo.
–¿Que lo has sentido?
–Mis órdenes son las de protegerte. Cada vez que me pongo en contacto con él, es señal de que he fracasado.
Seldon la contempló con los ojos semicerrados.
–¿Cómo te sientes culpable, Dors? No puedes protegerme contra los agentes de Seguridad de todo un Sector.
–Supongo que no. Podemos lisiar algunos…
–Lo sé. Y lo hemos hecho. Pero ellos enviarán refuerzos: carros blindados…, cañones neurónicos…, nieblas somníferas. No estoy muy seguro de lo que tienen, pero van a volcarse con todo su armamento. Estoy seguro de ello.
–Es probable que tengas razón -confesó Dors apretando los labios.
–No la encontrarán, señora -saltó Raych de pronto. Sus ojos inteligentes pasaron de uno a otro mientras hablaban-. Nunca encontraron a Davan.
Dors sonrió sin alegría y le revolvió el cabello, mirándose después la palma de la mano, desalentada.
–No estoy segura de que debas quedarte con nosotros, Raych -dijo al fin-. No quiero que te encuentren.
–No me encontrarán, señora; además, si me marcho, ¿quién les traerá comida y agua? ¿Y quién les encontrará escondrijos nuevos para que los Solares no sepan por dónde buscar?
–No, Raych, nos encontrarán. En realidad, a Davan le buscaron poco. Aunque él les molesta, sospecho que no lo toman muy en serio. ¿Sabes lo que quiero decir?
–Pues que es como un grano en… el cuello, y ellos piensan que no merece la pena buscarle por todas partes.
–Eso es lo que quiero decir. Sin embargo, nosotros hemos lastimado seriamente a dos funcionarios y no van a dejar que nos escabullamos. Si es preciso, utilizarán toda su fuerza, aunque tengan que barrer cada rincón escondido o cada pasadizo desierto del Sector… Y llegarán hasta nosotros.
–Esto me hace sentir como…, como nada -exclamó Raych-. Si yo no hubiera entrado allí, si no me hubieran disparado, ustedes no se habrían revuelto contra los funcionarios y no estarían metidos en este lío.
–No; más pronto o más tarde hubiéramos tenido que…, bueno, deshacernos de ellos. ¿Quién sabe? Tal vez tengamos que hacer lo mismo con otros.
–Bueno, pero lo hicieron «guapo» -se entusiasmó Raych-. Si no me hubiera dolido todo tanto, hubiese podido mirar más y disfrutar con ello.
–No nos serviría de nada luchar contra todo el sistema de seguridad -observó Seldon-. La cuestión es: ¿qué nos harán cuando nos tengan? Nos meterán en la cárcel, seguro.
–Oh, no. Si es necesario, podemos apelar al Emperador -alegó Dors.
–¿Al Emperador? – repitió Raych con los ojos muy abiertos-. ¿Conocen al Emperador?
–Cualquier ciudadano galáctico -explicó Seldon al muchacho- puede apelar al Emperador. Aunque no me parece una decisión acertada, Dors -añadió-. Desde que Hummin y yo abandonamos el Sector Imperial, estamos escapando del Emperador.
–Pero no hasta el extremo de que nos encierren en una cárcel dahlita. La apelación imperial será un compás de espera…, una diversión, en todo caso, y quizás en el curso de la espera podamos pensar en algo más.
–Tenemos a Hummin.
–Sí, en efecto -asintió Dors-, pero no podemos considerarle el
factótum
. En primer lugar, aunque haya recibido mi mensaje e incluso si estaba en condiciones de correr hacia Dahl, ¿cómo podría encontrarnos aquí? Y, suponiendo que nos encontrara, ¿qué podría hacer contra la fuerza de seguridad de Dahl entera?
–En este caso -murmuró Seldon-, tendremos que empezar a pensar en algo que podamos hacer antes de que nos encuentren.
–Si me siguen -ofreció Raych-, puedo mantenerles siempre por delante. Yo me conozco todos los rincones que hay por aquí.
–Puedes mantenernos por delante de una persona, pero habrá muchas, y moviéndose por todos los corredores. Escaparemos de un grupo para caer en manos de otro.
Un silencio, tenso, se adueñó del lugar un buen rato, enfrentados cada uno de ellos con lo que parecía ser una situación desesperada. De pronto, Dors Venabili se movió.
–Ya están aquí. Los estoy oyendo -dijo en un murmullo angustiado.
Por unos minutos se esforzaron por oír; entonces, Raych se levantó de un salto.
–Vienen por aquí -musitó-. Tenemos que ir por allá.
Seldon, confuso, no captaba nada; pero estaba dispuesto a confiar en el magnífico oído de los otros dos. Cuando Raych empezaba a andar, silencioso, en dirección contraria a la de los pasos que se acercaban, una voz resonó entre las paredes de la cloaca:
–No se muevan. ¡No se muevan!
