Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (20 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Pero la magia lo retenía. En un mundo sobreexplicado, sólo la más sutil y poderosa magia de todas sobrevivía, la magia que funciona exclusivamente en la mente. Una maldición. Una raza muerta y analfabeta había lanzado una maldición sobre la imaginación del mundo. Con su ruda magnificencia, Stonehenge retaba a todos a entender su significado, pues su secreto estaba encerrado más allá de los impenetrables muros del tiempo.

—Túmbale.

—¡Tony!

—No puede oírte.

De pronto todos estaban a su alrededor, todos aquellos que antes habían estado en el sitio donde Cage se encontraba ahora. Políticos, escritores, pintores, historiadores, científicos, turistas, sí, incluso los turistas, quienes, en busca de diversión, habían encontrado, en cambio, un misterio intemporal. Todos los que habían aceptado el reto de Stonehenge y habían caído bajo su maldición. Habían peleado con palabras e imágenes para encontrar su secreto, pero lo único que habían visto era a sí mismos. Brilló entonces el sol y la superficie de las piedras se convirtió en plata. Cage pudo ver todos los fantasmas reflejados en las brillantes piedras. Se pudo ver también a sí mismo.

—Tony, ¿puedes oírme? Wynne sufre algún tipo de cuelgue. Tienes que explicarnos qué es.

Cage se vio a sí mismo en la Piedra del Sacrificio. ¿Qué importaba? Ya la había perdido. Su imagen pareció brillar. El parecía un fantasma; pensar en la muerte no le disgustaba. Ser piedra.

—Despierta, tío. Tienes que salvarla.
Es tu hija, ¡maldita sea!

—No —en ese momento el reflejo de Cage en la piedra cambió y vio su imagen especular: Wynne, sufriendo. Se dio cuenta de que ella había sufrido durante mucho tiempo, lo había ocultado tras un decorado de drogas, fingiendo dureza. Tenía que haberse dado cuenta. Atrapado por la lógica magia de la alucinación, pudo
sentir
realmente su dolor y fue asaltado por la certeza de que él era su causa. No era ya la droga, sino Stonehenge mismo lo que le forzaba a sufrir con ella, Stonehenge, que creaba un mágico paisaje donde el velo de las palabras se rasgaba y una mente podía tocar a otra mente directamente. O algo así le pareció a Cage. Un sonido resonó en su visión: un grito—. ¡No! —las piedras se cayeron, desaparecieron, pero Cage no pudo escapar al dolor. Todas las mentiras que Cage se había contado a sí mismo se derrumbaron. En un momento de terrible revelación, se dio cuenta de lo que le había hecho,
a su hija.

Tod había perdido su casco en algún lugar, probablemente tirado en el césped y filmando primeros planos de hierba. Parecía muy pálido incluso bajo el tinte azul de su piel. Cage parpadeó intentando recordar qué le había preguntado. Había electrodos pegados a la cabeza de Cage y a su muñeca. Un sanitario comprobaba sus lecturas.

—¿Qué le dio? —preguntó el médico.

Las manos de Cage temblaban mientras buscaba la jeringa de presión en su bolsillo.

—Esto es... una dosis... neurolépticos. Los necesita ya. ¡Ya! —el sanitario parecía muy joven; parecía dudar. Cage se incorporó, se quitó el electrodo de su sien—. ¿Sabe quién soy? —el mundo giraba—. ¡Hágalo!

El sanitario miró brevemente a Tod, luego tomó la jeringa y regresó hacia las piedras erectas. Tod dudó, volviéndose hacia Cage.

—¿Qué le dijiste? —Cage intentó levantarse.

Él puso su brazo alrededor de los hombros de Cage para ayudarlo.

—¿Estás bien?

—¿Se lo dijiste? ¿Le dijiste que era mi hija?

—Eso es lo que ella cree. Discutimos sobre eso.

—Era mi amante. Supongo que ya lo sabes. Vino una noche. Ambos estábamos volados. No pude... no pude rechazarla.

Tod miró adelante.

—Eso me contó ella. Me dijo que era culpa suya. Entonces le dio un espasmo.

—No —Cage aún podía verlo por sí mismo; nunca podría dejar de verlo—. Yo estaba solo, así que me aseguré de que ella también lo estuviera. Y a eso lo llamé amor —las palabras casi se le atragantaron—. ¿Dónde está? Llévame a su lado —comenzaron a caminar—. Tod,
¿tú
la amas?

—No sé, tío —lo pensó durante un momento—. Siento que es algo parecido a eso.

Ella estaba inconsciente, pero el espasmo había pasado y el sanitario dijo que sus signos vitales eran buenos, Cage fue con Tod al hospital. Esperaron todo el día; hablaron de todo menos de lo que realmente les preocupaba. Cage se dio cuenta de que había cometido una equivocación con Tod. Tamos errores. Cuando finalmente Wynne recobró la consciencia, Tod fue a verla. Solo.

—No estoy —dijo Cage—. Dile que me he ido.

—No puedo hacer eso.

—¡Díselo!

A Tod sólo le dejaron estar diez minutos. Cage estuvo todo el rato preocupado de que Tod le llamara.

