En el conjunto de la historia humana sólo dos animales han tenido libertad para en nuestros hogares: el perro y el gato, se les ha permitido errar de habitación en habitación e ir y venir a su propio antojo.
En Occidente la vida de los perros ha tenido un desarrollo más bien feliz, las primeras tereas encomendadas han ido perdiendo importancia y viene realizando un nuevo papel. El perro con tareas de labor ha sido mayormente reemplazado por el perro doméstico.
No se trata de ninguna fantasía para alentar una campaña a favor de los canes, sino de un simple hecho médico: la influencia tranquilizadora de la compañía de un amistoso animal doméstico reduce la presión sanguínea y, por ende, los riesgos de un ataque cardíaco.
Dar palmaditas a un perro, acariciar a un gato o acunar a cualquier clase de peludo animal doméstico tiene un poder antiestrés, actúa directamente en las raíces de muchas de las dolencias culturales de hoy. Sufrimos de una tensión excesiva y padecemos el estrés causado el ajetreo de la moderna vida urbana, en la que hay que tomar decisiones cada minuto, con frecuencia complejas y que exigen coordinar conflictos constantes. En contraste, el amistoso contacto de un perro casero sirve para recordarnos la inocencia sencilla y directa, incluso en la alocada vorágine de lo que consideramos civilización avanzada.
El libro consiste en comprender mejor al perro intentando responder a una serie de cuestiones de manera breves y simples:
¿Por qué un perro menea la cola?
¿Por qué levantan la pata los perros?
¿Por qué un perro asustado mete la cola entre las patas?
¿Por qué los perros pastores son tan buenos cuidando el ganado?
¿Por qué los perros comen hierva?
¿Por qué los perros arrastran algunas veces el trasero por el suelo?
¿Por qué algunos perros tratan de copular con la pierna de su amo?
¿Por que los perros quieren dormir en la cama de sus amos?
¿Por qué algunos perros se persiguen la cola?
¿Por qué los perros de algunas razas son tan pequeños?
¿Por qué a los perros les desagradan algunos desconocidos más que otros?
¿Tienen los perros un sexto sentido?
¿Por qué empleamos la frase «época de canícula»?
Etc., etc.
Desmond Morris
Observe a su perro
ePUB v1.0
GusiX11.09.12
Título original:
Dogwatching
Desmond Morris, 1986
Traducción: Lorenzo Cortina Toral
Retoque portada: GusiX
Editor original: GusiX (v1.0)
Corrección de erratas: GusiX
ePub base v2.0
En el conjunto de la historia humana sólo dos clases de animales han tenido libertad para entrar en nuestros hogares: el gato y el perro. Es verdad que en los primeros tiempos se permitía que los animales de granja penetrasen en la casa por la noche, como medida de seguridad; pero siempre estaban atados o encerrados. También es cierto que, en épocas más recientes, una gran variedad de especies domésticas se han alojado en nuestras viviendas: peces en sus peceras, aves en jaulas, reptiles en terrarios… Pero todos ellos se encontraban en cautividad, separados de nosotros por cristal, alambre o barrotes. Sólo a gatos y perros se les ha permitido errar de habitación en habitación e ir y venir a su propio antojo. Tenemos con ellos una relación especial, un antiguo contrato con unas cláusulas acordadas y muy bien especificadas.
Por desgracia, esas cláusulas han sido a menudo rotas, y casi siempre por nosotros. Resulta saludable pensar que gatos y perros son más leales, fiables y dignos de confianza que los seres humanos. En raras ocasiones se vuelven contra nosotros, nos arañan o nos muerden; casi nunca se escapan y nos abandonan; pero, cuando eso sucede, existe por lo general un antecedente, e incluso una causa, que se basa en un paradigma de estupidez o crueldad humana. La mayoría de las veces, cumplen de manera inquebrantable su parte en el acuerdo que establecimos con ellos en los viejos tiempos, y, con frecuencia, nos avergüenzan con su conducta.
