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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Octopussy (10 page)

—De acuerdo, señor. Imagino que el jefe de Estado Mayor conoce todos los detalles. Será mejor que me vaya para hacer unas cuantas prácticas. Que fallara no serviría de nada.

Bond se dirigió hacia la puerta.

—Siento haberle cargado con esto —dijo M en voz baja—. Un trabajo muy sucio. Pero tiene que hacerse bien.

—Haré lo que pueda, señor.

James Bond cerró la puerta al salir. Aquel trabajo no le gustaba, pero, al fin y al cabo, prefería hacerlo que tener la responsabilidad de ordenar a otro que lo hiciera.

El jefe de Estado Mayor se mostró sólo un poco más amable.

—Siento que le haya tocado a usted. James —dijo—. Taqueray dejó muy claro que no tenía a nadie suficientemente bueno en su estación, y este tipo de trabajo no se puede pedir a un soldado corriente. Hay muchos buenos tiradores en el BAOR
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, pero un blanco vivo requiere un temple especial. En cualquier caso, he ido a Bisley y le he conseguido unas prácticas de tiro esta noche, a las ocho y cuarto, cuando el polígono esté cerrado. La visibilidad será aproximadamente la misma que tendrá en Berlín alrededor de una hora más temprano. El armero tiene el arma: un trasto de precisión que mandará con uno de sus hombres. Usted sabrá qué hacer. Tiene reservado un billete en el vuelo chárter de la BEA que sale a medianoche hacia Berlín. Coja un taxi hasta esta dirección. —Le entregó un papel.— Suba al cuarto piso; allí lo esperará el Número 2 de Taqueray. Me temo que luego sólo le quedará sentarse a esperar durante los próximos tres días.

—¿Y qué pasa con el arma? ¿Tendré que pasarla por la aduana metida en una bolsa de golf o algo parecido?

Al jefe de Estado Mayor no le pareció gracioso el comentario.

—Viajará en una bolsa del Foreign Office. La recibirá mañana al mediodía. —Había cogido un cuaderno de notas.— Ahora será mejor que se ponga manos a la obra. Yo informaré a Taqueray de que todo está arreglado.

James Bond echó una ojeada a la esfera, de un azul mortecino, del reloj del tablero de mandos. Las diez y cuarto. Con suerte, a la misma hora del día siguiente, todo habría acabado ya. Al fin y al cabo, era la vida del tal «Gatillo» contra la vida de 272. No era
exactamente
un asesinato, aunque se le parecía mucho. Tocó la bocina con su potente claxon a un inofensivo turismo familiar, giró en la plaza con un derrapaje seco e innecesario, enderezó el volante bruscamente y se dirigió hacia las luces lejanas del aeropuerto de Londres.

El feo edificio de seis pisos en la esquina de Kochstrasse y Wilhelmstrasse era el único que todavía se sostenía en pie en aquel erial bombardeado. Bond pagó el taxi y, antes de tocar el timbre del cuarto piso y de oír inmediatamente el sonido del interfono, intuyó brevemente la imagen de paredes semiderruidas cubiertas de malas hierbas que se extendían hasta un amplio y desierto cruce de calles, iluminado en el centro por un grupo de arcos voltaicos amarillentos. La puerta se cerró detrás de él y se dirigió hacia el viejo ascensor por el desnudo suelo de cemento. El olor a repollo, tabaco barato y sudor le recordó otros bloques de pisos de Alemania y Europa central. Incluso el chirrido desmayado y débil del lento ascensor formaba parte del centenar de misiones a las que M le había lanzado, como si fuera un proyectil dirigido contra un blanco alejado y en las que había esperándole un problema, que se suponía debía resolver. Al menos en esta ocasión el comité de bienvenida estaba de su lado. Esta vez no había nada que temer al final de las escaleras.

