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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (50 page)

El Semanal, 26 Abril 1998

El pobre Sánchez

He llegado a la convicción de que, en este país de demagogos y de gilipollas, el problema es que nadie de los que mandan osa nunca explicarlas cosas en corto y por derecho, asumiendo las consecuencias. Aquí la táctica habitual de supervivencia es el yo no he sido y el yo no sé nada. O aquella otra frase, la de me enteré por los periódicos, que popularizó Felipe González, a quien no podré perdonar jamás que, con su cuerda de compadres, sinvergüenzas y cagamandurrias, convirtiese una flamante e ilusionada democracia en una mierda como el sombrero de Jorge Negrete. A mí, la verdad, no me parece lo más grave que su Gal matara etarras; al fin y al cabo ser terrorista, qué carajo, también tiene su peligrillo. Pero, puestos a despachar malos por la cara, que por lo visto era el oficio de los pistoleros del Estado, mejor era que esos imbéciles hubieran elegido a etarras de pata negra en vez de cargarse al primero que pasaba por allí, y encima convertir el asunto en negocio de trincar kilos y jugárselos en el casino -es que hay que ser capullo- o repartírselos en sobres y en cuentas suizas. Pero lo que de verdad me revienta, decía, es que nadie haya tenido aún el valor de decir en voz alta: sí, me salió el cochino mal capado pero yo lo ordené, ¿qué pasa? Aunque sea amparándose en razones patrióticas, en razones de Estado, o en el chichi de la Bernarda.

De cualquier modo, estas semanas pasadas, con todo aquel trajín de los del Cesid y Herri Batasuna, y las escuchas, y las nóminas olvidadas por los espías y toda la parafernalia, la náusea me ha subido hasta la glotis. No por los hechos, típicos de esta casa de putas en que se han convertido algunos mecanismos del Estado español; si no por la cantidad de demagogia, estupidez y mala fe que en declaraciones políticas y medios especializados acompañó el evento, sin que nadie mencionase el hecho fundamental, origen de todo: el sistema está viciado porque nuestros políticos son moralmente unas piltrafas. Y es justo su ausencia de coraje lo que contribuye a corromperlo más todavía.

Ya que hablamos del Cesid: aún estoy por oírle explicar sin complejos a un político, a un responsable de algo, que los servicios de inteligencia interiores y exteriores son necesarios en cualquier democracia. Que eso no otorga impunidad, por supuesto; y que para eso existen mecanismos de control legal. Pero que en este país de caínes, bocazas e hijos de la gran puta, pedirle a un juez un permiso legal para efectuar una operación clandestina supone sacar muchas papeletas de la rifa para que el juez se acojone y diga nones; e incluso que el juzgado correspondiente filtre la operación completa a la mesa de HB, al Grapo, a la embajada marroquí, a la nunciatura del Vaticano y a la revista Interviú. Y que aquí hay dos opciones: pasar de todo y que salga el sol por Antequera, o jugársela. Esto último con unos espías, unos policías y un ganado en general incompetente, mal pagado, descontento, chapucero y a menudo venal; porque, a medio y largo plazo, no hay condición humana ni subordinado que no se convierta en espejo de los mierdas de jefes que lo mandan. Jefes a quienes, encima, no les cabe por el culo un cañamón, del miedo que le tienen a lo que diga la prensa.

Nadie cuenta tampoco que en otros países donde, con errores incluidos, los servicios de inteligencia funcionan con razonable eficacia, en vez de ir con un papelito a un juzgado a ver qué opina el juez de guardia de Móstoles, existen departamentos de operaciones clandestinas bajo estricto control de comisiones parlamentarias, formadas por hombres y mujeres teóricamente ecuánimes que asumen las decisiones y -ojo al dato- también asumen los errores y los fracasos; de modo que cuando éstos se producen los responsables y coordinadores son pulverizados políticamente, mientras que a los su¬bordinados, voluntarios que asumen riesgos del oficio, se les aplica con todo rigor el código penal vigente, según el viejo principio de que quien la caga, la paga. Pero, claro. Imaginen ese modus operandi aquí, donde siempre tiene la culpa el mismo: el cabo Sánchez, que por lo visto decidió espiar a Clinton por su cuenta y además envolvió con la nómina el bocadillo. Así que mucho me temo que, para cuando se publique esta página, el presidente del Gobierno, y sus vicepresidentes, y los ministros de Interior, Defensa y justicia, habrán hecho caer ya todo el rigor de un escarmiento sobre ese nocivo Sánchez, o como se llame. A quién se le ocurre ponerse a espiar en España. Y encima, sin órdenes de nadie.

