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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (24 page)

—¡Caramba! ¡Si sois muertis! ¡Jehová os ama, muertis!

Saltó desde donde estaba y aterrizó en la cubierta, dos metros y medio más abajo, y desde allí saltó al muelle. Estaba en forma, muy musculado y olía a sangre de pescado y a maría.

—Pelekona llamado capán Kona, pirata de ciencia salobre, león de ‘araíso y tronco de muertis de primera clase, ¿saben?

Extendió la mano hacia Tommy, que la estrechó dubitativo.

—Tommy Flood —dijo Tommy, y entonces, como si sintiera que debía mostrar algún título, añadió—: Escritor.

Entonces el rastafari rubio cogió a Abby, levantándola, abrazándola y besándola en ambas mejillas, dejando que sus manos se demoraran en su espalda y se deslizaran hacia abajo. La soltó cuando ella le dobló uno de los dedos hacia atrás, haciéndole ponerse de rodillas.

—¡Atrás, puto teleñeco salido! Soy la condesa Abigail von Normal, señora de repuesto de la zona de Gran Bahía a oscuras.

—¿Condesa? —dijo Tommy por la comisura de la boca. —Y esbelto y delicioso bollito de muerti, bella como copo de nieve, sí —dijo Kona—. No hago nada, vosotros muertis. Solo os traigo grandes alohas, pero no subir vosotros. El barco Cuervo os matará bien muertos, ¿sabéis? Pero aquí abajo poder cantar Babylon si querer. —De un bolsillo de sus pantalones sacó una pipa y un mechero. Del otro sacó una lanceta estéril, de las que usan los diabéticos para pincharse los dedos y hacerse un análisis—. Si uno de vosotros trons muertis donase a un servidor. Solo una gota o dos. Abby miró a Tommy. —Renfield —dijo, poniendo los ojos en blanco. Tommy asintió. Se refería a Renfield, el loco esclavo de sangre de Drácula que salía en la novela original de Bram Stoker. El comebichos original.

—Igual podemos ayudarte con eso —dijo Tommy.

—No eres digno de nuestra ayuda —dijo Abby—, no eres digno de ser libre, y de ayudarte seríamos tus instrumentos, vampiro tonto. —Hizo una reverencia—. Baudelaire, Les fleurs du mal. Estoy parafraseando, claro.

—Muy bien —repuso Tommy. La chica sabía de poesía romántica, no muy bien, ni con precisión, pero sabía.

—Ah, tron, probé una vez el parafraseadismo en México, pero el barco paró demasiado deprisa y este hermano cayó del cielo como una piedra. No, tron, a Kona no le gustan las alturas.

—No he dicho paracaidismo, imbécil, sino parafraseo.

—Oh, eso diferente.

—¿Tú crees? —dijo Abby.

—Kona, te daré un poco de sangre —dijo Tommy—, pero antes, ¿has dicho que esta nave es de vampiros? —Sí, tron. Mis amos muertis, tron, viejos poderosos. —¿Y ahora están a bordo?

—No, tron, fueron a arreglar calamidad. Gatos vampiro que dejó el viejo.

—¿Solo los gatos?

—No, tron, todo limpian. Todos los que visto a ellos, o sepan de ellos. Es limpieza, hermano.

Abby negó con la cabeza como si tuviera agua en los oídos. Tommy sabía cómo se sentía.

—Así que esos vampiros viejos han venido para eliminar testigos y eso, y te han dejado a ti al cargo de la nave. ¿Solo a ti?

—Oh, sí, hermana, Kona es ichiban capitán pirata de ciencia salobre de primera.

—¿Por qué han hecho eso? Ni siquiera intentas guardar su secreto.

Kona abandonó el tono bravucón y encogió los hombros, y cuando habló lo hizo sin el acento falso de isleño.

—¿Por qué creerme nadie?

—Buen argumento —dijo Tommy.

—Además, vosotros saber de vampiros. No calor en gemelos de visión nocturna.

—Otro buen argumento —dijo Tommy—. ¿Así que esos son los vampiros que se llevaron a Elijah?