El Número 2 de la Estación BO del Servicio Secreto era un hombre delgado y nervioso de unos cuarenta años. Llevaba el uniforme propio de su profesión, en este caso de antiguo alumno del Winchester College, que consistía en un usado traje de tweed de espiguilla verde oscuro, ligero y bien cortado, una suave camisa de seda blanca y una corbata. Al ver la corbata, y mientras intercambiaban los saludos convencionales en el reducido y viciado vestíbulo del piso, el ánimo de Bond, ya muy bajo, todavía se hundió más. Conocía a aquel tipo de hombre: piedra angular de la administración pública; poco estimado en el Winchester; buen segundón en PPE
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en Oxford; la guerra, trabajos para el Estado Mayor llevados a cabo meticulosamente; quizás una OBE
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; Comisión de control aliado en Alemania, donde había sido reclutado por el Departamento de Inteligencia, del que pasó al Servicio Secreto, ya que era un trabajador ideal y experto en Seguridad, y porque pensaba que allí encontraría lo que nunca había tenido: vida, drama, amor. Se necesitaba un hombre sobrio y cuidadoso para que hiciera de carabina de Bond en aquel feo asunto, y el capitán Paul Sender, antiguo miembro de la Guardia galesa, había sido la elección obvia. Por supuesto, había aceptado. Ahora, como buen ex alumno del Winchester, ocultaba su desagrado por aquel trabajo bajo una prudente y trillada conversación, mientras enseñaba a Bond la distribución del piso y los arreglos que había llevado a cabo para, por un lado, preparar la ejecución y, por otro, su propia comodidad.

El piso consistía en un amplio dormitorio doble, un baño y una cocina con comida enlatada, leche, mantequilla, huevos, té, tocino, pan y una botella de Dimple Haig. La única característica extraña del dormitorio era que una de sus camas dobles estaba pegada a las cortinas, que cubrían la única y amplia ventana, y que debajo de las sábanas había amontonados tres colchones.

—¿Quiere usted echar un vistazo al campo de tiro? —preguntó el capitán Sender—. Después podré explicarle qué piensan hacer los del otro bando.

Bond estaba cansado. No tenía muchas ganas de irse a la cama con la imagen de un campo de batalla en la cabeza.

—Muy bien —dijo.

El capitán Sender apagó la luz. Los resquicios de luz procedentes del cruce iluminaron el contorno de las cortinas.

—No quiero descorrer las cortinas —explicó el capitán Sender—. Quizás estén vigilando por si aparece un grupo de cobertura para 272. Si se tumba en la cama y mete la cabeza bajo las cortinas, le informaré acerca de lo que se ve. Mire a la izquierda.

Era una ventana de guillotina cuya mitad inferior estaba abierta. El colchón cedía muy poco, por lo que James Bond se encontró, más o menos, en la misma posición de fuego que había adoptado en el polígono de tiro Century, sólo que ahora contemplaba un irregular terreno destruido por bombas y cubierto de malas hierbas que se extendía hasta el brillante río de la Zimmerstrasse: la frontera con el Berlín Este. Parecía haber unos ciento cincuenta metros. Por encima de él, al otro lado de las cortinas, el capitán Sender reanudó la explicación. A Bond le recordó una sesión con un espiritista.

—Delante de usted está el terreno bombardeado. Hay muchos sitios para ponerse a cubierto y unos ciento treinta metros hasta la frontera. Después, la frontera, la calle, y luego una larga franja de más terreno bombardeado en el lado enemigo. Por esta razón 272 escogió esta ruta, porque es uno de los pocos lugares de la ciudad donde el terreno es irregular: hierbas altas, paredes derruidas y sótanos en ambos lados de la frontera. Se arrastrará entre la maraña de aquel lado y cruzará corriendo la Zimmerstrasse hasta alcanzar la maraña de nuestro lado. El problema es que tendrá que correr treinta metros de frontera profusamente iluminados. Ese será el lugar para matarlo, ¿de acuerdo?

—Sí —dijo Bond en voz baja.