El Semanal, 10 Mayo 1998

El tranvía 1001

Tal vez recuerden ustedes que hace unas semanas les contaba el episodio del abrigo de visón de mi amigo Antonio Carnera, el hotel Palace y la lumi del Pasapoga. Y resulta que un lector de El Semanal hombre de evidente poca fe, se descuelga con una carta poniendo en duda la veracidad de la historia; pues, afirma, en los años cincuenta un timador con dinero habría llamado la atención de la policía en un cabaret, y nunca lo dejarían entrar en el Palace. Apenas leí la carta telefoneé a Antonio, y estuvimos riéndonos un rato largo. Y ahora me veo en la obligación de puntualizar que precisamente en Pasapoga y en los cincuenta, un timador con viruta y con la clase adecuada podía perfectamente moverse como Pedro por su casa, sin llamar la atención. O llamándola, para más inri. Y que para desgracia de este país, en los cincuenta como ahora, bastaba precisamente eso, tener labia, enseñar dinero e ir bien maqueado, para que los gerentes de Pasapoga, y las lumis de bandera, y los recepcionistas del Palace, y hasta los mismos policías de la secreta como dice Antonio, que es un clásico-, perdiesen el culo en el acto. Lo triste, si me permiten la reflexión, es que antaño había que tener para eso mucho morro, mucho arte y mucho estilo, y hogaño cualquier analfabeto grosero y poca mierda, con Bemeuve, Rolex, cadenas de colorao al cuello, zapatillas y chándal, puede dárselas de señor y encima consigue que todo cristo, lumis, hoteles, directores de sucursal bancaria y policías incluidos, lo traten como si lo fuera. O fuese.

Así que, para fastidiar a ese San Mateo espontáneo que nos ha salido a Antonio y al arriba firmante, voy a contarle otra, para que tampoco se la crea. Es la del tranvía 1001, la hizo Paco El Muelas, íntimo colega de Antonio y de mi plas Ángel Ejarque, y hasta Luis García Berlanga le dedicó un cortometraje al evento. Imagínense esos tranvías de los años cuarenta. Esos bares de la estación de Atocha, donde los cobradores municipales se toman un vino al final de la jornada mientras cuentan la recaudación del día. Imaginen ahora en el bar a ese paleto con el refajo lleno de pasta que llega a la capital, e imaginen a El Muelas y sus consortes que le oyen comentar: «Vaya negocio el de los tranvías, ¿eh? Ya compraría yo uno si pudiera, ya»… Total. Que rápidos como las balas, le ponen cerco al tolai. Pues no es ninguna tontería. Vaya que sí. Precisamente conocemos a un dueño de tranvía a punto de jubilarse que quiere venderlo. Qué me dicen. Lo que le cuento. Si quiere le hacemos la gestión, etcétera. El procedimiento, prolijo, podríamos resumirlo en que incluso se van a dormir a la misma pensión para tenerlo controlado, mientras los colegas preparan el escenario.

