Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (15 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Wynne tenía el fuego encendido; la habitación se había llenado con el olor acre de las hojas quemándose. Le trajo una taza de café. Había una píldora rojinegra en el platillo. La levantó.

—¿Qué es esto?

—Nueva. Serentol, ayuda a relajarse.

—He estado tieso durante seis meses, Wynne. Estoy completamente relajado.

Ella se encogió de hombros, tomó la píldora de su mano y se la metió en la boca.

—No tiene sentido desperdiciarla.

—¿Adónde vas? —dijo él.

Pareció sorprendida de que le preguntase, como si primero esperara una discusión.

—A Inglaterra por un tiempo —dijo ella—, luego no sé.

—Muy bien —asintió él—. No tiene sentido estar aquí más de lo necesario. Pero ¿volverás cuando sea el momento de entrar en el tanque otra vez?

Sacudió su cabeza de pavo real y su pelo irisado volvió a cambiar. Decidió que podría acostumbrarse.

—¿Cuánto costaría hacerte cambiar de opinión?

Ella sonrió.

—No tienes bastante.

El sonrió también.

—Venga, entonces dame un beso —la atrajo hasta sus rodillas. Ella tenía veintidós años y era muy bella. Él sabía que era poco modesto por su parte pensar así, porque cuando la veía, se veía a sí mismo. Lo mejor sobre estas revitalizaciones era verla crecer mientras él hibernaba durante los inviernos, a fin de conseguir la residencia, con vistas a los impuestos. En otros treinta y pico años ambos estarían en la cincuentena—. Te quiero —dijo él.

—Lo sé —su voz se hizo un susurro—. Papi quiere a su niña pequeña.

Cage tuvo un shock. Nunca la había oído hablar de esa manera. Algo había pasado mientras estaba en el tanque. Entonces ella soltó una risita y le puso una mano sobre el muslo.

—Puedes venir con nosotros si quieres.

—¿Nosotros? —pasó las yemas de los dedos por su pequeña calva y se preguntó cuántos serentoles se habría tomado hoy.

Jaime I estaba tan fascinado con Stonehenge que ordenó al célebre arquitecto Iñigo Jones dibujar un plano de las piedras para determinar su propósito. El resultado de los estudios de Jones fue publicado póstumamente en 1655 por su yerno. Jones rechazó la idea de que tal estructura pudiera haber sido levantada por gentes indígenas, pues «los antiguos
Britanos
[eran] notablemente ignorantes, como Nación completamente adicta a las guerras, que nunca se dedicó al Estudio de las Artes ni ocupó sus mentes con Excelencia alguna». En su lugar, Jones, que había aprendido su arte en la Italia renacentista y que era un estudioso de la arquitectura clásica, declaró que Stonehenge debía de ser un templo romano, una mezcla de estilo corintio y etrusco, posiblemente construido durante el reinado de los emperadores Flavios.

En 1663, el doctor Walter Charlton, un médico de Carlos II, cuestionó la teoría de Jones, sosteniendo que Stonehenge había sido construido por los daneses «para ser una Corte Real, o lugar para la Elección y Coronación de sus Reyes». El poeta Dryden aplaudió a Charlton en verso:

Stone-heng, en otros tiempos considerado un Templo, en él hallaste

un Trono, donde los Reyes, nuestros Dioses Terrenales, eran coronados.

De hecho, muchos apuntaron a la forma de corona de Stonehenge como prueba de esta teoría. Desde luego, estas especulaciones aparcadas al poco de la restauración al trono de Carlos, tras su largo exilio, eran interesadas desde el punto de vista político. Los más astutos cortesanos no ahorraron esfuerzo alguno para desacreditar la república de Cromwell, y obtener así el favor real, asegurando de paso la antigüedad del derecho divino para la realeza.