El rastro del enemigo y la necesidad de tomar precauciones ya se habían apoderado de su ánimo.

—A la izquierda, el gran bloque nuevo de diez pisos es la Haus der Ministerien, el principal centro neurálgico del Berlín Este. Verá que en la mayor parte de las ventanas hay luz. La actividad se mantiene durante toda la noche; esos tipos trabajan mucho, las veinticuatro horas del día. Seguramente no tendrá que preocuparse por las ventanas iluminadas. Sin duda, el tal «Gatillo» disparará desde una de las ventanas a oscuras. Si se fija, verá que hay cuatro ventanas juntas en la esquina, encima del cruce. Anoche estaban a oscuras y esta noche también. Tienen una línea de fuego perfecta; desde ahí, hay una distancia de entre trescientos y trescientos diez metros. Tengo las cifras exactas, si las necesita. No hay mucho más que pueda preocuparle. Esa calle es solitaria. Por la noche, sólo pasan patrullas motorizadas cada media hora: un carro blindado ligero con un par de motos como escolta. Anoche, y supongo que es lo habitual, entre seis y siete (a la hora en que tendrá que hacerlo), había poca gente que circulara por la entrada lateral. Parecían funcionarios. Con anterioridad, no pasó nada fuera de lo corriente: el número habitual de gente que entra y sale de un edificio oficial muy concurrido, con la excepción de una maldita orquesta entera de mujeres. Hicieron un jaleo tremendo en la sala de conciertos que tienen dentro. Una parte del edificio alberga el Ministerio de Cultura. Por lo demás, nada. No hemos visto a ninguno de los tipos de la KGB que conocemos, ni indicio alguno de preparativos para un trabajo como éste. Pero resulta lógico, claro. Los tipos del otro bando son cuidadosos. En cualquier caso, échele un buen vistazo y no olvide que ahora está más oscuro de lo que lo estará mañana hacia las seis. De todas formas, puede hacerse una idea de todo ello.

Bond tuvo la visión de conjunto, que permaneció en su cabeza hasta mucho después de que el otro hombre estuviera profundamente dormido y roncara quedamente con un chasquido suave y regular…, el ronquido de un antiguo alumno del Winchester, pensó Bond con irritación.

Sí, había tenido la visión, la visión de un atisbo de movimiento entre las ruinas sombrías al otro lado del brillante río de luz, una pausa, y luego una carrera zigzagueante a toda velocidad de un hombre iluminado por el brillo intenso de unos arcos, el estampido de un disparo y un bulto desplomado e informe en medio de la avenida, o el sonido de su propio disparo a través de las matas y los escombros del sector oriental: muerte súbita o huida hasta la base. ¡Una buena disyuntiva! ¿Cuánto tiempo tendría Bond para ver al francotirador ruso en cualquiera de esas ventanas oscuras? ¿Y para matarlo? ¿Cinco segundos? ¿Diez? Cuando el amanecer bordeó las cortinas con una luz grisácea, Bond capituló ante su mente agitada. Ella había ganado. Fue al baño sin hacer ruido y examinó las hileras de medicinas que un considerado Servicio Secreto había preparado para mantener a su verdugo en forma. Escogió Tuinal, un somnífero, se tragó un par de aquellas cargas de profundidad azules y rojas con la ayuda de un vaso de agua y volvió a la cama. Después, aturdido, se durmió.

Despertó al mediodía. El piso estaba vacío. Bond descorrió las cortinas para dejar entrar la luz gris de un día prusiano y, de pie y apartado de la cortina, contempló la monotonía de Berlín, mientras escuchaba el ruido de los tranvías y el chirrido lejano del U-Bahn al tomar la amplia curva hacia el Zoo. Echó una rápida mirada de desagrado a lo que había estado observando la noche anterior, se fijó en que los hierbajos que había entre los escombros de los bombardeos eran muy parecidos a los de Londres: enredaderas, acederas y helechos, y se dirigió a la cocina. Allí había una nota sobre una rebanada de pan:

«Mi amigo
—un eufemismo del Servicio Secreto que en ese contexto se refería al jefe de Sender—
dice que, si quiere, puede salir, pero vuelva hacia las 17:00 horas. Su equipo
—otra palabra para referirse al fusil de Bond—
ha llegado y el asistente lo montará esta tarde. P. Sender.»

