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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Octopussy (7 page)

M cogió el cenicero, hecho con una concha de unos veinte centímetros, y le dio unos golpecitos secos con su pipa, con la apariencia de un hombre que ha aprovechado bien la tarde.

Bond se removió en su silla. Se moría de ganas de fumar un cigarrillo, pero nunca se habría atrevido a hacerlo en el despacho de M. Quería fumar para centrar sus pensamientos. Sentía que aquel problema tenía algunos cabos sueltos, uno especialmente.

—¿Sabemos quién es su control local? —dijo suavemente—. ¿Cómo recibe las instrucciones?

—No las necesita —dijo M con impaciencia, entretenido con su pipa—. Una vez hubo echado mano del Código Púrpura, sólo tenía que conservar su trabajo. ¡Maldita sea! Les pone todo el material en bandeja seis veces al día. ¿Para qué necesita que le den instrucciones? Dudo que los hombres de la KGB en Londres conozcan su existencia, quizás el director residente, pero, como usted sabe, ni siquiera sabemos quién es. Daría cualquier cosa por saberlo.

Una súbita intuición iluminó a Bond. Fue como si un proyector pasara una película dentro de su cerebro, una película en blanco.

—Podría ser que ese asunto de Sotheby's nos revelara su identidad… —dijo lentamente—, que nos permitiera saber quién es.

—¿De qué diablos está hablando, 007? Explíquese.

—De acuerdo, señor. —La tranquila voz de Bond evidenciaba su seguridad—. ¿Recuerda lo que ese doctor Fanshawe dijo sobre el otro postor? ¿Alguien que obligaría a los marchantes de Wartski a subir su precio máximo? Si, como parece, los rusos no conocen o no les interesa gran cosa Fabergé, tal como dice el doctor Fanshawe, es posible que no sean conscientes del valor real de la joya. De todas maneras, es probable que la KGB no sepa nada sobre estos temas. Es posible que imaginen que sólo las piedras valen, digamos diez o veinte mil libras por la esmeralda. Esta cantidad parece más lógica que la pequeña fortuna que obtendrá la muchacha, si el doctor Fanshawe tiene razón. Bien, si el director residente es el único que conoce la existencia de la joven, será el único en saber algo sobre el pago. Así que será él el otro postor. Le enviarán a Sotheby's y le dirán que puje para que el precio aumente. Estoy seguro. Así podremos identificarlo y tendremos suficientes cargos contra él como para enviarlo de vuelta a casa. Ni siquiera sabrá quién le ha golpeado, ni tampoco la KGB. Puedo ir a la subasta, localizarlo y, si tenemos la sala cubierta por nuestras cámaras y además las actas de la subasta, podemos hacer que el Foreign Office lo declare «persona non grata» en menos de una semana. Los directores residentes no crecen como setas. Pueden pasar meses antes de que la KGB designe un sustituto.

—Quizás tenga razón —admitió M, pensativo.

Giró la silla y contempló el perfil irregular de Londres desde la gran ventana. Finalmente dijo, por encima del hombro—: De acuerdo, 007. Vaya a ver al jefe de Estado Mayor y ponga en marcha el plan. Yo lo arreglaré con Cinco. Es su territorio, pero es nuestro pájaro. No habrá ningún problema. Pero no se deje llevar al pujar por esa baratija. No me sobra el dinero.

—No, señor —dijo Bond.

Se levantó y salió rápidamente del despacho. Pensó que había sido muy listo y quería comprobar que así era. No quería que M cambiara de opinión.

Wartski's tenía una modesta pero ultramoderna fachada en el 138 de Regent Street. El escaparate, con una limitada exposición de joyas antiguas y modernas, no dejaba entrever que se trataba de uno de los mayores expertos en Fabergé del mundo. El interior, enmoquetado en gris, paredes forradas de sicomoro y con algunas vitrinas sin pretensiones, no albergaba la misma sensación de un Cartier, Boucheron o Van Cleef, pero el conjunto de títulos de proveedores oficiales enmarcados de la reina Mary, la reina madre, la reina, el rey Pablo de Grecia y el improbable rey Federico IX de Dinamarca, sugería que no se trataba de una joyería corriente.