Wynne era la mayor extravagancia de Cage. De hecho, él nunca había buscado tener dinero; las multinacionales del entretenimiento le habían forzado a ello. Tras haber adquirido un Rafael, un Constable y un Klee, tras haber pasado las vacaciones en la Fosa de Mindanao, en Habitat Tres y en el Disney de la Luna, había descubierto que no había muchas más cosas preciosas que mereciera la pena comprarse.

La gente lo envidiaba: el rico, el
famoso
artista de la droga.

Pero cuando Cage tuvo éxito por primera vez en la Western Amusements, su nueva riqueza casi le había ahogado. El problema era que el dinero no se quedaba ahí parado, quieto. Gritaba que se le atendiera. Tenía que ser recogido, manejado, y distribuido por una comitiva sin fin de gente con sonrisas forzadas y firmes apretones de manos, los cuales insistían en darle consejos, sin importarles cuánto les ofreciera él para que le dejaran en paz. Para ellos, él era Tony Cage Incorporated.

Fue mientras desarrollaba Atención cuando Cage decidió que necesitaba a alguien para que le ayudara a gastar su dinero. No sintió una especial urgencia por casarse. Ninguna de las mujeres con las que se había acostado en esa época le importaba. Sabía que habían sido arrastradas por una irresistible feromona, el olor a éxito. Quería compartir su vida con alguien que tuviera un vínculo con él, y no con lazos que los abogados pudieran romper. Alguien que fuera único para él. Para siempre. O así se lo imaginaba. Quizás no había nada romántico al respecto. Quizás los sociobiólogos estaban en lo cierto y lo que estaba funcionando era un instinto que había sido grabado en su cerebro de vertebrado desde el Devónico:
reproducir, reproducir.

Wynne fue concebida en un vientre artificial. Esta forma era la más limpia, tanto médica como legalmente. Todo lo que requirió fue tomar un cultivo de tejido de unas pocas células epiteliales del intestino de Cage y algo de ingeniería genética para cambiar el cromosoma «Y» en «X», así como llevar a cabo otras mejoras diversas. Sólo eso y algo más de un millón doscientos mil dólares, y Wynne fue suya.

Se dijo a sí mismo que debía rechazar todas las etiquetas que intentaran colocar sobre Wynne. Se negó a pensar en ella como en su hija. Y tampoco como si fuera exactamente su clon. Era como una gemela, sólo que había sido concebida en un útero diferente y que su nacimiento había ocurrido veintiséis años después del suyo, después de su abusiva época que tanto le había golpeado y que nunca le tocó a ella. Lo cual significaba decir que no era nada parecido a un gemelo. Ella era algo nuevo, algo infinitamente precioso. No había reglas para su comportamiento ni limitaciones para sus habilidades. Le gustaba fanfarronear diciendo que había obtenido exactamente lo que había pedido.

—Es más bella que yo, más lista y mejor jugadora de tenis —solía bromear—. Vale cada centavo que he pagado.

Cuando era niña, Cage no tenía mucho tiempo para Wynne. En esos días estaba probando en sí mismo un nuevo producto, y día sí, día no, se tambaleaba cuando volvía a casa, bastante volado. Le encontró una niñera inglesa, que son las mejores. No pagaba a la señora Detling para que amara a la niña: Wynne se la ganó por su cuenta. La estricta y anciana mujer gastó carretadas del dinero de Cage en su Wynne; su filosofía era tratar a la niña como si fuera un disco vacío en el que habría de grabarse sólo la información más preciosa. Para favorecer a Wynne, viajaban siempre que Cage podía salir del laboratorio. Detling la ayudó a desarrollar el dominio de los idiomas del viejo mundo; Wynne hablaba inglés, ruso, español, un poco de japonés y podía leer a su Virgilio en latín. Cuando llegó a tercero, sacó un noventa y nueve por ciento en el test para su edad, de acuerdo con el Perfil de Inteligencia de Cultura Libre de Génova.

No fue hasta que tuvo siete años cuando Cage comenzó a obtener un verdadero placer con su compañía. Su encanto era una incongruente mezcla de madurez e infantilidad.

