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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Octopussy (6 page)

El estridente timbrazo del teléfono rojo invadió la habitación con tal brusquedad que James Bond, desatento, se llevó automáticamente la mano bajo el brazo izquierdo en un gesto de autodefensa. Las comisuras de sus labios esbozaron una mueca de disgusto cuando reconoció el acto reflejo. Al segundo timbrazo, cogió el auricular.

—¿Señor?

—Señor.

Se levantó de la silla, recogió su chaqueta y, mientras se la ponía, centró sus pensamientos. Había estado dormitando en su cubil y ahora tenía que ponerse en marcha. Atravesó el despacho contiguo y se resistió al impulso de despeinar la tentadora y dorada nuca de Mary Goodnight.

Sólo le dijo «M», salió al pasillo enmoquetado y caminó entre los murmullos y zumbidos apagados de la Sección de Comunicaciones, vecina a la suya, hasta el ascensor que lo subiría a la octava planta.

La expresión de la señorita Moneypenny no revelaba nada. Normalmente manifestaba algo si lo sabía: íntimo regocijo, curiosidad, o, si Bond tenía problemas, aliento o incluso enfado. En ese momento, su sonrisa de bienvenida mostraba indiferencia. Bond supuso que se trataba de algún tipo de trabajo rutinario, un fastidio, e hizo su entrada por aquella fatídica puerta con tal idea en su mente.

Había un visitante, un extraño, sentado a la izquierda de M, quien miró brevemente a Bond cuando entró y se sentó en su lugar habitual, al otro lado del escritorio de piel roja.

—Doctor Fanshawe, creo que no conoce al comandante Bond, de mi Departamento de Investigación —dijo M con sequedad.

Bond estaba acostumbrado a estos eufemismos.

Se levantó y le tendió la mano. El doctor Fanshawe se incorporó, estrechó levemente la mano de Bond y se sentó con rapidez, como si hubiera tocado la garra de un caimán.

Los ojos de aquel hombre debían de estar equipados con un obturador de una milésima de segundo, como el de una cámara fotográfica, porque apenas miró a Bond, como si lo considerara una mera figura anatómica. Así que se trataba evidentemente de un experto, un hombre cuyo interés se centraba en hechos, objetos y teorías, y no en seres humanos. Bond deseó que M lo hubiera puesto en antecedentes, que no tuviera ese deseo malévolo y juguetón, casi infantil, de sorprender, de abrir la caja de sorpresas delante de su personal. Sin embargo, al recordar su aburrimiento de diez minutos antes, se puso en el lugar de M e intuyó claramente que el propio M se había visto sometido al mismo calor de junio, a la misma inopia laboral agobiante y que, con la perspectiva de un respiro inesperado gracias a una emergencia, aunque fuera una pequeña, había decidido sacarle el máximo provecho, el máximo de teatralidad, para aliviar su propio aburrimiento.

El visitante era de mediana edad, sonrosado, bien alimentado y vestía de manera bastante afectada, a la moda neoeduardiana: un abrigo azul oscuro con cuatro botones, puños vueltos, una corbata de seda gruesa con un alfiler de perlas, cuello rígido e inmaculado, gemelos en forma de monedas antiguas y quevedos sujetos por una cinta negra y gruesa. Bond creyó que era un literato, un crítico quizás, soltero, probablemente con tendencias homosexuales.

—El doctor Fanshawe es una autoridad reconocida en joyería antigua —dijo M—. Aunque es confidencial, también es asesor de las Aduanas de Su Majestad y del Departamento de Investigación Criminal en estos temas. De hecho, nuestros amigos del MI5 nos lo han remitido en relación con nuestra señorita Freudenstein.

