Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online
Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors
Tags: #Relato, Ciencia-Ficción
En medio de la desolada habitación había una silla tapizada de marrón con un teléfono a un lado y una televisión pegada a la pared opuesta. Eso era todo; algo que podría haber sido un hogar de no ser por la serpiente.
Descolgó el teléfono, activó el listín de la pantalla y marcó el número de TELECOM SENTRAX.
El Orlando Holiday Inn se encontraba cerca de la terminal del aeropuerto a la que llegaban turistas ansiosos de las delicias de Disneylandia. «Pero para mí», pensó George, «no hay patitos simpáticos y sonrientes ratoncitos. Aquí, como en todas partes, estoy en la
ciudad de la serpiente».
Se apoyó contra la pared de la habitación de motel, observando cómo las grises sábanas de una lluvia torrencial cubrían la acera. Había estado esperando el despegue durante dos días. Había una lanzadera descansando en su plataforma de Cabo Cañaveral, y en cuanto se despejase el tiempo, un helicóptero lo recogería y lo llevaría allá, a la Estación Atenea, a unos treinta mil kilómetros sobre el ecuador terrestre como un paquete dirigido a SenTrax Inc.
Frente a él, bajo la luz láser de un holoproyector Blaupunkt, aparecían figurillas de un pie de altura que hablaban sobre la guerra de Tailandia y sobre la suerte que había tenido Estados Unidos al evitar otro Vietnam.
¿Suerte? Tal vez. A él ya lo habían cableado y puesto a punto para el combate, y ya estaba acostumbrado al ergonómico asiento posterior del avión negro de fibra de vidrio A-230 General Dynamics. El A-230 volaba rozando el límite de una letal inestabilidad, y cada sensor de su fuselaje estaba monitorizado por su propio banco de microcomputadores, todos ellos conectados al «cerebro-serpiente» del copiloto mediante dos cables gemelos de miopreno que salían de ambos lados de su esófago..., y entonces él
desaparecía, ¡
oh, sí!, cuando los cables se enchufaban, cuando el fuselaje resonaba por sus nervios, con su cuerpo exultante por esta nueva identidad, por este nuevo poder.
Luego el Congreso acabó con la guerra y las Fuerzas Aéreas acabaron a su vez con George, y cuando llegó su licencia, ahí se quedó él, completamente cableado y sin un lugar a dónde ir, abandonado con toda esa patética tecnología, con ese hardware en su cabeza que, a partir de entonces, iba a cobrar vida propia.
Fuera, los relámpagos cruzaron el cielo púrpura, dividiéndolo como si fuera una especie de gigantesco cuenco de cristal agrietado. En el holotelevisor, otro hombrecillo de un pie de altura dijo que la tormenta tropical desaparecería en las próximas dos horas.
Sonó el teléfono.
Hamilton Innis era alto y pesado, medía unos seis pies y pesaba doscientas cincuenta libras aproximadamente. Flotaba en un blanco corredor intensamente iluminado. Vestido con zapatillas negras y un mono azul cobalto con las letras
Sentrax
en rojo sobre el bolsillo izquierdo del pecho, se sujetaba con cuidado a un muro gracias a una de las bandas de velcro del mono. Una pantalla sobre la compuerta de acceso mostraba cómo la lanzadera ensamblaba el morro en el muelle de atraque. Esperó a que se ensamblaran las escotillas y a que le enviaran al último de sus candidatos.