Un día regresó del laboratorio y encontró a Wynne frente al ordenador, conectada a la telecadena.

—Pensé que ibas a ver a tu amiga. ¿Cómo se llama? —dijo él.

—¿Haidee? Cuando la niñera me dijo que hoy volverías temprano a casa, decidí que no.

—Solamente he venido a cambiarme —en aquella época estaba trabajando en el Reidor y todavía tenía un zumbido de la dosis de la mañana. No quería empezar a tener risitas como un bobo delante de la niña, por lo que abrió el bar y sacó una jeringuilla a presión llena de neurolépticos, para poder comportarse—. Tengo una cita. Tengo que salir a las seis.

Ella salió del juego.

—¿Con esa nueva? ¿Jocelyn?

—Jocelyn, sí —y adelantó su mano hacia el mando de la telecadena—. ¿Te importa si miro el correo?

Ella se lo pasó.

—Tony, te echo de menos cuando estás trabajando —eso ya lo había oído antes.

—Yo también, Wynne —él accedió al menú del correo y empezó a hojearlo.

Ella se acurrucó a su lado y miró en silencio.

—Tony —dijo finalmente—, ¿lloran los mayores?

—Mmmmm —Western le estaba fastidiando con los retrasos del Reidor, amenazándole con retenerle sus bonos del Deslizador—. Algunas veces, supongo.

—¿Sí? —parecía extrañada—. ¿Cuando se caen y se arañan las rodillas?

—Generalmente, cuando algo triste les ocurre.

—¿Como qué?

—Algo triste —hubo un largo silencio—. Ya sabes —él quería cambiar de tema.

—Vi a Jocelyn llorando.

Por fin ella atrapó su atención.

—La otra noche —continuó—. Vino, se sentó en el sofá, a esperarte. Yo estaba jugando a las casitas detrás de la silla. Ella no sabía que estaba aquí. ¿Sabes?, es fea cuando llora. El maquillaje bajo sus ojos hace que sus lágrimas sean negras. Luego se levantó para ir al baño y me vio, y me miró como si fuese culpa mía el que llorara. Pero siguió su camino y no dijo nada. Cuando salió era feliz otra vez. Al menos no lloraba. ¿La hiciste ponerse triste?

—No lo sé, Wynne —se sintió como si debiera enfadarse, pero no sabía con quién—. Quizás lo hice.

—Bueno, no creo que eso sea correcto que lo haga un mayor. Y no creo que ella me guste demasiado —Wynne la miró como si hubiera ido demasiado lejos—. Bueno, ¿por qué tiene que estar triste? Ella te ve más que yo, y yo no lloro.

El la abrazó.

—Eres una buena chica, Wynn —decidió que no vería a Jocelyn esa noche—. Te quiero.

Mucha gente trata de mantener una división entre la vida personal y la laboral. Antes de Wynne, Cage siempre había estado solo, no importa con quién estuviera. Odiaba enfrentarse al vacío que había en el centro de su vida personal; mujeres desechables como Jocelyn solamente alimentaban ese vacío. Iba a trabajar para escapar de sí mismo; éste era el secreto de su éxito. Pero cuando Wynne se hizo mayor, tuvo que cambiar, haciendo gradualmente un espacio para ella en su vida, hasta que ella lo llenó.

William Stukeley pertenecía a la gran tradición de excéntricos ingleses. De 1719 a 1724 este impresionable y joven anticuario pasó sus veranos explorando Stonehenge. Su meticuloso trabajo de campo no sería igualado hasta la época de la reina Victoria. Stukeley hizo mediciones precisas de las distancias entre las piedras. Exploró el campo de alrededor y descubrió que el círculo no era sino una parte de un complejo neolítico mayor. Fue el primero en apuntar la orientación del eje de Stonehenge hacia el solsticio de verano. Sin embargo, no publicó sus hallazgos hasta diez años después. Entre tanto tomó votos religiosos, se casó, se mudó de Londres a Lincolnshire y decidió que era un druida.

