El Semanal, 15 Febrero 1998
Me pide Lucía que grite por ella, pues no puede hacerlo por sí misma, o no la oirán por mucho que lo intente. Imagino que el problema de Lucía es que España va bien, como dicen mis primos. Y como por ir bien se entiende aquí que los bancos ganen viruta, que quienes cotizan en bolsa sigan haciéndolo sin sobresaltos, y que toda la mugre quede barnizada bajo una apariencia de estabilidad, modernidad y diseño, pues resulta que respecto a Lucía y a los que son como ella y a los que están todavía peor, que son unos cuantos millones largos, hay mucha gente interesada en que ni se les vea, ni se les note, ni traspasen.
Tampoco vayan ustedes a creer que Lucía es una moza especialmente marginada, o que tiene algún síndrome incurable y raro. Todo lo contrario. Podría considerarse privilegiada porque tiene veintitrés años, es guapa y está sana, y además pudo estudiar dos años de Administrativo y tres de Informática de empresas antes de enviar currículums a todo cristo y conseguir, por fin, un contrato de seis meses que estipulaba cuarenta horas semanales, quince días de vacaciones y65.000 pesetas al mes. Luego, en la práctica, el asunto se convirtió en once horas diarias, sábados de 9 a 3, y tres domingos de otras once horas al mes con el fastuoso plus de 5.000 pesetas por domingo. Lo que suma, si no me falla la aritmética, más de setenta horas semanales por ochenta talegos al mes. Y, redondeando picos, sitúa la hijoputez en unas trescientas pesetas por hora: la tercera parte de lo que gana una asistenta.
Aun así, Lucía sigue teniendo suerte. Su jefe no es de los que le pellizcan el culo o le manosean las tetas al cruzarse en el pasillo, ni de los que dejan caer eso de que las cosas podrían ir mejor si fueras menos arisca, nena. Tampoco le ha propuesto acompañarlo como secretaria en algún viaje de trabajo que incluya fin de semana; eso sí, sin obligar a nadie ni forzar las cosas, dándole perfecta y libre opción a elegir entre tragar o irse al paro. Pero nada de eso. El jefe de Lucía es hombre respetable y considerado, así que se limita a decirle que sonría a los clientes, que se vista sexy pero no mucho, que ordene con más cuidado los libros y las revistas y los vídeos y las delikatessen, y que recuerde barrer después de cerrar. Incluso le ha recomendado baños de no sé qué para esas varices que a Lucia están empezando a salirle en las piernas por estar de pie detrás del mostrador o la caja. En cuanto a la contractura muscular de la espalda, que se le ha vuelto crónica a fuerza de subir y bajar cajones, las 18.000 pesetas de la extra de Navidad le han servido para pagarse un masajista.
Y de ese modo Lucía comparte trabajo y contratos basura con Reme y con Luis y con Rosa, conscientes todos ellos de que basta colgar un cartel en la puerta para que centenares de Lucías, Remes, Luises y Rosas acudan a toda leche a cubrir el puesto de trabajo que el primero de ellos deje vacante por un mal gesto con el jefe, por sonreír de más o sonreír de menos, por hartarse un día y subirse encima de la pila de los vídeos y mandarlo todo a tomar por saco y decirle a la clienta pelmaza que el Diez Minutos de esta semana ni ha llegado ni va a llegar en su puta vida, cacho foca; y al jefe, que puede coger todas las delikatessen del mostrador refrigerado y metérselas despacito por el culo, incluido el fuagrás del Perigord, y con él los sesenta y cinco talegos mas quince de plus que paga, y digo pagar por decir algo, a cambio de romperse los cuernos 277 horas al mes.
Y como resulta que ni Lucía, ni Reme, ni Luis ni Rosa pueden darse el gustazo, pegar el grito que llevan atravesado en la garganta; y como, por otra parte, al arriba firmante el jefe de ellos cuatro, y los jefes de su jefe, y los jefes de los jefes de su jefe me importan un testículo de pato y yo si puedo darme el gusto sin que me pongan en la calle y me dejen en el paro, pues hoy he decidido complacer a Lucía y gritar por ella que España va bien, por los cojones. Y que un paraíso económico que se basa en la explotación miserable de los jóvenes, en la ley del cacique más analfabeto y truhán, en los resultados de cincuenta empresas y doscientos bancos mientras la sordidez se esconde para que no se vea, no es un Estado de bienestar por mucho que lo pintemos de bonito y reluzca de lejos y le pongamos mucho diseño, mucho mire usted y mucha corbata. O sea: que si ésa es la España a que se refieren cuando dicen que va bien, entonces España es una puñetera mierda. Lucía dixit. Yo lo firmo. Y vale.