Este llevaba seis meses en la reserva y estaba perdiendo lentamente todo lo que los doctores de las Fuerzas Aéreas le habían metido en su mente; ex sargento técnico George Jordan: dos años en la Universidad Estatal de Oackland, California, alistado más tarde en las Fuerzas Aéreas y posteriormente entrenado como tripulante en el TEIH. De acuerdo con el perfil que el Aleph había extraído de los informes de las Fuerzas Aéreas, era un hombre con unas aptitudes e inteligencia ligeramente superiores a la media, además de una inclinación acusada, por encima de lo normal, a las situaciones límite, y de ahí que se presentara voluntario para el TEIH y para el combate. En las fotografías de su ficha parecía anodino: cinco pies y diez pulgadas de altura, y unas setenta y seis libras de peso, pelo y ojos castaños, ni atractivo ni feo. Pero eran fotografías antiguas y no podían mostrar lo que la serpiente y el miedo lo habían transformado. «No lo sabes bien, colega», pensó Innis, «pero todavía no has visto nada raro de verdad».
El hombre llegó dando tumbos por el pasillo, más o menos perdido por la ingravidez, pero Innis pudo verlo intentando orientarse, deseando que sus músculos dejaran de luchar, intentando evitar que se hicieran cargo de una gravedad que simplemente ya no estaba allí.
—¿Qué diablos hago ahora? —le preguntó George Jordan, flotando en medio y con una mano agarrada al asidero de la compuerta.
—Relájate, ahora te agarro —Innis se proyectó lejos de la pared y, lanzándose hacia él, lo agarró cuando pasaba a su lado, flotando ambos hacia el muro opuesto. Dio otra patada contra la pared y salieron.
Innis dejó a George durante unas cuantas horas para que intentara, inútilmente, dormir; tiempo suficiente también para que los fosfenos provocados por el alto nivel de gravedad del viaje desaparecieran de su visión. George pasó la mayor parte del tiempo dando vueltas en su litera, escuchando el zumbido del aire acondicionado y los crujidos de la estación giratoria. Luego Innis llamó a la puerta de su camarote y dijo por el intercomunicador:
—Vamos, tío. Hora de ver al doctor.
Atravesaron la parte más antigua de la estación, donde se veían oscuras gotas de pegamento fosilizado sobre el plástico verde del suelo, arañazos producidos por el continuo fregado y desvaídos logotipos y anagramas de compañías. GICO se repetía varias veces en una borrosa tipografía. Innis le dijo a George que significaba Grupo Internacional de Construcciones Orbitales, los constructores y controladores originales del Atenea, una compañía ya desaparecida.
Innis condujo a George frente a una puerta en la que un letrero anunciaba: GRUPO DE INTERFAZ.
—Entra —le dijo—. Yo volveré dentro de un rato.
De la pared, de un suave color crema, colgaban dibujos de grullas pintadas con delicadas pinceladas blancas sobre seda ocre. El área central estaba limitada por una serie de mamparos de gomaespuma traslúcida iluminados desde atrás por una tenue luz. Más adelante, estos mamparos se convertían en un corredor en penumbra. Ahora George se encontraba sentado en un sillón fabricado con tiras de cuero color chocolate. Frente a él, Charley se recostaba en una silla de cuero marrón y cromo con los pies puestos encima de una mesa de contrachapado negro y con media pulgada de ceniza pendiendo del extremo de su cigarrillo.
Charley Hughes no era el típico doctor. Tenía una esbelta figura dentro de su gastada ropa gris. Su pelo negro, recogido en una tirante coleta que le llegaba hasta la cintura, afilaba sus rasgos agudos. Su expresión estaba crispada, con un cierto toque de locura.
—Cuéntame lo de la serpiente —dijo Charley Hughes.
—¿Qué quieres saber? Es un implante de nexo micrófono-micrófono.
—Sí, ya sé. Pero eso no me interesa. Cuéntame tu experiencia —la ceniza del cigarrillo cayó sobre la moqueta marrón—. Dime por qué estás aquí.
—Vale. He estado apartado de las Fuerzas Aéreas más o menos durante un mes. Tenía un refugio cerca de Washington, en Silver Spring. Pensé que podía conseguir algún trabajo en una compañía aérea pero no tenía demasiada prisa, y como aún me quedaban seis meses de paga tras la licencia, pensé tomármelo con calma durante algún tiempo.