De su errática lectura de la Biblia, Plinio y Tácito, Stukeley dedujo que los druidas debían de ser descendientes directos del Abraham bíblico, que había viajado a Inglaterra en un barco fenicio. Aunque su libro contenía un soberbio trabajo de campo sobre Stonehenge, el polémico intento de Stukeley se resumió de forma perfecta en su frontispicio con el retrato del autor como Chyndonax, el príncipe de los druidas. Su título era «Una historia cronológica del origen y proceso de la verdadera religión y de la idolatría». Stukeley pintó una visión de nobles sabios practicando una religión natural y pura, cuya equivalente moderna, y no ahorró dificultades para demostrarlo, no era otra que ¡la de su propia y amada Iglesia de Inglaterra! Los druidas habían construido Stonehenge como un templo para su dios serpiente. Aunque Stukeley creía que los ritos practicados allí incluían, en su opinión, sacrificios humanos, se hallaba inclinado a perdonar estos excesos a sus antecesores espirituales. Quizás habían tomado equivocadamente el ejemplo de Abraham.

Cien años después de la fantasía druídica de Stukeley, ésta consiguió abrirse paso tanto en la
Encyclopedia Britannica
como en la imaginación popular. En 1857 se estableció un enlace ferroviario entre Londres y Salisbury, y los Victorianos bajaban en manadas. Para algunos, Stonehenge era la confirmación tanto de la antigua como la actual grandeza de Britannia; para otros representaba los sueños oscuros de doncellas destripadas y lujuria pagana. Los pubs cercanos a Amesbury abrían durante toda la noche. Si los cielos estaban despejados, se podían contar por miles aquellos que acampaban en Stonehenge. No era una masa respetuosa. Rompían botellas contra los monolitos y escalaban por las areniscas, bailando al amanecer del verano. La ensoñadora tranquilidad de la llanura de Wiltshire era aniquilada por sus risas groseras y el ruido de sus vehículos.

A Cage nunca le gustó Tod Schluermann. Se dijo que el hecho de que Tod se hubiera convertido en el amante de Wynne mientras él estaba en el tanque no tenía nada que ver. Tampoco importaba que Tod la hubiera convencido para ir a Inglaterra. Tod, a sus veinticuatro años, había vagado por todo el mundo; su padre había sido un doctor de las Fuerzas Aéreas. Nacido en Filipinas, había crecido en bases de Alemania, Florida y Colorado. Había fallado en la academia de las Fuerzas Armadas y había ido a otros colegios sin adquirir nada más importante que un rechazo a levantarse temprano.

Tod era un chico delgaducho que resultaba atractivo con los reveladores pantalones ajustados que se habían puesto de moda. Era atractivo de una forma grácil. Bajo su cara se hallaba la estructura ósea de una madonna renacentista. Para poder entrar en la academia, había necesitado implantes cocleares para corregir un ligero problema auditivo: pidió a los cirujanos que redujesen sus orejas. No tenía nada de pelo, excepto un pincel negro en la cabeza. Como Wynne, se había teñido de azul claro, y bajo ciertas iluminaciones parecía un cadáver.

Wynne y él se encontraron en un club de drogas; ella estaba tomando Deslizador en una mesa luminosa cuando él se sentó cerca de ella. Cage nunca entendió qué hacía Tod en el club. Tod no usaba drogas psicoactivas a menudo y. aunque intentaba ocultarlo, desaprobaba a los consumidores habituales. Un buen candidato para la Liga de la Templanza con la Droga. Había un ramalazo de puritano en él que lo distanciaba de su licenciosa generación. En sus años de salidas y entradas de colegios, Tod había leído amplia, pero no correctamente. Como muchos autodidactas, sospechaba de los expertos. Tenía inteligencia natural, era evidente, pero su arrogancia a menudo lo hacía parecer estúpido.

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