Bond arqueó las cejas. María Freudenstein era una agente secreta al servicio de la KGB soviética en el corazón del Servicio Secreto. Trabajaba en el Departamento de Comunicaciones, en un compartimiento estanco diseñado especialmente para ella, y su trabajo se limitaba a manejar el Código Púrpura: un código que también se había creado especialmente para ella. Seis veces al día, se encargaba de cifrar y enviar con este código larguísimos SITREPS a la CIA, en Washington. Los mensajes eran producto de la Sección 100, la encargada de los agentes dobles, y eran una mezcla ingeniosa de hechos reales, revelaciones inofensivas y, ocasionalmente, unas gotitas de una gran desinformación. A Maria Freudenstein, ya conocida como una agente soviética cuando entró en el Servicio, le habían permitido robar la clave del Código Púrpura con la intención de que los rusos tuvieran acceso total a estos SITREPS, para poder interceptarlos y descifrarlos, y así, cuando fuera necesario, suministrarles información falsa. Era una operación altamente secreta que debía llevarse con extrema prudencia, pero que, desde hacía tres años, funcionaba perfectamente, y aunque Maria Freudenstein se enteraba así de algunos de los rumores que corrían por el Cuartel General, era un riesgo necesario. Además, no era lo bastante atractiva como para entablar relaciones que pusieran en peligro la seguridad.

M se dirigió al doctor Fanshawe.

—Doctor, ¿quiere usted explicar todo el asunto al comandante Bond?

—Claro, claro. —El Dr. Fanshawe dirigió una mirada rápida a Bond y después la apartó como si hablara con sus botas.— Verá, la cosa es así, comandante. Sin duda habrá usted oído hablar de un hombre llamado Fabergé. Un famoso joyero ruso.

—Confeccionó los fabulosos huevos de Pascua para el zar y la zarina antes de la revolución.

—Era, indudablemente, una de sus especialidades. También creó muchas otras piezas exquisitas que podríamos definir, de manera general, como joyas únicas. Hoy en día, en las salas de subasta, las mejores piezas alcanzan precios realmente fabulosos: 50.000 libras o más. Recientemente, ha entrado en el país la pieza más extraordinaria de todas: la llamada «Esfera

Esmeralda», una soberbia obra de arte conocida hasta ahora sólo a través de un dibujo realizado por el propio gran artista. Este tesoro llegó, por correo certificado desde París, dirigido a la mujer que ustedes conocen, la señorita María Freudenstein.

—Un bonito regalo. ¿Puedo preguntarle cómo se enteró, doctor?

—Tal como le ha dicho su jefe, soy asesor de Aduanas y Aranceles de Su Majestad en las cuestiones relacionadas con joyas antiguas y similares obras de arte. El valor declarado del paquete era de 100.000 libras; un precio inusual. Existen métodos para abrir paquetes como ése sin que se note. El paquete fue abierto, naturalmente, bajo una orden del Ministerio del Interior, y me llamaron para examinar su contenido y tasarlo. Reconocí inmediatamente la «Esfera Esmeralda» gracias a la descripción y al dibujo que aparece en el libro definitivo del señor Kenneth Snowman sobre Fabergé. Manifesté que el precio declarado podía ser más bien bajo. Sin embargo, lo que me llamó particularmente la atención fue el documento adjunto, en ruso y francés, que describía la procedencia de este objeto de incalculable valor.

Con un leve gesto, el doctor Fanshawe señaló un fotostato, que M tenía encima del escritorio, de lo que parecía ser un sencillo árbol genealógico.

—Esta es la copia que hice —prosiguió—. En pocas palabras, afirma que el abuelo de la señorita Freudenstein le encargó directamente a Fabergé que hiciera la «Esfera» en 1917; sin duda para transformar parte de sus rublos en algo manejable y de gran valor. A su muerte en 1918, pasó a su hermano y, más tarde, en 1950, a la madre de la señorita Freudenstein.