Abby le había contado que el Emperador vio a Elijah y a la fulana azul irse con tres vampiros a bordo de un bote que se perdió en la niebla, partiendo del muelle del club náutico St. Francis.

—Sí, tron. El viejo chupasangres encerrado abajo. Está como cabra, él.

Tommy esperaba sentir un escalofrío, pero descubrió que en vez de alarmarse ante la situación se le agudizaban los sentidos y la agilidad mental. No estaba teniendo una reacción de huida, sino de lucha. Eso era nuevo.

—Así que están Elijah, la fulana, ¿y cuántos más?

—Solo los tres, tron. No está fulana. Era vampiro segunda generación, tron. No duran mucho. Se secó y murió para siempre ella.

Abby se adelantó e intentó coger a Kona por el cuello, pero su mano era demasiado pequeña y acabó derribándolo de un puñetazo.

—¿De qué coño, de qué coño, de qué coño estás hablando, so medusa?

—Oh, creen que Kona no sabe, pero solo los vampis que hace Elijah viven mucho. ¿Me das ya la gota de paraíso, hermano? —añadió, mostrando la lanceta a Tommy.

Tommy estaba aturdido.

—Una cosa más. ¿Por qué han traído el barco? Deben saber que volamos el yate de Elijah.

—Sí, tron, pero el Cuervo no es como otro barco. Se protege solo. —Kona extendió la mano y Tommy se fijó por primera vez en que llevaba en la muñeca algo parecido a un collar eléctrico de perro—. Si no llevar esto, el Cuervo mataría también a Kona muerto muerto. Cuervo reconoce a los tres. A otros envía con Davy Jones.

Tommy cogió la lanceta, la desenvolvió y se pinchó el dedo con ella.

—De eso nada —dijo Abby, sujetando la mano de Tommy cuando le alargó a Kona el dedo sangrando—. Esa boca de jipi guarro no te tocará. Podrás estar muerto pero aún puedes pillar alguna podrida enfermedad de alguien como él.

—Sé buena, bollito, que Kona también sentimientos.

Ella metió la mano en la bolsa de mensajero y sacó una pluma. Le desenroscó la capucha, la llenó con la sangre de Tommy y se la entregó a Kona.

—Toma.

El rasta chupó la capucha con tanta fuerza que casi se la traga, luego se sentó en el muelle y sonrió con la boca muy abierta.

—Oh, tron, estoy en el paraíso.

El móvil de Abby trinó. Ella miró la pantalla.

—Es Fu —dijo, contestando y dándose media vuelta.

Tommy podía oír a Perro Fu por el teléfono, suplicando a Abby que volviera enseguida al loft. Concentró su atención en Kona.

—¿Por qué? —preguntó.

—Joder, hermano, este tron se pirra por la sangre de muertis, así que impulso de embarcar muy fuerte, pero antes Cuervo tenía tripulación de veinte. Dicen mí que los chicos irse, pero nadie deja barco cuando lleva cinco días en mar. La muerti Makeda, bollito africano ella, se comió a mis compañeros, Jehová me valga. Solo Kona queda.

—¿Tú? ¿Eres el único tripulante de una nave tan grande?

—Sí, tron. El Cuervo navega solo.

Abby se volvió.

—Tenemos que irnos.

—¿Qué? —preguntó Tommy.

—Fu dice que las ratas se han muerto. Todas.

Tommy no la entendía. Miró al cielo que empezaba a aclararse.

—Ahora no podemos llegar hasta allí.

Abby se miró el reloj.

—¡Mierda puta! ¡El sol sale en treinta minutos!

Rivera

El cielo se iluminaba tras las colinas Oakland y la luz rosa que se reflejaba en el escaparate del Safeway de Marina hacía que pareciese envuelto en llamas. Los Animales estaban junto a sus coches, quitándose los tanques y los Super Soakers con el té de la abuela Lee. Clint llevaba el lanzarpones de Barry y lo cogía como si fuera una reliquia santa.

