Read Octopussy Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Octopussy (8 page)

Una fila de coches y taxis bloqueaban George Street detrás de Sotheby's. Bond pagó al taxista y se unió a la multitud que se deslizaba bajo la marquesina y subía las escaleras. Recibió un catálogo de manos del portero uniformado que controlaba las entradas y, junto a la elegante y animada multitud, subió la amplia escalinata, atravesó una galería y entró en la sala principal de subastas, que ya estaba abarrotada. Encontró su asiento junto al señor Snowman, que escribía unas cifras en un cuaderno apoyado en sus rodillas, y miró a su alrededor.

La sala era de techos altos y quizás tan grande como una pista de tenis. Tenía la apariencia y el olor de una sala antigua, con dos enormes lámparas de araña, adecuadas a la antigüedad del lugar, que resplandecían con calidez en contraste con el alumbrado fluorescente situado a lo largo del techo abovedado, cuya cubierta de cristal se veía todavía parcialmente oscurecida por una persiana a medio bajar, que había protegido la sala del brillante sol de la tarde. De las paredes verde oliva, colgaban cuadros y tapices variados, mientras las cámaras de televisión y otras (entre ellas el cámara del M15 con un pase de prensa del Sunday Times) se apiñaban junto a los operadores en una plataforma construida delante de un tapiz gigante con escenas de caza. Había cerca de un centenar de personas, entre marchantes y espectadores, sentadas y muy atentas en unas pequeñas sillas doradas. Todas las miradas estaban fijas en el delgado y apuesto subastador que hablaba sin prisa desde un elevado pulpito de madera. Llevaba un esmoquin impecable con un clavel rojo en la solapa y hablaba con un tono sereno sin gesticular.

—Quince mil libras. Y dieciséis. —Una pausa y una mirada a alguien sentado en la primera fila.— ¿Señor? —El sonido de un catálogo al ser alzado.— Ofrecen diecisiete mil libras. Dieciocho. Diecinueve. Ofrecen veinte mil libras.

La voz siguió hablando con serenidad, sin apresurarse, mientras entre el público, los postores, igualmente impasibles, indicaban sus respuestas a la vez con un gesto.

—¿Qué vende? —preguntó Bond, abriendo su catálogo.

—Lote 40 —dijo el señor Snowman—. Aquella riviére de diamantes que sostiene el portero en una bandeja de terciopelo negro. Seguramente llegará a unas veinticinco. Un italiano está pujando contra un par de franceses. Si no fuera así, podrían haberla conseguido por veinte. Yo sólo he subido hasta quince. Me habría gustado conseguirla. Unas piedras maravillosas. Mire, ya está.

Y así era, el precio se quedó en veinticinco mil libras, y el martillo, que el subastador sostenía por la cabeza en vez de por el mango, descendió con suave autoridad.

—Adjudicado al señor —dijo el señor Peter Wilson, y el ayudante se precipitó a confirmar la identidad del comprador.

—Estoy decepcionado —dijo Bond.

—¿Por qué? —preguntó el señor Snowman, apartando la vista de su catálogo.

—Nunca había estado en una subasta y siempre pensé que el subastador daba tres golpes con el martillo mientras decía «a la una, a las dos, a las tres», para dar su última oportunidad a los compradores.

—Todavía es posible verlo —rió el señor Snowman— en los condados del centro de Inglaterra o en

Irlanda, pero en las salas de subasta de Londres ya no se hace, al menos desde que yo asisto a ellas.

—Es una pena. Le da un cierto dramatismo.

—Tendrá todo el que quiera dentro de un minuto. Éste es el último lote antes de que se abra el telón.

Uno de los porteros había extendido con reverencia una deslumbrante masa de rubíes y diamantes en su bandeja de terciopelo negro. Bond consultó el catálogo donde se leía «Lote 41», seguido de una descripción de una prosa empalagosa:

UN PAR DE ELEGANTES Y VALIOSOS BRAZALETES DE RUBÍES Y DIAMANTES.