James Bond preguntó por el señor Kenneth Snowman. Un hombre apuesto de unos cuarenta años, muy bien vestido, se levantó de entre un grupo de hombres que estaban sentados con las cabezas juntas en la parte de atrás de la sala y se acercó a él.

—Soy del Departamento de Investigación Criminal —dijo Bond con discreción—. ¿Podemos hablar?

Quizás quiera comprobar primero mis credenciales. Me llamo James Bond, pero tendrá usted que hablar directamente con sir Ronald Vallance o con su asistente personal. No formo parte de los efectivos de Scotland Yard. Hago una especie de trabajo de enlace.

Unos ojos inteligentes y observadores ni siquiera lo examinaron. El hombre sonrió.

—Vayamos abajo. Estaba hablando con unos amigos americanos; en realidad, una especie de representantes de la «Vieja Rusia» en la Quinta Avenida.

—Conozco el sito —dijo Bond—. Lleno de iconos opulentos y cosas parecidas. No está lejos de Pierre.

—Exacto.

El señor Snowman pareció sentirse más tranquilo. Guió a Bond por una escalera estrecha, cubierta por una gruesa moqueta, hasta una sala de exposición que era sin duda donde se hallaba el verdadero tesoro de la tienda. En las paredes, y dispuestos en estuches iluminados, brillaban el oro, los brillantes y las piedras talladas.

—Tome asiento. ¿Un cigarrillo?

Bond cogió uno de los suyos.

—Se trata de la pieza de Fabergé que sale a subasta en Sotheby's mañana, la Esfera Esmeralda.

—Ah, sí. —La despejada frente del señor Snowman se arrugó ansiosamente.— Espero que no haya ningún problema.

—Por nuestra parte no hay ninguno, pero nos interesa mucho la subasta en sí. Conocemos a la propietaria, la señorita Freudenstein. Creemos posible que se intente subir el precio de puja de manera artificial. Estamos interesados en el otro postor, suponiendo, claro está, que su empresa vaya a tomar la iniciativa, por así decirlo.

—Bueno…, sí —dijo el señor Snowman con una sinceridad bastante suspicaz—. Sin duda iremos a por ella, pero el precio de venta será altísimo. Entre usted y yo, V y A van a pujar y, probablemente, el Metropolitan también. Pero si usted está interesado en un estafador, no se preocupe. Está fuera de su alcance.

—No —dijo Bond—. No estamos buscando a un estafador.

Se preguntó hasta qué punto podía confiar en aquel hombre. El hecho de que alguien sea muy discreto con los secretos de su propia empresa no garantiza que lo sea también con los secretos de otros. Bond cogió una placa de madera y marfil que había encima de la mesa. Decía:

«Esto es malo, esto no vale nada, dice todo comprador; y tras habérselo llevado, se vanagloria de la compra.»

Proverbios, XX, 14.

A Bond le causó gracia y así lo manifestó.

—Esta cita describe la historia completa del comercio, de los vendedores y los clientes —dijo, mirando al señor Snowman directamente a los ojos—. Para este caso necesito este tipo de olfato, de intuición. ¿Me echará una mano?

—Por supuesto, si me dice en qué puedo ayudarle —hizo un gesto con la mano—. Si está preocupado porque se trata de algún secreto, no se preocupe. Los joyeros estamos acostumbrados a ellos. Seguramente Scotland Yard le daría buenos informes sobre nosotros en ese aspecto. Dios sabe que hemos tenido mucha relación con ellos en los últimos años.

—¿Y si le dijera que pertenezco al Ministerio de Defensa?