»Al principio comencé a sentir una inexplicable extrañeza. Me sentía distante, desconectado, pero ¿qué coño? Eso es vivir en EE. UU. ¿sabes? Bueno, una tarde estaba relajándome. A punto de ver un pequeño holovídeo y beberme unas cervezas. Jo, tío, esto es difícil de explicar. Sentí algo
realmente divertido,
algo así como un ataque al corazón o una embolia. Las palabras del holovídeo de repente carecían de sentido y era como verlo todo debajo del agua. Luego aparecí en la cocina sacando cosas de la nevera: carne picada, huevos crudos, mantequilla, cerveza y todo tipo de porquerías. Simplemente me quedé allí y me lo tragué todo. Casqué los huevos y los sorbí directamente de la cáscara, me comí la mantequilla a bocados, me bebí toda las cervezas, una, dos, tres, así, sin más.
Los ojos de George permanecían cerrados mientras recordaba y sentía cómo crecía de nuevo el miedo que surgió después.
—No podría decir si era yo el que estaba haciendo todo esto...¿entiendes lo que quiero decir? Quiero decir que yo era quien realmente estaba sentado allí, pero al mismo tiempo era como si alguien más estuviera en casa.
—La serpiente. Su presencia plantea algunos... problemas. ¿Cómo te enfrentas a ellos?
—Me puse en guardia, esperando que no me pasara otra vez, pero pasó, y esta vez me fui a ver a Walter Reed y les dije, tíos, ¡me están sucediendo estos
episodios!
—¿Y te entendieron?
—No. Sacaron mis informes, me hicieron un chequeo físico... pero, mierda, antes de que me licenciara, ya me habían encajado todo el aparato. Es igual, ellos dijeron que era un problema psiquiátrico, así que me mandaron a un loquero. Fue por entonces cuando vosotros, tíos, entrasteis en contacto conmigo. El loquero no me hacía ningún bien, tío, ¿has comido alguna vez comida de gato? Pues, por eso, al mes os llamé de nuevo.
—Tras haber rechazado la primera oferta de SenTrax.
—¿Por qué tendría que gustarme trabajar para una multinacional? Vida de «multi», pensamiento de «multi»., ¿No es así como lo llaman? ¡Dios! Acababa de largarme de las Fuerzas Aéreas y pensé: a la mierda con todo. Supongo que la serpiente me hizo cambiar de opinión.
—Ya veo. Debemos hacerte un cuadro físico completo, hacerte un escáner super CAL para los perfiles cerebrales, químicos y de actividad eléctrica. Luego podremos considerar las alternativas. Por cierto, hay una fiesta en la Cafetería 4, puedes pedirle a tu ordenador que te indique cómo llegar. Allí encontrarás a algunos de tus colegas.
Mientras George era guiado a través del corredor de goma-espuma por un técnico médico, Charles Hughes fumaba sus Gauloises sin parar y miraba con clínico distanciamiento el temblor de sus manos. Era extraño que no temblaran en el quirófano, aunque en este caso no importaba, pues los cirujanos de las Fuerzas Aéreas ya habían hecho su trabajo en George.
George... Ahora era él quien necesitaba un poco de suerte porque era uno de esos casos estadísticamente insignificantes para los que el TEIH significaba un billete para una locura muy particular; justo el tipo de caso que le interesaba al Aleph. Estaban también Paul Coen y Lizzie Heinz. También pertenecían a la misma estadística, ambos seleccionados por un perfil psicológico preparado por el Aleph, ambos con implantes colocados por Charley Hughes. Paul Coen se había metido en una escotilla y se había reventado a sí mismo en el vacío. Ahora sólo quedaban Lizzie y George.
No era de extrañar que sus manos temblaran; puedes hablar todo lo que quieras sobre la vanguardia de la alta tecnología, pero recuerda que siempre tiene que haber alguien que empuñe el bisturí.