Parece que ésta abandonó Rusia cuando era niña y creció en los círculos de rusos blancos emigrados en París. Nunca se casó, pero tuvo una hija ilegítima, Maria. Según parece, murió el año pasado y algún amigo suyo o albacea (el papel no está firmado) ha enviado la «Esfera» a su legítima propietaria, la señorita Maria Freudenstein. Yo no tenía motivo alguno para dudar de esta mujer, aunque, como pueden imaginar, despertó un vivo interés en mí. El mes pasado, Sotheby's anunció la subasta de la pieza, descrita como «propiedad de una dama», para dentro de una semana a partir de hoy. En nombre del Museo Británico, y… de otras partes interesadas, hice algunas discretas averiguaciones y conocí a la dama, que confirmó inmutable la más que improbable historia de su procedencia. Fue entonces cuando me enteré de que trabajaba en el Ministerio de Defensa y pensé suspicazmente que era extraño, por no decir otra cosa, que un funcionario subalterno, presumiblemente encargado de tareas delicadas, recibiera tan de improviso un regalo con un valor de 100.000 libras o más del extranjero. Hablé con un alto funcionario del M15 con quien tengo contacto por mi trabajo para las Aduanas de Su Majestad y me remitió a este… departamento.

El Dr. Fanshawe extendió las manos y dirigió una breve mirada a Bond.

—Esto, comandante —concluyó—, es todo lo que puedo decirle.

—Gracias, doctor —intervino M—. Una o dos preguntas para terminar y no le retendré más. ¿Ha examinado usted esa bola de esmeraldas y dictaminado que es auténtica?

El doctor Fanshawe dejó de mirarse las botas. Alzó la mirada y la dirigió a algún punto situado encima del hombro izquierdo de M.

—Desde luego —respondió—. Así lo ha hecho también el señor Snowman, de Wartski's, los mayores expertos y marchantes de Fabergé del mundo. Sin duda se trata de la obra maestra perdida de la que sólo se tenían noticias hasta ahora a través del dibujo de Fabergé.

—¿Qué me dice de su procedencia? ¿Qué dicen los expertos?

—Es convincente. Las mejores piezas de Fabergé fueron en su mayoría encargos privados. La señorita Freudenstein dice que su abuelo era un hombre inmensamente rico antes de la revolución: un fabricante de porcelanas. El noventa y nueve por ciento de toda la producción de Fabergé salió del país. Sólo quedan algunas pocas piezas en el Kremlin, descritas simplemente como «ejemplos de la joyería rusa prerrevolucionaria». El punto de vista oficial soviético siempre las ha considerado baratijas capitalistas. Oficialmente, las desprecian de igual modo que desprecian su magnífica colección de impresionistas franceses.

—Así que los soviéticos todavía tienen en su poder algunas piezas creadas por Fabergé. ¿Es posible que esta joya hubiera permanecido escondida en el Kremlin durante todos estos años?

—Desde luego. El tesoro del Kremlin es inmenso. Nadie sabe qué mantiene oculto. Sólo recientemente han mostrado lo que han querido.

M dio una calada a su pipa. A través del humo sus ojos aparecían inexpresivos, casi indiferentes.

—Así que, en teoría, ¿no hay ninguna razón por la cual la bola de esmeraldas no haya sido desenterrada de su rincón del Kremlin y, bien disfrazada con una historia falsa para determinar su propiedad, enviada al extranjero como recompensa para algún amigo de Rusia por los servicios prestados?

—Ninguna en absoluto. Sería un método ingenioso de recompensar a su beneficiario o beneficiada con seguridad sin correr el riesgo de ingresar grandes sumas de dinero en su cuenta corriente.

—Pero la recompensa final en dinero dependería, por supuesto, de la cantidad que se obtuviera de la venta del objeto, el precio de subasta, por ejemplo.

—Exactamente.

—¿Y qué precio cree usted que puede conseguirse en Sotheby's?

—Es imposible decirlo. Wartski's sin duda pujará muy alto, pero, desde luego, no estarán dispuestos a contar a nadie hasta cuánto subirán, ya sea para ellos, por así decirlo, o para un cliente suyo. En gran parte, la suma a pujar dependerá de si surge otro postor. Sea como fuere, yo diría que no menos de 100.000 libras.

—Mmm… —La boca de M esbozó una mueca de disgusto.— Un pedazo de joya bastante caro.

El doctor Fanshawe se quedó horrorizado ante la descarada muestra de incultura de M. Esta vez lo miró directamente a los ojos.

—Señor mío —exclamó—, ¿considera usted el Goya robado, vendido en Sotheby's por 140.000 libras, y destinado finalmente a la National Gallery, sólo como un pedazo, según sus palabras, de lienzo y pintura?