En la parte delantera de cada uno de ellos se agrupan, formando una elipse, un rubí grande y dos más pequeños, dentro de un cuajado de brillantes
carrés
; en los laterales y la parte inferior elipses más simples se alternan con calados de diamantes que brotan de centros compuestos por un único rubí engastado en estirado, todo ello entre cadenas de rubíes y diamantes engarzados alternadamente; el cierre también tiene forma de elipse.

* Según la tradición familiar, este lote perteneció a la señora Fitzherbsrt (1756-1837), cuyo matrimonio con el Príncipe de Gales, después Jorge IV, fue definitivamente establecido cuando, en 1905, un paquete sellado, depositado en el Coutts Bank en 1833 y abierto por orden real, sacó a la luz el certificado de matrimonio y otras pruebas definitivas.

Probablemente, la señora Fitzherbert entregó estos brazaletes a su sobrina, según el Duque de Orleans, «la muchacha más bonita de Inglaterra».

Mientras se desarrollaba la subasta, Bond abandonó su asiento y se deslizó por el pasillo hasta la parte de atrás de la sala, donde el excesivo público abarrotaba la New Gallery y la Entrance Hall, puesto que seguía la subasta por un circuito cerrado de televisión. Sin llamar la atención, observó a la multitud, en busca de una cara que pudiera reconocer como perteneciente a uno de los 200 miembros de la embajada soviética, cuyas fotografías, obtenidas en secreto, había estudiado durante los días pasados. Pero entre aquel público, que desafiaba cualquier intento de clasificación (una mezcla de marchantes, coleccionistas aficionados y lo que podría calificarse de manera general como ricos hedonistas), no había ningún rasgo, ni por supuesto ningún rostro, reconocible, si no era a través de las revistas del corazón. Una o dos caras cetrinas podían ser rusas, pero también podrían pertenecer a media docena distinta de razas europeas. Se veían algunas gafas de sol, pero no servían ya como disfraz. Bond volvió a su asiento. Suponía que el hombre se delataría cuando empezara la subasta.

—Ofrecen catorce mil. Y quince. Quince mil. —El martillo volvió a golpear.— Adjudicado al señor.

Se oyó un murmullo de excitación y el rumor producido al consultar los catálogos. El señor Snowman se secó la frente con un pañuelo blanco de seda y se volvió hacia Bond.

—Me temo que a partir de este momento tendrá que arreglárselas solo. Tengo que prestar atención a la puja y, de todas formas, por alguna razón desconocida, es de mala educación mirar por encima del hombro para ver quién puja contra uno…, si está usted en el negocio, claro está. Así que sólo podré verlo si está delante de mí, y me temo que eso es improbable. Pero usted puede mirar a su alrededor tanto como quiera. Lo que debe hacer es observar los ojos de Peter Wilson e intentar averiguar a quién mira o quién lo mira. Haga lo que haga ese hombre: rascarse la cabeza, tocarse el lóbulo de la oreja o lo que sea, será un código acordado con Peter Wilson. Por desgracia, no hará ningún gesto evidente tal como alzar el catálogo. ¿Me comprende? Y no olvide que no hará ningún movimiento en absoluto hasta casi el final, cuando me haya obligado a pujar hasta lo que él considere mi precio máximo para entonces abandonar. Fíjese. —El señor Snowman sonrió.— Cuando lleguemos a la recta final intentaré presionarlo para que se delate, si es que somos los dos únicos postores que quedan. —Adoptó un aire enigmático.— Y puede estar seguro de que lo seremos.

En vista de la seguridad demostrada por aquel hombre, Bond se convenció de que el señor Snowman había recibido instrucciones de conseguir la Esfera Esmeralda a cualquier precio.