En el blindado núcleo de la Estación Atenea había un nido de esferas concéntricas. La más interna medía cinco metros de diámetro, estaba llena de fluorocarbono líquido inerte, y contenía un cubo negro de dos metros de arista de cuyos lados salían gruesos cables negros.
Dentro del cubo oscilaba una serie fluida de ondas hologramáticas en nanosegundos, con el ritmo del conocimiento y la intencionalidad: el Aleph. El Aleph estaba formado por una consciencia infinitamente recursiva, en una secuencia determinada por la voluntad de la máquina.
Por ello, hablando con precisión, no existía tal Aleph, igual que no existían sujetos o verbos en las oraciones que él se decía a sí mismo. Esto representaba una paradoja, que para el Aleph precisamente era una de las formas intelectuales más interesantes; era una paradoja que marcaba los límites de una actitud, incluso de un modo de ser, y al Aleph también le interesaban mucho los límites.
El Aleph había observado la llegada de George Jordan, su incomodidad en la litera, su entrevista con Charley Hughes. Le encantaban estas observaciones por la piedad, compasión y empatía que le despertaban, ya que le permitían predecir el océano de cambios que George iba a sufrir: éxtasis, pasión, dolor. Al mismo tiempo, el Aleph sentía con distanciamiento la necesidad de su dolor, incluso de un dolor que le acercara a la muerte.
Compasión, distancia, muerte, vida...
Millares de voces rieron dentro del Aleph. Pronto George encontraría sus propios límites y sus propias paradojas. ¿Sobreviviría George? El Aleph así lo esperaba. Ansiaba el contacto humano.
La Cafetería 4 era una sala cuadrada de diez metros de lado, con la forma de una azulada cáscara de huevo, llena de sillas y mesas esmaltadas en gris oscuro que podían fijarse magnéticamente en cualquier parte de la superficie de la sala, dependiendo de la dirección que tomara el giro gravitatorio. Muchos de los objetos colgaban de las paredes para ofrecer más espacio a la gente que estaba dentro.
En la puerta, George encontró a una mujer alta que le dijo:
—Bienvenido, George. Soy Lizzie. Charlie Hughes me dijo que vendrías —su rubio pelo estaba cortado casi al rape, sus ojos eran de un azul luminoso con puntitos dorados. Su nariz afilada, la barbilla un tanto huidiza y unas mejillas prominentes le daban el aspecto hambriento de una modelo en paro. Llevaba una falda negra, abierta a ambos lados hasta el muslo, y medias rojas. Sobre la pálida piel de su hombro izquierdo, tenía tatuada una rosa roja, cuyo verde tallo se curvaba bajando entre sus pechos desnudos, donde una espina le extraía una estilizada gota de sangre. Ella también tenía una brillante conexión de cables bajo su mandíbula. Besó a George metiéndole la lengua en la boca.
—¿Tú eres la oficial de reclutamiento? Si es así, haces muy bien tu trabajo —dijo George.
—No me hace falta reclutarte. Puedo ver que ya te has unido —le tocó ligeramente bajo su mandíbula, donde resplandecían sus conexiones.
—Todavía no lo he hecho —pero ella tenía razón, pues ¿qué otra cosa podía hacer?
—¿Tenéis cerveza por aquí?
Cogió la botella de Dos Equis
[1]
que Lizzie le ofrecía, se la bebió rápidamente y pidió otra. Luego se dio cuenta de que era un error; todavía no se había acostumbrado a la baja o casi inexistente gravedad y, además, aún seguía tomando píldoras contra la náusea («Úsese con precaución si se trabaja con maquinaria»). Todo lo que sabía en ese momento era esto: dos cervezas, y la vida se volvía un carnaval. Había luces, ruido, mesas y sillas colgando de los muros y del techo como esculturas surrealistas, y mucha gente desconocida (le presentaron a algunos, pero enseguida se olvidó de sus nombres).