—Lo dejamos —dijo Lash Jefferson—. ¿Qué vamos a decirle a la madre de Barry? Ni siquiera tenemos su cuerpo.

Rivera no supo qué decir. En realidad nunca había pensado en los Animales como personas, lo cual estaba mal de tantas maneras que no tenía tiempo para contarlas. No solo porque estaba poniendo en peligro a la ciudadanía, sino por arrastrar a civiles a una operación secreta que había acabado matando a uno. De entre todas las cosas irreales que habían pasado, lo de que se llevaran a Barry sacándolo de en medio de sus filas le resultaba demasiado real. Demasiado grave.

—Lo siento —dijo Rivera—. Creí que estábamos preparados para ellos. Solo son gatos.

—El Emperador te dijo que era más que un gato —dijo Jeff, el ex ala-pívot alto. Le rascaba las orejas a Marvin mientras este sonreía.

Rivera negó con la cabeza. Era el Emperador. Era un chiflado. ¿Cómo iba a saber que esa parte de su historia sí era cierta?

—¿Tenía esposa o novia? —preguntó—. Podríamos hacer una colecta para ella.

—No, no tenía novia —dijo Troy Lee—. Trabajaba en el turno de noche como nosotros. Se colocaba por la mañana y dormía hasta la hora de entrar a trabajar, a las once. Las chicas no tragan con esas cosas.

Los demás Animales asintieron con tristeza, por Barry y por ellos mismos.

—No podéis dejarlo ahora —dijo Cavuto—. Ni siquiera sabéis si funciona vuestro espray. ¿No queréis comprobarlo? ¿Vengaros?

—¿Y para qué serviría eso?

—Para salvar la ciudad.

Lash cerró la puerta del coche de un portazo.

—Nos quedan dos horas para hacer el trabajo de toda una noche. Ya podéis ir marchándoos de aquí.

—¿Podéis pasarnos algunos espráis? —dijo Rivera—. Y vosotros no deberíais separaros de ellos. Sabemos que Chet suele recorrer su territorio. Igual ahora estáis en él.

Clint buscó en la parte de atrás de su Volkswagen, cogió un Super Soaker y se lo tiró a Cavuto.

—Estupendo —dijo el enorme policía—. Voy a salvar el puñetero mundo con una pistola naranja de agua.

—Bueno, sube al coche, Marvin —dijo Rivera. Abrió la puerta del Ford y Marvin subió de un salto—. Llamadnos si nos necesitáis.

Los dos policías se alejaron en el coche. En la azotea del Safeway, la vampira Makeda miró el reloj y entrecerró los ojos hacia el cielo del este, que amenazaba con el alba.

Okata

Okata nunca había estado en la tienda de Levi’s de Union Square, pero era el sitio que la chica quemada había dibujado en el mapa, así que había ido allí. Parecía un buen sitio donde comprar vaqueros. Entregó a una joven la lista que le había hecho la chica quemada, pagó en metálico y salió quince minutos después con unos vaqueros negros, una camisa de cambray y una chaqueta vaquera negra. La siguiente marca del mapa era la tienda de Nike, y se fue de allí con calcetines y zapatillas de correr para mujer. Entonces, cuando estaba a una manzana de distancia, camino de la siguiente marca, dio media vuelta y compró unas zapatillas de correr para él. Eran elásticas y ligeros y empezó a caminar dando saltos, pero se dio cuenta y volvió a medir deliberadamente sus pasos con la espada envainada. La gente podrá ignorar a un hombrecito japonés con calcetines y sombrero plano naranjas, pero si uno va por ahí mostrando una alegría irrefrenable, te ponen una camisa de fuerza antes de que puedas entonar una estrofa de Zip-A-Dee-Doo-Dah.