Un silencio súbito invadió la sala con gran solemnidad al ser introducido un alto pedestal cubierto de terciopelo negro y colocado delante de la tribuna del subastador. Después situaron encima del pedestal un estuche ovalado de un material que parecía terciopelo blanco y un conserje mayor, con un uniforme gris con cuello, cinturón y mangas color burdeos, lo abrió con reverencia para sacar el Lote 42, colocarlo sobre el terciopelo negro y retirar el estuche. La pulida esmeralda, del tamaño de una pelota de criquet y montada sobre una base exquisita, resplandecía con un verde fuego sobrenatural, y las piedras de múltiples colores de la superficie y del opalino meridiano parpadeaban. Un grito ahogado de admiración surgió entre el público, e incluso los empleados y expertos, acostumbrados a ver pasar por delante de sus ojos las joyas de las coronas europeas, sentados detrás de la tribuna y delante del escritorio, junto al subastador, donde se cerraban las operaciones, se inclinaron para verla mejor.

James Bond consultó su catálogo. Ahí estaba, en grandes letras y redactado con una prosa tan empalagosa como un dulce:

42. UN NOTABLE GLOBO TERRÁQUEO DE FABERGÉ.

EL GLOBO TERRÁQUEO DISEÑADO EN 1917 POR CARL FABERGÉ PARA UN CABALLERO RUSO Y AHORA PROPIEDAD DE SU NIETA.

Una esfera tallada en una extraordinariamente grande matriz de esmeralda de Siberia, de mil trescientos quilates de peso aproximadamente y de un color soberbio y una pureza impoluta, forma un reloj de mesa que representa un globo terráqueo sobre una elaborada base de
rocaille
finamente repujada con oro
quatre-couleurs
e incrustaciones de diamantes en rosa y pequeñas esmeraldas de intenso color.

Alrededor de él, seis querubines se solazan entre nubes representadas con gran realismo en cristal de roca tallado, con un acabado mate y veteado con finas líneas de diamantes en rosa.

El Globo en sí, con las principales ciudades de un detallado mapa mundi grabado en su superficie y señaladas con un diamante engastado en oro a la manera rusa, gira automáticamente sobre un eje controlado por un pequeño mecanismo de relojería, firmado por
G. Moser
y oculto en la base. Ésta, bordeada por una cinta de oro esmaltado en rosa opalino a lo largo de un remate realizado con técnica
champlevé
por encima de un
guillochage
tornasolado con números romanos en esmalte pintado, color sepia pálido; tiene un único rubí triangular de Birmania, rojo sangre, de unos cinco quilates, engastado en la superficie de la esfera, que señala la hora.

Altura:
20 cm
. Maestro artesano,
Henrik Wigstróm
. En el estuche original oviforme, de terciopelo blanco, abertura doble, forrado de raso y con su llave de oro encajada en la base.

* El tema de esta magnífica esfera es el mismo que había inspirado a Fabergé unos 15 años atrás, tal como demuestra el globo terráqueo en miniatura que forma parte de la Colección Real en Sandringham. (Véase ilustración 280 de
El arte de Carl Fabergé
, de A. Kenneth Snowman.)

Después de echar una breve e inquisitiva mirada por la sala, el señor Wilson dio un golpe suave con el martillo.

—Lote 42, una joya única de Carl Fabergé. —Una pausa.— Ofrecen veinte mil libras.

—Eso quiere decir que le han ofrecido al menos cincuenta —susurró el señor Snowman a Bond—. Sólo es para ir calentando motores.

Los catálogos empezaron a alzarse.

—Y treinta, cuarenta, ofrecen cincuenta mil… Y sesenta, setenta, ochenta mil libras. Y noventa. —Una pausa y siguió.— Ofrecen cien mil libras.

Una salva de aplausos atronó en la sala. Las cámaras enfocaron a un hombre joven, uno de los tres que hablaban por teléfono en voz baja, situados en la plataforma elevada que se hallaba a la izquierda del subastador.

—Es uno de los jóvenes empleados de Sotheby's —comentó el señor Snowman—. Mantiene una línea abierta con América. Diría que el postor es el Metropolitan, pero podría ser cualquiera. Ahora me toca ponerme manos a la obra.