—Sería lo mismo —dijo el señor Snowman—. ¡Puede usted confiar en mi discreción sin dudarlo!

—De acuerdo —se decidió Bond—. Mire, todo este asunto entra dentro de la Ley de Secretos Oficiales. Sospechamos que el otro postor, el que presuntamente pujará contra ustedes, es un agente secreto soviético. Mi trabajo consiste en descubrir su identidad. Lo siento, pero me temo que no puedo contarle nada más y, de hecho, no necesita saber más. Todo lo que quiero es ir con usted a Sotheby's mañana por la noche y que me ayude a localizar a ese hombre. No conseguirá ninguna medalla, me temo, pero le estaremos extremadamente agradecidos.

Los ojos del señor Kenneth Snowman brillaron entusiasmados:

—Por supuesto. Estaremos encantados de ayudarlos en lo que sea, pero —añadió dubitativo— ya sabe que no será tan fácil como parece. Peter Wilson, el director de Sotheby's, oficiará la subasta. Es la única persona que podría decírnoslo con toda seguridad, si es que, claro está, el otro postor quiere permanecer en el anonimato. Hay decenas de maneras de pujar sin hacer tan sólo un movimiento. Si antes de la subasta el postor acuerda su método, su código por así decirlo, con Peter Wilson, éste no se lo revelaría a nadie. Revelar su límite arruinaría la táctica del postor y, como puede imaginarse, eso es un secreto muy bien guardado en una sala de subastas. Y menos aún si usted va conmigo porque seré probablemente quien lleve la iniciativa. Sé hasta cuánto pujaré para mi cliente, por cierto, pero me facilitaría inmensamente el trabajo saber hasta dónde pujará el otro postor. De momento, lo que me ha contado me será de gran ayuda. Advertiré a mi cliente que debe ir mucho más lejos. Si ese tipo que busca sabe mantener la calma, puede hacerme pujar muy alto y, claro está, habrá más interesados en la sala. Según parece, será una noche memorable. Emitirán la subasta por televisión. Todos los millonarios, duques y duquesas están invitados a esta función de gala que Sotheby's sabe organizar tan bien. Sin duda, es una publicidad estupenda. ¡Por Dios! Si supieran que hay un asunto de policías y ladrones entre manos, ¡se alborotarían! Y bien, ¿hay algo más que deba hacer? ¿Sólo localizar al hombre y punto?

—Eso es todo. ¿Hasta qué límite cree que subirá la puja?

El señor Snowman se dio unos golpecitos en los dientes con un bolígrafo de oro.

—Verá usted, de este tema no puedo hablar. Sé hasta cuánto pujaré, pero es un secreto de mi cliente. —Calló y pareció pensativo.— Digamos que sería sorprendente que se vendiera por menos de 100.000 libras.

—Ya veo —dijo Bond—. Entonces ¿cómo puedo entrar en la subasta?

El señor Snowman sacó una elegante cartera de cocodrilo, de la que extrajo dos cartoncitos impresos y le entregó uno.

—Es la entrada de mi mujer. A ella la colocaré en cualquier otro lugar de la sala. B5, un buen lugar delante, en el centro. Yo tengo la B6.

Bond cogió la entrada. Se leía:

Sotheby's & Co.

Venta de

Un estuche de joyas magníficas

y

Una joya única de Carl Fabergé

Propiedad de una dama.

Entrada individual a la Sala Principal de Subastas.

Martes, 20 de junio, a las 21:30 en punto.

ENTRADA POR SAINT GEORGE STREET

—No es la antigua entrada georgiana por Bond Street —comentó el señor Snowman—. Ahora que Bond Street es de dirección única, han puesto una impresionante alfombra roja en la puerta de atrás. Y ahora —se levantó de la silla—, ¿le gustaría ver alguna pieza de Fabergé? Aquí tenemos algunas que mi padre compró al Kremlin hacia 1927. Así se podrá hacer una idea sobre cómo funciona esto, aunque, sin duda, la Esfera Esmeralda es incomparablemente más valiosa que cualquiera de las piezas de Fabergé que pueda mostrarle, a excepción del los Huevos de Pascua Imperiales.