El contrato suscrito entre el hombre y el perro tiene una antigüedad de más de diez mil años. Se ha escrito al respecto que, si bien el perro realiza ciertos trabajos, los hombres, nosotros, le hemos proporcionado a cambio alimentos y agua, además de abrigo, compañía y cuidados. Las tareas que se le han exigido han sido numerosas y variadas. Se ha requerido a los canes para guardar nuestros hogares, proteger nuestras personas, ayudarnos en la caza, acabar con los bichos que nos molestan y tirar de trineos. Incluso se les ha entrenado para funciones especiales: recoger huevos de ave con la boca sin romper el cascarón, localizar trufas, detectar drogas en los aeropuertos, ser lazarillos de ciegos, rescatar a las víctimas de aludes, rastrear las huellas de los criminales fugados, competir en carreras, viajar por el espacio, actuar en películas y participar en concursos.
En ocasiones, el fiel chucho ha sido puesto, contra su voluntad, al servicio de la bárbara conducta de algunos humanos. Hoy llamamos los «perros de la guerra» a los mercenarios, a hombres que utilizan su superioridad humana para la escalofriante función de mutilar y matar con armas especiales. Pero, originariamente, fueron perros auténticos, adiestrados para atacar la vanguardia de un ejército enemigo. Shakespeare se refiere a esto cuando hace exclamar a Marco Antonio: «Grita "Destrucción" y suelta los perros de la guerra». Los antiguos galos soltaban perros provistos de armadura, equipados con pesados collares, erizados de aguzados cuchillos afilados como navajas de afeitar. Estos aterradores animales se precipitaban contra la caballería romana, y cortaban las patas de los caballos hasta destrozarlos.
Por desgracia, los perros combatientes se encuentran todavía entre nosotros. Aunque oficialmente prohibidas, las luchas entre animales entrenados para ello siguen constituyendo una excusa para las apuestas, que sirve, además, de salvaje entretenimiento a los elementos más sanguinarios de la sociedad. Esos concursos han debido pasar a la clandestinidad, pero ello no quiere decir en modo alguno que hayan desaparecido.
En algunos países de Oriente, se considera a los perros un bocado exquisito; pero éste no ha sido nunca su fin principal, y cada vez es un hecho más raro. Al parecer, tal costumbre se extendió sobre todo en China, donde el nombre del perro comestible era el mismo que la palabra en argot para comida:
chou
. No obstante, en muchas regiones, los perros escaparon de la olla gracias a que se utilizaban para cosas más importantes.
Uno de los más desgraciados efectos colaterales de la gran popularidad de los canes en las sociedades humanas, lo ha constituido el crecimiento de la población de perros abandonados. En algunos países, este excedente canino estableció por sí mismo una horda propagadora de enfermedades que dio a todos los perros un mal nombre. En particular, los perros parias del Oriente Medio convirtieron la amistad humana en una revulsión. En las doctrinas de las diversas religiones, el perro llegó a considerarse algo «impuro». Con el paso de los años, la palabra perro adquirió un sentido despectivo: perro sarnoso, ser un perro, llevar vida de perro, morir como un perro, hacer perrerías… Incluso hoy, en algunos grupos étnicos, los niños aprenden la antigua tradición de despreciar al chucho. La supervivencia más arraigada de esta actitud se encuentra en las culturas musulmanas. La reeducación llevada a cabo en las escuelas se ha hecho muy cuesta arriba.