El señor Snowman agitó su catálogo enrollado.

—Y diez —dijo el subastador. Un hombre habló con su teléfono y asintió con la cabeza—. Y veinte.

Otra señal por parte de Snowman.

—Y treinta.

Ahora el hombre del teléfono parecía hablar más que antes, quizás estimando hasta cuánto subiría el precio. Movió levemente la cabeza en dirección al subastador, quien apartó la mirada de él y se dirigió a la sala.

—Me ofrecen ciento treinta mil libras —repitió tranquilamente.

—Ahora preste usted atención —dijo en voz baja el señor Snowman a Bond—. Parece que América se retira. Ha llegado el momento de que su hombre me obligue a pujar más.

James Bond se deslizó de su asiento para situarse entre un grupo de periodistas apostados en una esquina, a la izquierda de la tribuna. Peter Wilson dirigía su mirada hacia la esquina más alejada, a la derecha de la sala, pero aunque Bond no pudo detectar ningún movimiento, el subastador anunció:

—Y cuarenta mil libras.

Miró al señor Snowman. Después de una larga pausa, éste levantó cinco dedos. Bond imaginó que era parte del proceso de calentamiento de la puja. Mostraba cierta reticencia, como si estuviera llegando a su límite.

—Ciento cincuenta mil libras.

Se oyó el murmullo de los comentarios y un amago de aplauso. Esta vez la reacción del señor Snowman fue todavía más lenta y el subastador tuvo que repetir dos veces la última oferta. Finalmente, miró directamente al señor Snowman.

—Su oferta, señor.

Por fin el señor Snowman alzó cinco dedos.

—Ciento cincuenta y cinco mil libras.

James Bond empezó a sudar. Todavía no había conseguido nada y la puja debía de estar a punto de acabar. El subastador repitió la oferta.

En ese momento se produjo un leve movimiento. En la parte de atrás de la sala, un hombre de aspecto fornido y traje oscuro alzó el brazo y se quitó discretamente las gafas de sol. Su rostro era regular y anodino. Podía ser un director de sucursal, un miembro de Lloyd's o un médico. Ése debía de ser el código preestablecido con el subastador. Mientras llevara sus gafas de sol, pujaría de diez mil en diez mil; cuando se las quitara, querría decir que se retiraba.

Bond echó un vistazo rápido a la fila de cámaras. Sí, el fotógrafo del MI5 estaba atento y también se había percatado del gesto. Levantó su cámara y disparó la súbita luz del flash. Bond volvió a su asiento y susurró a Snowman:

—Lo tenemos. Hablaré con usted mañana. Muchas gracias.

El señor Snowman se limitó a asentir. Sus ojos no se apartaron ni un momento del subastador.

Bond dejó su asiento y recorrió el pasillo con paso rápido mientras el subastador decía por tercera vez:

—Ofrecen ciento cincuenta y cinco mil libras —para después dar un suave golpe con el martillo—. Adjudicado al señor.

Bond llegó hasta la parte de atrás de la sala antes de que el público se levantara y empezara a aplaudir. Su presa estaba rodeada de sillas doradas y se había vuelto a poner las gafas de sol. Él se puso las suyas y consiguió colarse entre la multitud para situarse detrás de su hombre, mientras el gentío bajaba las escaleras murmurando. El pelo le cubría la parte posterior del cuello, más bien corto, y los lóbulos de las orejas se le pegaban a los dos lados de la cabeza. Tenía una leve joroba, tal vez sólo una deformación ósea, en la parte superior de la espalda. De repente, Bond se acordó: era Piotr Malinowski, el que desempeñaba el cargo oficial de «agregado de agricultura» en la embajada. ¡Así que era él!

Other books

The Muffia by Nicholas, Ann Royal
You Don't Know Jack by Lee, Adrianne
Caught in the Web by Laura Dower
What Price Paradise by Katherine Allred
Willow in Bloom by Victoria Pade
End Game by Matthew Glass


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024