El Semanal, 22 Febrero 1998
No hay un soplo de brisa. Llueve silenciosamente sobre las playas de San Juan, y los cañones del antiguo fuerte español apunta hacia el mar Caribe como centinelas melancólicos de hierro y oxido, aún a la espera de una imposible incursión de filisteos, ingleses cabroncetes o herejes holandeses. Bajo el cañizo que nos protege de la lluvia, el viejo profesor don Ricardo Alegría mira la bandera de las barras y estrellas que cuelga del mástil:
No imagina cuánto nos ha costado a los puertorriqueños que usted y yo estemos hoy aquí hablando español.
Después sonríe, cómplice, bajo el bigote gris. Junto a nosotros, un matrimonio de turistas gringos se filma mutuamente en vídeo. Recién salida ella de una teleserie norteamericana. Pantalón corto él, camisa hawaiana, gorra de béisbol, con la avispada jeta de un rumiante de Arkansas: todo un intelectual.
- Cada uno - murmuró- tiene la lengua que se merece.
- Qué pena que su gobierno no entienda eso.
- No es mi Gobierno, profesor. Yo, ni dios ni amo.
Acabamos de salir de la Universidad, donde centenares de muchachos ávidos de español nos han asediado a preguntas y comentarios durante horas. Y es que hay que joderse. Uno se mete en un avión, cruza miles de millas de océano Atlántico, y llega a lugares donde todavía se conserva la memoria de la lengua, de la cultura trimilenaria que nace en la Biblia, en Gracia, y en Roma, se mezcla con el Islam y florece en la latinidad medieval, en el Renacimiento y los siglos de Oro, y luego viaja a América para el mestizaje con lo indígena y lo africano. O sea, que uno viaja al quinto coño y se encuentra con que en el Caribe conservan lo hispano con más celo y respeto que en la propia España. Quevedo, Cervantes, Lope, Moratín, Galdós, Valle, Clarín, siguen vivos y admirados, mientras nosotros copiamos teleseries de mierda yanquis o perdemos el culo y la memoria con la idea de Europa, volviendo la espalda a esa América que debería ser aliada natural, cómplice y hermana. Sustituyendo irresponsablemente una cultura rica y mestiza por una cultura -por llamarla de algún modo-elemental, de diseño. Una cultura técnica y bárbara.
- Tal vez con esto del 98…. -apunta sin demasiada esperanza el viejo profesor.
Me río bajito, entre dientes, con muy malaleche. El 98, respondo, sólo va a servir para el presidente Aznar y sus mariachis le hagan otra solemne succión a los Estados Unidos, a quienes con esta moda de la construcción europea políticamente correcta, son hasta capaces de pedir perdón por no haber capitulado en el acto cuando la guerra de hace un siglo. No hay más que fijarse en Cuba, donde se te cae la cara de vergüenza, pues ni Franco cayó tan bajo como para poner en manos de Washington la propia política hispanoamericana. Además -añado-, hablar a estas alturas del español como algo importante, aunque sea como vinculo con Hispanoamérica, podría alterar el pulso de los cínicos caciques vascos y los mercantiles catalanes que el Pepé necesita para seguir haciendo ale hop en el alambre. Así que mucho me temo, profesor, que a mi gobierno como usted lo llama, el español que allí decimos castellano- se la trae bastante floja.
- ¿Y la oposición?
Mi carcajada hace volver a cara al gringo y a su foca en versión Barbi. Luego me aplico a explicarle al profesor las diversas acepciones que en España tienen la combinación de las palabras analfabeto y gilipollas.