En Occidente, ha tenido lugar un desarrollo mucho más feliz. A medida que las primeras tareas encomendadas a los perros han ido perdiendo importancia, ha empezado a desempeñar un nuevo papel. El perro de labor ha sido en gran parte remplazado por el perro doméstico. Naturalmente, los perros para el trabajo aún siguen ejerciendo algunas de sus antiguas capacidades; pero, en la actualidad, les superan en número los nuevos «perros de compañía». Esto se halla íntimamente relacionado con la extensión del hombre urbano y suburbano y el crecimiento de las grandes ciudades. En este contexto, existen pocas tareas que pueda llevar a cabo el perro de labor, pero el nexo entre el ser humano y el perro es tan fuerte que la pérdida completa del elemento canino en la vida familiar de nuestra sociedad no puede llegar a concebirse. Como resultado de ello, desde la Revolución Industrial, han evolucionado muchas razas. Se han establecido los cánones del pedigrí y comenzaron a organizarse concursos de perros. El competitivo espectáculo de las exposiciones de razas valiosas se ha convertido en un gran negocio.
Al mismo tiempo, han aparecido en escena millares de perros mestizos. Los dueños, simplemente, deseaban una compañía fiel y amistosa y por ello se han burlado de las razas de gran pedigrí criticándolas por ser demasiado artificiales, creando rasgos particulares y cualidades que eran llevados a extremos preocupantes que, según se decía, hacían que los ejemplares de esas castas fueran difíciles de tratar. Los criadores de perros de raza han negado este extremo e insistido en que, con los perros caros y exclusivos, no hace falta otra cosa que hacerse cargo de las necesidades del animal. Para esos criadores, quienes tienen perros mestizos se encuentran al principio de la senda que lleva a descuidar a los perros, al abandono, a ensuciar los lugares públicos y, en definitiva, a crearles mala fama. Si todos los perros poseyesen un buen pedigrí, argumentan, los sentimientos anticaninos desaparecerían y la sociedad valoraría a sus compañeros perrunos como los objetos preciosos que en realidad son.
Existe parte de razón en ambos puntos de vista. En algunas ocasiones, los criadores han llevado el pedigrí demasiado lejos, por lo cual los perros en cuestión sufren con regularidad de dolencias físicas. Los perros con patas muy cortas y cuerpos alargados son propensos a las hernias discales. Los que tienen un morro muy chato sufren de dificultades respiratorias. Otros tienen problemas en los ojos o trastornos en las caderas. La gente relacionada con esas crianzas sospechosas tiende a guardar silencio respecto de los defectos que se han multiplicado en el transcurso de los años, por miedo a que su raza particular pierda popularidad. Eso es una pena, puesto que la tendencia lleva a una exageración cada vez mayor. Por ejemplo, hace sólo unos cien años, el bulldog era un animal, comparativamente, de patas largas, y el dachshund tenía un cuerpo mucho más corto. Se trata sólo de dos de las muchas razas en las que un rasgo se ha ido aumentando poco a poco hasta que ha originado serios problemas a unos perros refinados. Sería bastante fácil hacer volver atrás a esas razas, por lo menos, un poco, para que se pareciesen al animal que eran en siglos anteriores, cuando aún podían actuar como canes de labor. No perderían nada de su encanto y ganarían de forma inconmensurable en salud y en adecuación. De esta manera, el mundo del perro de pedigrí podría poner pronto su casa en orden.
El mundo de los mestizos es mucho más que un problema. Es cierto que muchos miles de dueños de perros mestizos tratan a sus canes con enorme cuidado y respeto; pero, dado que esos animales poseen tan escaso valor comercial, con harta frecuencia se abusa de ellos. Camadas de cachorros son vendidas a bajo precio, o regaladas, y a menudo son luego maltratadas y abandonadas. Todos los años, El Hogar para Perros de Battersea, Londres, se hace cargo de veinte mil chuchos callejeros (la cifra exacta en 1985 fue diecinueve mil ochocientos ochenta y nueve), y de ellos un setenta y seis por ciento eran mestizos. Y esto sólo en un establecimiento. Para la mayoría de esos perros se encuentran nuevos hogares; pero otros muchos deben ser eliminados. Se ha estimado que, sólo en las Islas Británicas, deben eliminarse cada día dos mil perros. Y resulta difícil saber cómo cambiar esa situación a través de una acción directa. La única esperanza para el futuro parece consistir en una mejora general de las actitudes sociales ante el bienestar de los animales.