—¿Se encuentra bien?

—Lo parece. Preguntó por ti. Le dije que habías vuelto a tu habitación a dormir. Le dije que vendrías mañana. La van a tener aquí esta noche.

—Me voy. Tod —Cage le tendió la mano—. No me volverás a ver.

—¿Qué? No puedes hacerle eso, tío. Ella vio algo esta mañana, algo que le hace sentirse endiabladamente culpable. Si tú simplemente te marchas, ella se va a sentir peor. ¿No lo entiendes? Le debes a ella el quedarte.

Cage dejó caer su mano a un lado.

—Quieres que sea una especie de héroe. Tod. El problema es que soy un cobarde, siempre lo he sido. Yo también vi algo hoy y dedicaré el resto de mi vida a olvidarlo. Ella...
los dos
estaréis mejor sin mí.

Tod lo agarró por los hombros.

—Por supuesto que tú vas a verla mañana. ¡Escucha, tío! Si es que realmente la quieres...

—La quiero —Cage se soltó— tanto como a mí mismo.

Esa misma noche tomó la lanzadera desde Heathrow a Shanon. Sabía que Tod tenía razón; huir era cruel y egoísta. Tod podía pensar lo que quisiera, nunca podría saber cuánto le había dolido abandonar a Wynne de esta manera... Si Cage escapaba, lo hacía lleno de dolor. Esperaba que Wynne entendiera. Alguna vez. Su bella Wynne. Necesitó varios días para poner en orden sus asuntos. Le dejó una fortuna en acciones de la Western Amusement. Grabó una cinta despidiéndose de ella.

Una neblina envuelve la tierra. La bruma pizarrosa de la bahía de Galway le recuerda a Cage la arenisca. La cápsula criogénica le espera, programada para cien años. No sabe si esto será suficiente para salvarla. O para salvarse él. Sabe que probablemente no la verá más, pero por un tiempo, al menos, estará en paz. Dormirá el sueño inescrutable de las piedras.

[1]
«R y D» o «Investigación y Desarrollo». (N. de los T.)

[2]
La broma es un juego de palabras con rock: «roca», referida a las piedras de Stonehenge y «rock», la música. (N. de los T.).

PETRA

- Greg Bear -

Greg Bear vendió su primer cuento corto en 1966, cuando tenía quince años. Se puso en forma entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando un aluvión de cuentos y novelas lo convirtieron en un escritor que había que seguir de cerca.

El trabajo de Bear está profundamente enraizado en la mejor tradición intelectual de la ciencia ficción. Escritor prolífico y a la vez disciplinado, premia por encima de todo el rigor especulativo y el respeto por los hechos científicos. Esta actitud lo liga a la ciencia ficción dura tradicional, a pesar de su muy alabado trabajo de fantasy
[1]
.

A medida que su carrera avanzaba, comenzó a destacar con fuerza su gran capacidad imaginativa, logrando un impacto aún mayor gracias al disciplinado oficio que había aprendido anteriormente. Esta combinación ha producido una ciencia ficción dura genuinamente radical, de un poder visionario excepcional, demostrado en novelas ampliamente alabadas como Blood Music o Eon.

El relato que viene a continuación, publicado a principios de 1982, marcó el salto cuántico de Bear, desde los límites de las concepciones tradicionales hasta un nuevo y vertiginoso espacio. Con el directo y detallado desarrollo de una idea genuinamente fantástica, este relato muestra lo mejor de la técnica de Bear.

«Dios ha muerto, Dios ha muerto.»... «¡Perdición! Cuando Dios muera, lo sabrás.»

Confesiones de San Argentino

Soy un feo hijo de piedra y carne, no se puede negar. No recuerdo a mi madre. Es posible que me abandonara al poco de nacer. Es más que probable que esté muerta. A mi padre, una cosa picuda y de media ala, si es que se parece a su hijo, no lo he visto nunca.

¿Por qué un desgraciado así ha de aspirar a convertirse en historiador? Creo que puedo remontarme al momento en que hice esta elección. Se halla entre mis recuerdos más tempranos, y por lo tanto debe de haber ocurrido hace unos treinta años, aunque no estoy seguro de cuántos viví antes de este momento, años ahora perdidos para mí. Estaba en cuclillas tras las gruesas y polvorientas cortinas de un vestíbulo escuchando a un sacerdote instruir a otros novicios, todos de carne pura, sobre Mortdieu. Sus palabras aún permanecen vivas en mí.

—Hasta donde yo pueda alcanzar —dijo—, Mortdieu acaeció hace setenta y siete años. Algunos estudiosos niegan que la magia reinara en el mundo, pero pocos niegan que Dios, como tal, había muerto.

Sin lugar a dudas, eso es decirlo suavemente. Todos los pilares de nuestro gran universo se derrumbaron, el eje se movió, las puertas cósmicas se cerraron y las reglas de la existencia perdieron sus cimientos. El sacerdote prosiguió, con tono mesurado y respetuoso, la descripción de tal época.