–Es Davan -exclamó Raych-. ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?
–¿Davan? – repitió Seldon-. ¿Estás seguro?
–Seguro. Él nos ayudará.
–¿Qué ocurrió? – preguntó Davan.
Seldon sintió un mínimo alivio. La presencia de Davan apenas contaba contra la fuerza de Dahl entera, más él controlaba también un número de personas que podían crear la suficiente confusión para…
–Debería saberlo, Davan -contestó Seldon-. Sospecho que muchos de los que esta mañana estaban delante de la casa de Tisalver eran de los suyos.
–Sí, algunos, sí. La historia que circula es que les estaban arrestando y que ustedes maltrataron a un escuadrón de Solares. ¿Por qué les arrestaban?
–Fueron dos -dijo Seldon, levantando los dedos-, dos Solares. Y ya eso es bastante malo. Parte del motivo por el que nos detenían era que habíamos ido a visitarle a usted.
–No es causa suficiente. En general, los Solares me molestan poco. – Y añadió con amargura-: Me subestiman.
–Tal vez -dijo Seldon-, pero la mujer a la que alquilamos nuestras habitaciones nos denunció por, según ella, iniciar un motín a causa del periodista con el que tropezamos cuando fuimos a verle a usted. Bueno, ya lo sabe. Con sus hombres en escena ayer, y esta mañana, y con dos funcionarios malheridos, tal vez decidan limpiar estos pasadizos… Eso significa que usted sufrirá. Lo siento de veras. No tenía intención ni esperaba ser la causa de todo esto.
Pero Davan sacudió la cabeza.
–No, usted no conoce a los Solares. Tampoco ésa es causa suficiente. Ni siquiera quieren encontrarme. Se sienten más que felices dejándonos que nos pudramos en Billibotton y en los otros barrios bajos. No, ellos andan sólo detrás de ustedes, ¡de ustedes! ¿Qué les han hecho?
Dors intervino, impaciente:
–No les hemos hecho nada y, en cualquier caso, ¿qué importa ya? Si no van detrás de usted y nos persiguen a nosotros, llegarán hasta aquí para hacernos salir. Si usted se interpone, se encontrará implicado en este asunto.
–No, yo no. Tengo amigos…, amigos poderosos -protestó Davan-. Se lo dije anoche. Y pueden ayudarles lo mismo que a mí. Cuando se negó abiertamente a ayudarnos, me puse en contacto con ellos. Saben quién es usted, doctor Seldon: un hombre famoso. Están en situación de hablar con el alcalde de Dahl y conseguir que le dejen en paz, con independencia de lo que haya hecho. Pero tendrán que sacarle a usted fuera de Dahl.
Seldon sonrió. El alivio lo embargó.
–Conoce a alguien poderoso, ¿no es así, Davan? – preguntó Seldon-. Alguien que responde al instante a su aviso, que tiene capacidad para hablar con el Gobierno de Dahl a fin de que deje de tomar medidas drásticas, y que puede sacarnos de aquí. Magnífico. No me sorprende. – Se volvió a Dors, sonriendo-. Otra vez lo mismo que en Mycogen. ¿Cómo puede Hummin hacerlo?
Pero Dors sacudió la cabeza, dubitativa.
–Demasiado rápido… No lo comprendo.
–Yo creo que él puede hacer cualquier cosa.
–Lo conozco mejor que tú, desde hace más tiempo, y no puedo creerlo.
–No le subestimes -sonrió Seldon. Y, como si no quisiera seguir con el tema, se volvió a Davan-. ¿Cómo ha podido encontrarnos? – preguntó-. Raych nos dijo que no conocía este lugar.
–¡No lo conoce! – protestó Raych, indignado-. Esto es todo mío. Yo lo encontré.
–Jamás he estado antes aquí -aseguró Davan mirando a su alrededor-. Es un sitio interesante. Raych es una criatura de los pasadizos, perfectamente a sus anchas en este laberinto.
–Sí, Davan, eso es lo que hemos deducido. Pero, ¿cómo nos ha encontrado usted?
–Con un indicador de calor. Tengo un aparato que detecta radiaciones infrarrojas, la huella termal que se produce a treinta y siete grados Celsius. Reaccionará en presencia de seres humanos y no ante otras fuentes de calor. Ha reaccionado ante ustedes tres.
Dors frunció el ceño.
–¿De qué sirve eso en Trantor, donde hay seres humanos por todas partes? Los tienen en otros mundos, pero…
–Pero no en Trantor, ya lo sé. Sin embargo, son útiles en los barrios bajos, en los pasadizos olvidados, en los abandonados, y en los caminos.
–¿Dónde lo consiguió? – preguntó Seldon.
–Basta con que lo tenga -contestó Davan-. Pero tenemos que sacarle de aquí, doctor Seldon. Demasiada gente le está buscando y yo quiero que sea mi poderoso amigo quien le tenga a usted.