Bond encendió la cocina de gas y quemó el mensaje con una mueca burlona. Después se preparó un gran plato de huevos revueltos con tocino, que colocó encima de una tostada con mantequilla, y lo acompañó de un café al que había añadido una generosa ración de whisky. Luego se dio una ducha, se afeitó y se vistió con un traje sobrio y anónimo, típico de un europeo de clase media, que había traído expresamente. Miró su cama deshecha, decidió que podía irse al cuerno y, después de bajar en el ascensor, salió del edificio.

James Bond siempre había pensado que Berlín era una ciudad sombría y hostil y creía que su parte occidental estaba barnizada con una frágil y chapucera capa de lustre, como los accesorios cromados de los automóviles norteamericanos. Fue andando hasta la Kurfürstendamm, se sentó en el Café Marquardt, se tomó un café y contempló, con ánimo melancólico, las obedientes colas de peatones que esperaban el verde de los semáforos mientras el resplandeciente flujo de vehículos se dirigía a realizar un peligroso baile en aquel cruce tan concurrido.

Fuera hacía frío, y el viento inclemente, procedente de las estepas rusas, azotaba las faldas de las muchachas y los impermeables de los impacientes y presurosos hombres, cada uno con su inevitable maletín bajo el brazo. Los radiadores infrarrojos del café refulgían con un resplandor rojizo que confería un brillo falso a los rostros de los ocupantes del local mientras consumían su tradicional «taza de café y diez vasos de agua», leían gratis los periódicos y revistas de los revisteros de madera o se inclinaban afanosos sobre documentos de trabajo.

Bond, eliminando de su mente todo lo concerniente a aquella noche, discutió consigo mismo maneras de pasar la tarde. Finalmente, las redujo a dos: una visita al edificio de piedra marrón y apariencia respetable en Clausewitzstrasse, conocido por todos los conserjes de hotel y taxistas de la ciudad, o una excursión al Wannsee con una caminata agotadora por el Grunewald. Triunfó la virtud. Bond pagó su café, salió al frío de la calle y cogió un taxi al Zoo.

El aliento del otoño había rozado los bellos árboles jóvenes que rodeaban el lago y su verdor estaba ya salpicado de oro. Bond anduvo a buen paso durante dos horas por los senderos cubiertos de hojas y, después, eligió un restaurante con una terraza acristalada situada sobre el lago para disfrutar de un almuerzo tardío, compuesto por una ración doble de arenques salados recubiertos de crema y aros de cebolla y dos «Molle mit Korn» —schnapps, dobles, acompañados de cerveza Lowenbráu—. Más tarde, sintiéndose más animado, cogió el S-Bahn de vuelta a la ciudad.

Delante del edificio, un hombre joven de aspecto anodino manipulaba el motor de un Opel negro. No levantó la cabeza del capó cuando Bond pasó a su lado en dirección a la puerta para tocar el timbre.

El capitán Sender lo tranquilizó. Era un «amigo», un cabo del departamento de transporte de la Estación BO. Había arreglado un problema complicado del motor del Opel y todas las noches, de seis a siete, estaría preparado para producir una serie de sonidos explosivos con el coche cuando Sender le diera la señal por su walkie-talkie. Así cubrirían el ruido de los disparos de Bond. De lo contrario, el vecindario podría avisar a la policía y tendrían que dar muchas explicaciones desagradables. Su escondite estaba en el sector estadounidense y, aunque sus «amigos» norteamericanos habían dado vía libre a la operación, los «amigos» estaban naturalmente ansiosos de que fuera un trabajo limpio y sin consecuencias.

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