Y llega el día de autos: oficina en la Gran Vía, alquilada por unas horas, a la que ponen el rótulo de Notaría. Ese paleto que comparece, acompañado por los dos ganchos que a esas alturas son sus íntimos. Ese presunto dueño del tranvía, canoso, aire respetable, que acude con su presunto abogado. Ese notario más falso que un duro de plomo. Papeles, rúbrica, título de la propiedad, desembolso ad hoc y luego, guinda del asunto, obra maestra, hito histórico en los anales del timo nacional, ese paleto que sale a la calle. Ese paleto que se va derecho a su tranvía. Ese paleto que se monta en el 1001 con orgullo de propietario, se niega a pagar billete, guiña un ojo y les dice al cobrador y al conductor: «Tranquilos, chavales, vosotros a lo vuestro, que aquí no va a cambiar nada», y luego se sienta y hace el recorrido arriba y abajo preguntando de vez en cuando qué tal va la recaudación. Así, hasta que el cobrador se mosquea y le dice que se baje, y el pringao guiña otra vez el ojo y luego saca el título de propiedad. Y entonces el cobrador duda si llamar al manicomio o a la policía, y al final se decide por la policía. Y llegan los guardias, y el paleto se resiste a la autoridad, y se monta un pifostio de cojón de pato. Y a todo esto, El Muelas y sus consortes, las de Villadiego.

Reconozco que no es una historia políticamente correcta, porque además escribo paleto y digo lumis en vez de asistentas sexuales, como también el otro día apuntó alguien. Pero en cuanto a timo chachi, es el non plus ultra. Tanto, que igual mi primo el de la carta va y tampoco se lo cree; como tampoco se creería, supongo, el del telémetro. O el de la venta de Cibeles. Pero es que -¿verdad, Antonio?- ahora hay mucho lince espabilao y mucho listillo. A ellos los iban a engañar. Vamos, anda. A ellos.

El Semanal, 24 Mayo 1998

El Gran Bar

Está en la calle Mayor de la ciudad mediterránea donde nací. Y en sus mesas, viendo pasar gente y vida, se sentaban mi padre y mi abuelo a tomarse el aperitivo y fumar un cigarro. Los dos dejaron el tabaco hace tiempo, cuando cambiaron la calle Mayor, por una lápida donde pone Familia Pérez-Reverte; así que ahora soy yo quien va a sentarse allí cuando vuelvo a mi ciudad; y como ellos hacían, permanezco inmóvil durante horas, mirando.

El Gran Bar ya no es lo que fue. Otros que eran su competencia –el Mastia, el Americano-son ahora siniestros bancos y cajeros automáticos; y aunque el actual propietario se resiste a cerrar, también él tiene los días contados. La gente joven se va ahora a vivir fuera del casco viejo, y la calle Mayor pertenece a una ciudad fantasma, desmantelada y ensombrecida por la reconversión industrial salvaje de aquel ministro pequeñito, ¿recuerdan? que se largó impunemente, como todos, tras pasar a la historia como el Chulo de Tafalla. La alcaldesa de ahora, que es del Pepé – aunque dice mi madre que buena chica-, me cuenta cuando nos vemos que las cosas van a cambiar, y que le den tiempo. Pero temo que para entonces el Gran Bar esté de corpore sepulto. Ya sólo se anima un rato a media mañana, cuando abren las tiendas; o los domingos a la salida de misa, o en Semana Santa. Entonces, por un rato, el lugar recobra la vida que tuvo antaño, cuando era punto de cita elegante de la ciudad, y la calle Mayor sitio obligado de paso para todo hijo de vecino, y en la histórica barra se tejían en voz baja adulterios, maledicencias y conspiraciones políticas. Cuando uno fumaba los primeros cigarrillos y, acechando el paso de los primeros amores de su vida, pedía un vermut a los viejos camareros: aquellos graves individuos de chaqueta blanca y pantalón negro que ahora se han jubilado o se han muerto, y allí donde están ya no tienen que decirle a mi padre qué va a ser, don José, sino que lo tutean y lo llaman Pepe.

El Gran Bar es el único lugar del mundo donde bebo vermut –que no me gustó nunca- con aceitunas rellenas o un platito de almendras tostadas. Allí converso un rato con los camareros, le compro los periódicos a Pedro, a cuyo padre ya se los compraba el mío, y por un rato intento recobrar cosas que se fueron. Ya no desborda la vida aquel trozo de calle, ni pasean despacio los amigos de mi abuelo rumbo al Casino, con bastones y sombreros cuya ala se tocaban al pasar las señoras; ni hay marineros de uniforme azul y lepanto blanco con el pelo al rape, ni Paco el Piloto me espera ya en una tasca del puerto, al final de la calle, que es cuando los calamares se arriman a la punta de la Podadera.