—Tengo oído de sabios que hablaban sobre un lento declive. Donde el pensamiento humano poseía fortaleza, la violenta sacudida de la realidad se redujo a un temblor. Donde el pensamiento era débil, la realidad desaparecía por completo, tragada por el caos. Cada espejismo se volvió tan real como la materia sólida —su voz tembló emocionada—. Un dolor cegador, la sangre encendiéndose en nuestras venas, los huesos rompiéndose y la carne convirtiéndose en polvo. El acero fluyendo como líquido. Ámbar lloviendo del cielo.

Multitudes reunidas en calles que ya no seguían mapa alguno, si es que los mapas no habían cambiado por sí solos. No sabían qué hacer. Sus débiles mentes, incapaces de aferrarse a...

Para empezar, la mayoría de los humanos, así lo entiendo, eran sin duda demasiado irracionales. Muchas naciones se desvanecieron o se volvieron torbellinos incomprensibles de miseria y depravación. Se dice que ciertas universidades, bibliotecas y museos sobrevivieron, pero en la actualidad tenemos poco contacto con ellos.

Pienso a menudo en esas pobres víctimas de los primeros días de Mortdieu. Sabían de un mundo con cierta estabilidad; nosotros nos hemos adaptado desde entonces. Se asombraron de las ciudades que se volvieron bosques, de las pesadillas que se hicieron realidad ante sus ojos. Osadas cornejas se asentaron en las ramas de árboles que otrora fueron edificios, los cerdos corrían por las calles sobre sus patas traseras... y sucesos similares. (El sacerdote no animaba a la contemplación de las rarezas. «La excitación», así decía, «alienta más monstruos todavía».)

Nuestra catedral sobrevivió. La racionalidad en el vecindario, en cambio, se había debilitado unos siglos antes de Mortdieu, y únicamente la había reemplazado una suerte de fórmula. La catedral sufría. Los supervivientes, los clérigos y los empleados, devotos a la busca de un santuario, tuvieron infelices visiones, tuvieron sueños desgraciados. Vieron cobrar vida a los ornamentos de piedra de la catedral. Con alguien a quien ver y creer, en un universo desprovisto de otro fundamento, mis antepasados se desprendieron de la piedra y se transformaron en carne. Siglos de celibato espiritual pesaban sobre ellos. Cuarenta y nueve monjas que se habían procurado refugio en la catedral fueron descubiertas, y además no eran completamente aborrecibles, por lo que circulan algunas versiones indecentes del relato. Mortdieu provocó un imprevisible efecto afrodisíaco entre los fieles, y la copulación tuvo lugar.

No se ha definido el período de gestación, porque en aquella época la gran rueda de piedra no se había puesto en movimiento, hacia delante y hacia atrás, para contar las horas. Ni nadie había recibido la silla de Kronos para vigilar la rueda, y proveer así las reglas para la actividad cotidiana.

Pero la carne no rechazó la piedra, y vinieron al ser los hijos e hijas de carne y piedra, entre los que me cuento. Todos aquellos que fornicaron con las figuras inhumanas parieron jóvenes monstruosos, bien para criarlos, bien para rechazarlos hacia los escondidos rincones de más arriba. Aquellos que aceptaron el abrazo de los santos de piedra y de otras estatuas con forma humana sufrieron menos, pero aun así, fueron desterrados a los lugares más altos. Se erigió un andamio de madera, dividiendo la gran nave en dos pisos. Una carpa se tendió sobre el andamio, a fin de prevenir la caída de desperdicios, y en el segundo piso de la catedral, los retoños más humanos de carne y piedra se dispusieron a crear una nueva vida.

He intentado durante mucho tiempo descubrir cómo renació en el mundo algo similar al orden. La leyenda dice que fue el arquiexistencialista Jansard, crucificador del amadísimo San Argentino, quien, percibiendo y arrepintiéndose de su error, descubrió que la mente y el pensamiento podían aquietar el espumoso océano de la realidad.

El sacerdote concluyó su lección, abreviada en demasía, deteniéndose someramente en este punto.

—Con la clausura de la vigilante mirada de Dios, la humanidad tuvo que buscar y asirse al tejido de un mundo que se deshilachaba. Aquellos que permanecían con vida, aquellos que tuvieron la sabiduría suficiente para evitar que sus cuerpos se desmembraran, se transformaron en la única fuerza cohesiva en el caos.

Había aprendido suficientes palabras para entender lo que decía; mi memoria era buena, todavía lo es, y nació en mí la curiosidad por saber más.

Deslizándome por los muros de piedra, tras las cortinas, escuché a otros sacerdotes y monjas entonar las escrituras para los rebaños de niños de carne. Esto ocurría en el piso de abajo y me encontraba en grave peligro, pues las gentes de carne consideran abominaciones a los de mi estirpe.

Logré robar un salterio y aprendí a leer. Robé otros libros también. Estos describían mi mundo, al permitirme compararlo con otros. Al principio no podía creer que otros mundos hubieran existido jamás. Todavía albergo dudas. Puedo asomarme al pequeño ventanuco redondo, a un lado de mi habitación, y contemplar el gran bosque y el río que rodean la catedral, pero no puedo ver nada más. De modo que mi experiencia de otros mundos está muy lejos de ser directa.

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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