- Como decirle -termino- que un ex ministro de Educación y de Cultura es ahora secretario general de la OTAN… Y sin embargo -mueve la cabeza el viejo profesor- la nuestra es una lengua hermosa. La más hermosa del mundo, la más rica, la que hace posible los más perfectos versos, la mejor prosa que los hombres hablaron o escribieron jamás. Una lengua hija de treinta siglos, intensa y diversa, junto a la que la usada por Shakespeare no es sino un balbuceo elemental de pueblos bárbaros. Una lengua vehículo intenso de placer, cultura y memoria; identidad imprescindible que en Puerto Rico, y en Cuba, y en el resto de América, cien años después, sigue siendo símbolo de independencia frente al gigante bastardo del norte. Pero ya ven. Y es que a fin de cuentas, y en efecto, cada uno tiene la lengua que se merece.
El Semanal, 08 Marzo 1998
Alguien tiene que decirlo, así que hoy lo digo. Ya está bien de tantos siglos de olvido partidista, y tanta injusticia. Ya está bien de tanta manipulación falaz de la Biblia y de la Historia, de tanto manguita que se lleva la fama mientras otros cardan la lana. Si de café se trata, que haya café para todos.
Esta introducción, o proemio, viene al hilo de un hecho bíblico: Cuando Yahvé, o sea, Dios, decide desencadenar su operación Tormenta del Desierto y bombardea las ciudades de la Pentápolis (Génesis XIX, 24), se pasa por la piedra de amolar y sin contemplaciones a Sodoma y Gomorra, entre otras, con el balance de sólo tres supervivientes y una estatua de sal. Lo hace, supongo recuerdan ustedes, porque tanto los sodomitas como los gomorritas habían incumplido los acuerdos en vigor, y no facilitaron la labor ni trataron bien – de hecho quisieron literalmente sodomizar (XIX, 4)- a los dos observadores internacionales que, con la cobertura diplomática de ángeles, viajaron allí para echarle un vistazo al putiferio.
Desde entonces, y a eso es a lo que voy, el nombre de Sodoma se hizo famoso, legendario, y los naturales de esa ciudad recibieron un trato de favor en la Historia y en la sociedad. Los sodomitas se hicieron inmortales. Su fama cruzó fronteras, llenó libros y bibliotecas, definió tipos sociales, motivó estudios, tratados, películas y demás. El diccionario Espasa, por ejemplo, entre pitos y flautas les dedica nueve páginas de pormenores en letra apretada, incluyendo un mapa del Mar Muerto con la localización geográfica exacta de la ciudad donde tanto hilo le dieron a la cometa. Y a ese nombre de tan ilustre y secular prosapia se han asociado sin reparo personajes extraordinarios como Alcibíades, Sócrates, Miguel Angel, Shakespeare, Safo, Oscar Wilde o García Lorca. De hecho, la presencia de sodomitas es hoy decisiva y numerosa en el mundo moderno de la cultura, la ciencia y la política. Incluso el término se hace extensivo a muchas actividades no directamente relacionadas con la cosa en sí. Por ejemplo –el Espasa también distingue entre activa y pasiva-, para definir la política exterior española respecto a Cuba y a la administración Clinton.
¿Y qué pasa con Gomorra?, pregunto. ¿Qué pasa con esa ciudad que, teniendo según la Biblia los mismos méritos que Sodoma, vio injustamente oscurecidos nombre y fama?… ¿Qué pasa con los gomorritas, tan marginados que su nombre no significa nada ni se utilizó nunca para maldita la cosa, hasta el punto de que el citado Espasa se limita a decir: ‘Gomorra: Véase Sodoma’?…Convendrán ustedes conmigo en que estamos ante un flagrante caso de ninguneo y ante una auténtica canallada histórica. Porque digo yo que algún derecho tendrían los de Gomorra, y algún pecado nefando interesante cometerían también, habida cuenta de lo que les cayó encima cuando Yahvé les dio las suyas y las de un bombero. Y si lo del llamado vicio de sodomía lo tenemos más o menos claro – ‘Concúbito entre personas de un mismo sexo, o contra el orden natural’- y la Iglesia y la ciencia clasifican a sus entusiastas como ‘invertidos puros’, ‘pseudo invertidos’, ‘unisexuales dimorfos’ y ‘poli sexuales’, e incluso meten la masturbación en el ajo, la verdad es que me pica muchísimo la curiosidad saber en qué consistió el vicio de gomorría, y qué es lo que uno siente cuando gomorriza, o bien cuando lo gomorrizan a uno. O a una, porque lo mismo va y resulta que el de Gomorra era un pecado chachi, todoterreno, de esos que lo mismo valen para un cocido que para un estofado. Y nosotros aquí, monótonos y de piñón fijo, en la inopia.