Nada de eso es posible ya. Pero a partir de cierta edad uno es lo que recuerda; así que sigo allí sin darme por vencido, aplicándome en reconstruir, como un arqueólogo minucioso, sensaciones y personas a partir de pequeños detalles. Hay un rectángulo de sol que recorre la misma pared que recorrió siempre, y el sabor amargo del vermut es el que creo recordar. Entonces, si te empeñas, el matrimonio anciano que pasea camino del muelle, cogidos del brazo, es el de tus padres o cualquier otro que pasaba por allí hace medio siglo. La joven hermosa que camina arrogante, como si no existieran las palabras tiempo y muerte, es la misma que nos calentaba la sangre en las venas cuando la mirábamos de lejos, tarareando Lola o Yesterday entre dientes. Si olvidas las canas del caballero que lleva a su nieto de la mano, reconocerás al niño con quien compartías pupitre y tintero. Y esa bellísima quinceañera que tiene un rostro increíblemente familiar, hasta el punto de que te sobresaltas al verla y se te cae rodando una aceituna y estás apunto de pronunciar su nombre, sale del mismo colegio del que su madre salía hace treinta años. Es una de ellas, como diría el viejo don Ramón de Campoamor: las hijas de las mujeres que amé tanto.

Sabes que un día volverás en busca de todo eso, y en su lugar habrá una sucursal de Argentaria, y en la puerta un detector de metales y un agropecuario vestido de Rambo. Por eso, cada vez que encuentras el viejo bar en su sitio, vives otra prórroga frente al tiempo y el olvido. Sabes que no es realmente malo que las cosas se vayan; sólo ley de vida, y al cabo uno mismo termina yéndose con ellas, como debe ser. Lo triste sería no darte cuenta de que se van, hasta que un día miras atrás y compruebas que las has perdido.

El Semanal, 07 Junio 1998

Los hermanos Ceniza

Estoy seguro de que nunca les pasó por la cabeza convertirse en personajes literarios, ni que un director de cine polaco y famoso los fuera a meter en una película. De haberlo sabido se habrían limitado a intercambiar una de sus miradas guasonas y tranquilas, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior; y luego, tras encogerse de hombros, habrían cruzado la calle para tomarse dos tintos en el bar de Hilario, como si tal cosa. Pensaba en eso ayer, cuando terminé de leer la última versión del guión de La novena puerta: la película donde ellos salen. Una película que empieza a rodarse el mes que viene, y en la que su taller – Encuadernación y Restauración de libros antiguos y modernos- se lo han llevado el polaco y sus guionistas al casco antiguo de Toledo. Que no es mal escenario para situar lo que en la novela, como en la realidad misma, estuvo en la calle de Moratín, en el viejo corazón de Madrid.

En realidad no se llamaban hermanos Ceniza sino hermanos Raso; pero tenían la piel blanca como los pergaminos con que trabajaban, y el pelo gris como la ceniza de sus cigarrillos y sus viejos guardapolvos. Así que en El club Dumas quise llamarlos Ceniza, y bajo ese nombre acudirá a ellos Johnnie Deep cuando encarne al bibliófilo mercenario Lucas Corso. A los hermanos Raso los conocí en el año 73, cuando los reporteros de Pueblo frecuentábamos el mismo bar que ellos. Seis o siete veces al día le echaban la llave al taller y bajaban al Hilario a tomárselas, siempre con el guardapolvos puesto y la eterna colilla en la boca. Se parecían mucho, cincuentones, casi gemelos, aunque uno era mayor de edad y más bajo de estatura que el otro. Tenían los ojos claros y guasones, y cuando el quinto o sexto vino les ponía la punta de la nariz roja, la ceniza del pitillo caía sobre el vino o sobre las páginas del libro en el que trabajaban.

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