Después Okata se encontró en el muy suave y sedoso mundo de Victoria’s Secret. San Valentín estaba cerca, y toda la tienda estaba festoneada en rojo y rosa, con maniquíes muy altos exhibiendo piezas muy pequeñas de lencería. Olía a gardenias. Mujeres jóvenes se movían a uno y otro lado, llevando trozos de seda, sin hablarse, cada una concentrada en preparar sus propios adornos, saliendo y entrando de los vestidores, volviendo a los estantes, tocando, palpando, acariciando el encaje, la seda, el algodón, para luego desplazarse hasta el siguiente escenario de suavidad. Imaginó que así debía de ser la sala de control de una vagina. Era un artista, y nunca había estado en una sala de control, y hacía cuarenta años que tampoco en una vagina, pero estaba seguro de recordar una sensación similar. Pero aquello le resultaba embarazosamente público, y se sentó en un sofá redondo de terciopelo rojo para ocultar el repentino recuerdo que se abultaba en sus pantalones.

Se le acercó una pequeña chica asiática con una etiqueta con su nombre. Él le dio la lista, dijo: «Por favor», y cuando ella le contestó en japonés se vio arrancado de su mundo nebuloso y aislado.

—¿Es para su esposa?

No supo qué decir. Esa joven estaba dentro de la habitación con él, dentro de una sala de control de vagina con él y con sus distantes recuerdos eróticos. Pudo sentir que le ardía el rostro.

—Para una amiga. Está enferma y me envió aquí.

La chica sonrió.

—Parece saber muy bien lo que quiere, y ha incluido también sus tallas. ¿Sabe qué color le gusta?

—No. El que a usted le parezca bien —dijo.

—Espere aquí. Iré a por unas muestras para que elija.

Quiso detenerla, o salir corriendo por la puerta, o arrastrarse debajo del cojín del sofá y ocultar su vergüenza, pero las gardenias en el aire eran como el opio, y la música que sonaba tenía el ritmo del sexo lento, y las jóvenes se movían a su alrededor como diáfanos fantasmas, y sus zapatos eran muy, muy cómodos, así que miró a la joven mientras cogía sujetadores y bragas, reuniéndolos como si fueran pétalos de rosa para esparcirlos por un nevado camino al cielo.

—¿Le gusta el negro? —dijo la chica, percibiendo la tela vaquera negra que asomaba por la bolsa de Levi’s.

—El rojo —se oyó decir Okata—. Le gusta el rojo, como los pétalos de una rosa.

—Le envolveré esto —repuso ella—. ¿En metálico o con tarjeta?

—En metálico, por favor.

Le entregó doscientos dólares.

Esperó en el sofá, deseando distanciarse mentalmente de donde estaba, del olor y de la música, y de las mujeres moviéndose, y se concentró en ejercicios de kendo, en su entrenamiento y en lo cansado, lo exhausto, que se sentía. Para cuando la chica volvió y le puso en la mano la bolsa rosa y el cambio, ya podía ponerse en pie sin tener que avergonzarse. Le dio las gracias.

—Vuelva otra vez —dijo.

Empezó a irse, pero miró el mapa de la chica quemada y vio los dibujos del cerdo, la vaca y el pez, y se dio cuenta de que sería un suplicio explicarle a un carnicero lo que necesitaba, así que llamó a la vendedora.

—Disculpe. ¿Podría hacerme un favor?

En un papel rosa con membrete de corazones rojos y plateados, ella escribió: «Cuatro litros de sangre de vaca, cerdo o pescado». Le sería mucho más fácil tratar con un carnicero nuevo llevando un papel con el pedido. Volvió a darle las gracias, hizo una reverencia y dejó la tienda.

Resultó irónico que cuando finalmente encontró un carnicero que pudiera venderle sangre, resultara ser un mexicano de Mission que tuvo que hacerse traducir al castellano su único pedido. ¿Qué carnicero mexicano que se precie no tiene sangre para hacer morcilla? Okata no entendió nada de eso. Solo que tras recorrer media ciudad cargado con vaqueros, zapatillas y una bolsa rosa de lencería, por fin tenía sangre fresca para su gaijin quemada. En cuanto salió de la tienda, el carnicero cogió el teléfono y marcó el número que había en la tarjeta que le dejó el inspector de policía.

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