Más tarde, deslumbrado por los brillantes, el oro de todos los colores y el brillo sedoso de los esmaltes translúcidos, James Bond salió de aquella cueva de Aladino situada bajo Regent Street y se dispuso a pasar el resto del día en las lóbregas oficinas cercanas a Whitehall, para ultimar los aburridos detalles necesarios que hicieran posible, en una sala atiborrada, identificar y fotografiar a un hombre que todavía no tenía rostro ni identidad, pero que, sin duda, era el principal espía soviético en Londres.

A lo largo del día siguiente, la agitación de Bond aumentó. Encontró una excusa para entrar en la Sección de Comunicaciones y paseó un poco por la pequeña habitación donde Maria Freudenstein y dos ayudantes trabajaban con las máquinas de codificación encargadas de los mensajes del Código Púrpura. Aprovechando el acceso libre que le habían otorgado para consultar el material del Cuartel General, cogió un expediente aún sin codificar y echó un vistazo a aquellos párrafos cuidadosamente editados que, al cabo de una media hora, algún agente subalterno de la CIA desecharía sin leerlos, mientras en Moscú serían entregados, con reverencia, a algún alto oficial de la KGB. Bromeó con las dos ayudantes, pero Maria Freudenstein sólo levantó la mirada de la máquina para dirigirle una sonrisa cortés. A Bond se le erizó la piel imperceptiblemente al sentir la proximidad de la traición y del oscuro y mortal secreto escondido bajo la blusa blanca de volantes. Era una chica poco agraciada, de piel pálida, con granos, pelo negro y un aspecto algo desaseado. Nadie amaría a una chica como aquélla, tenía pocos amigos, estaba a la defensiva, especialmente en cuanto a su ilegitimidad, y resentida con la sociedad. Quizá su único placer en la vida consistía en el magnífico secreto que albergaba en su pecho plano: el saber que era más inteligente que los demás y que diariamente devolvía los golpes con todas sus fuerzas a ese mundo que la despreciaba o, simplemente, la ignoraba por su falta de atractivo. ¡Algún día se arrepentirían! Era un patrón neurótico corriente: la venganza del patito feo contra la sociedad.

Bond se alejó por el pasillo en dirección a su despacho. Al llegar la noche, la joven conseguiría una fortuna, recibiría sus treinta monedas de oro multiplicadas por mil. Quizás el dinero le cambiaría el carácter y le daría la felicidad. Podría pagarse los mejores especialistas en estética, los mejores vestidos y un hermoso piso. No obstante, M había dicho que iba a arriesgarse más en la operación Código Púrpura al elevar el nivel de la falsa información que suministraba. Sería un trabajo comprometido; un solo paso en falso, una sola mentira imprudente, una sola falsedad fácil de comprobar en un mensaje, y la KGB olería a gato encerrado. Uno más, y sabrían que habían sido engañados durante tres años y, probablemente, con descaro. Una revelación tan vergonzosa como ésta comportaría una venganza rápida. Asumirían que Maria Freudenstein había actuado como un agente doble, que trabajaba al mismo tiempo para británicos y rusos e, inevitablemente, tendría que ser eliminada de manera rápida, quizás con la pistola de cianuro sobre la que Bond había estado leyendo el día anterior.

James Bond se estremeció, mientras miraba por la ventana los árboles del Regent's Park. Afortunadamente, no era asunto suyo. El destino de la joven no estaba en sus manos. Estaba atrapada en la sórdida maquinaria del espionaje y tendría suerte si vivía lo suficiente para gastarse una décima parte de la fortuna que iba a conseguir al cabo de unas horas en la sala de subastas.

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