—Perdóneme, doctor Fanshawe —dijo M en tono apaciguador—. Me he expresado muy mal. Con mi sueldo de oficial de la Armada, nunca he tenido suficiente tiempo como para dedicarlo a las obras de arte, ni tampoco dinero para comprar una. Sólo pretendía expresar mi sorpresa ante los exorbitantes precios que se alcanzan hoy en día en las subastas.

—Tiene usted todo el derecho a tener sus opiniones, señor —dijo el doctor Fanshawe en tono reprobatorio.

Bond pensó que era el momento de rescatar a M y se levantó. Él también quería que el doctor Fanshawe saliera del despacho para poder tratar los aspectos profesionales de aquel extraño asunto.

—Bien, señor —dijo a M—, creo que no necesito saber nada más. Sin duda, todo acabará aclarándose («¡Seguro que no!») y resultará que un miembro de su personal es una mujer con mucha suerte. No obstante, el señor Fanshawe ha sido muy amable al tomarse tantas molestias. —Se dirigió a este último.— ¿Desea usted trasladarse en coche a alguna parte?

—No, gracias, muchas gracias. Daré un agradable paseo por el parque.

Se estrecharon las manos, se intercambiaron despedidas y Bond acompañó al doctor hasta la puerta. M había sacado de un cajón un abultado expediente, con el sello de alto secreto en forma de estrella roja, y estaba concentrado en su lectura. Bond volvió a sentarse y esperó. En la habitación sólo se oía el ruido producido al hojear unas páginas, hasta que M sacó una cartulina azul, de las que usaba para los Expedientes Confidenciales de Personal, y empezó a leer atentamente la maraña de líneas prietas que llenaban ambas caras de la hoja. Entonces todo quedó en silencio.

Por fin, M guardó la hoja en el expediente y alzó la mirada.

—Sí —dijo, con los azules ojos iluminados por el interés—. Todo encaja. La chica nació en París en 1935. Su madre fue un miembro activo de la Resistencia durante la guerra. Ayudó a mantener la ruta de huida «Tulipán» con éxito. Después de la guerra, la joven fue a la Sorbona y consiguió un trabajo como intérprete en la oficinal del agregado naval de la embajada. Ya sabe el resto. Se vio implicada (un desagradable asunto de sexo) por algunos antiguos amigos de su madre de la Resistencia que, en aquel momento, trabajaban para la NKVD
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y, desde entonces, ha estado trabajando bajo las órdenes de Control. Sin duda, siguiendo instrucciones, solicitó la nacionalidad británica. La aprobación de la embajada y el pasado de su madre en la Resistencia la ayudaron a obtenerla en 1959. Llegó hasta nosotros por recomendación del Foreign Office, pero fue entonces cuando cometió su gran error. Solicitó un año de permiso antes de incorporarse y la red Hutchinson nos informó que había ingresado en la escuela de espionaje de Leningrado. Es de suponer que allí recibió el entrenamiento habitual y tuvimos que decidir qué hacer con ella. La Sección 100 ideó la operación «Código Púrpura». Lo demás ya lo sabe. Ha estado trabajando durante tres años en el Cuartel General para la KGB y ahora recibirá su recompensa: esa bola de esmeraldas que vale 100.000 libras. Lo cual resulta interesante por dos razones. La primera porque significa que la KGB se ha tragado el Código Púrpura entero, ya que, en caso contrario, no estaría dispuesta a hacer un desembolso tan enorme. Eso es bueno. Quiere decir que podemos arriesgarnos aún más con el material que les estamos enviando: transmitir material falso de Grado 3 o, incluso, movernos al Grado 2. La segunda porque explica algo que nunca he sido capaz de comprender: que esta muchacha no haya recibido hasta ahora ni un solo pago por sus servicios. Esto nos tenía preocupados. Tenía una cuenta en Glyn Mills en la que sólo ingresaba su sueldo mensual de unas 50 libras, con el que vivía. Ahora recibirá la liquidación de una sola vez mediante la baratija de la que hemos estado hablando. Todo cuadra.

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