Así que pueden considerar esto un manifiesto. En nombre de los marginados y los parias de la tierra, reivindico el nombre de Gomorra. El gomorrita posee, estoy seguro, mal que le pese a los ortodoxos y a la opresión bíblico-centralista de Sodoma, una conciencia nacional histórica, una mala fama personal e irrenunciable, sin duda un RH y una lengua propia –el gomorrés- que deben ser recuperados y puestos en claro con una campaña adecuada del tipo: Gomorra is different, o Gomorra, ven y alucina, o Gomorra: tan cerca y tan lejos. En estos tiempos en que hasta Sangonera la Verde pide representación propia en el parlamento europeo, ya es hora de que la nación gomorrita deje de ser compañero de viaje y don nadie de sodomitas ni de luceros del alba. Gomorra fue un hecho diferencial e histórico indiscutible. Y Lot, un listillo, un vendido y un cipayo.
El Semanal, 29 Marzo 1998
Alguna vez he escrito de mis compadres los viejos choros, artistas capaces de quitarle herraduras a un caballo al galope, maestros de lo suyo, espléndidos buscavidas de aquella España cutre que ya sólo es posible revisitar en las viejas películas de Pepe Isbert, Manolo Morán y Tony Leblanc. Esas películas divertidas, geniales, que ninguna televisión de este puñetero país emite nunca, porque a los imbéciles de sus programadores les resulta más fácil inundarnos de telemierda norteamericana.
Esta mañana me llamó por teléfono uno de esos amigos: Antonio Carnera, hoy ancianete y jubilado, que en otro tiempo perteneció a esa ilustre cofradía de trileros, piqueros y timadores que hasta hace treinta o cuarenta años fue aristocracia barriobajera en puertos y estaciones de ferrocarril. Antonio y el arriba firmante hemos estado charlando un rato de viejos tiempos, de la pensión de jubilado que nunca tuvo, de amigos y conocidos comunes como Amalia la Verderona, maestra de piqueros y tomadores del dos, de Ángel, mi famoso choro de La ley de la calle, o del legendario Muelas, creador del timo del telémetro y autor inmortal de la venta a un pringao del tranvía 1001, que es el más extraordinario hito de la historia del timo en España.
Al final hemos quedado en vernos y tomar unas cañas. Y aunque hace ya un par de horas que colgué el teléfono, todavía sonrío al recordar el acento madrileño y chuleta de Antonio, su viejo orgullo profesional cuando le tiro de la húmeda y le hago que largue, y recuerde. Dentro de unos días, cuando nos tomemos unas cañas en cualquier mostrador de zinc o mármol, le haré contarme despacio y por enésima vez su mayor logro profesional, su obra maestra: el timo del abrigo de visón. Antonio, que de joven tenía una planta estupenda, con clase, recurría a ese registro cuando quería correrse por el morro una juerga. La última vez fue en el año 59, en Madrid, después de haber tocado con éxito el mismo palo en provincias. Primero alquiló una suite en el Palace, donde se dio una buena zampa; y luego, bien maqueado y engominado, se fue a Pasapoga en busca de la torda más espectacular que hubiera a tiro. A los tres boleros, un bayon y dos mambos empezó a enseñar billetes y a decir eso de qué hace una mujer como tú en un sitio como éste, bombón, a ti te tenía yo como a una reina. Y para demostrarlo, te voy a regalar mañana un abrigo de visón. Que no, que sí, que tú me tomas el pelo, chato, que yo hablo en serio, mi vida, que ésa es la fetén y a mí me salen las lechugas por las orejas, y ese cuerpazo, amén de otras cosas, está pidiendo un visón pero ya mismo. Total: al día siguiente, cita con la gachí, aún algo incrédula, en la mejor peletería. Pruébate éste. Y éste. Nos llevamos ése, el más caro. La jai, por supuesto, alucinando en colores. Y a la hora de pagar, Manolo desenfunda arte y labia: vaya, qué contrariedad, se me han terminado los cheques, es igual, llévemelo a las seis de la tarde al Palace, habitación tal. Y se va con la torda.