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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (4 page)

Bruce Sterling

[1]
Referencia de la mitología griega a la historia de Procusto, o Procustes, quien obligaba a los viajeros a tenderse en un lecho de hierro. Si no se ajustaban a su tamaño, él les cortaba o dislocaba las extremidades. (N. de los T.)

[2]
El título del libro significa «Gafas de espejo». (N. de los T.)

[3]
Movimiento ecologista de los años sesenta, inspirado en el libro de Rachel Carson. Silent Spring. (N. de los T.)

EL CONTINUO DE GERNSBACK

- William Gibson -

Este relato fue la primera publicación profesional, en 1981, de William Gibson.

En los años siguientes, Gibson desarrolló un conjunto de obras de una enorme influencia, marcadas por una brillante fusión de escenarios y prospectiva. Sus novelas "Neuromante" y "Conde Cero", y los relatos de "Sprawl series", relacionados con esas novelas, otorgaron a Gibson un amplio reconocimiento por su impetuoso aliento narrativo, por su pulida y evocadora prosa y por su detallado y afilado retrato del futuro. Estas obras destacan como textos centrales de la ciencia ficción contemporánea.

Pero este relato abrió el camino. Fue una percepción fríamente certera de elementos que en el pasado se orientaron de manera equivocada, a la vez que un toque de atención para una nueva estética de la ciencia ficción de los ochenta.

Misericordiosamente, esa cosa ha comenzado a difuminarse, a volverse un episodio. Cuando todavía me llegan esas antiguas visiones, son periféricas; meros fragmentos confinados en el rabillo del ojo, simples fragmentos cromados de un doctor loco. Estaba ese transporte todo ala, volando sobre San Francisco la semana pasada, pero ya era casi traslúcido. Y los descapotables con aletas de tiburón se han vuelto infrecuentes, y, discretamente, las autopistas evitan convertirse en los resplandecientes monstruos de ochenta carriles donde estuve obligado a conducir el mes pasado con mi Toyota de alquiler. Y sé que nada de eso me va a perseguir hasta Nueva York; mi visión se está reduciendo a una única frecuencia de probabilidad. Me he esforzado mucho en ello. La televisión me ha ayudado bastante.

Supongo que todo empezó en Londres, en esa falsa taberna griega de Battersea Park Road, con el almuerzo de la corporación de inversiones de Cohen. Una insípida comida al vapor, y aún les costó treinta minutos encontrar un cubilete con hielo para el retsina
[1]
. Cohen trabaja para Barris-Watford, la cual publica libros de gran formato en rústica, a la moda, sobre «artesanías industriales»: historias ilustradas de los letreros de neón, de las máquinas del millón, de los juguetes de cuerda del Japón ocupado. Había ido para fotografiar un serie de anuncios de zapatillas deportivas; chicas californianas, con piernas bronceadas y juguetonas zapatillas fosforescentes me habían estado gastando bromas, desde abajo de las escaleras mecánicas de Saint John Wood hasta los andenes de Tooting Bec. Una joven agencia ambiciosa y poco rentable había decidido que «lo misterioso del transporte londinense» vendería zapatillas vulcanizadas de nailon. Ellos deciden, yo fotografío. Y Cohen, al que yo conocía vagamente de los viejos tiempos de Nueva York, me había invitado a almorzar el día anterior a mi salida desde Heathrow. Trajo consigo a una joven vestida muy a la moda, llamada Dialta Downes, la cual virtualmente no tenía barbilla y era una reconocida historiadora del arte pop. Al recordarla, la veo caminar al lado de Cohen, bajo un letrero de neón colgante que destellaba: POR AQUÍ SE VA A LA LOCURA, en grandes letras sin remate.

Cohen nos presentó y explicó que Dialta era la primera promotora del último proyecto de Barris-Watford, una historia de lo que ella llamaba «la aerodinámica modernidad americana». Su título de trabajo era
La futurópolis aerodinámica: el mañana que nunca llegó.

Hay una obsesión británica por los elementos más barrocos de la cultura pop americana, algo parecido al fetiche «vaquero-indio» propio de los alemanes, o a la aberrante afición francesa por las películas del bueno de Jerry Lewis.

Esto se manifestaba en Dialta Downes en su manía por una forma única de arquitectura americana, de la cual la mayoría de los americanos apenas son conscientes. Al principio no estaba seguro de lo que estaba hablando, pero poco a poco comencé a caer en la cuenta. Me encontré recordando la televisión de los cincuenta los domingos por la mañana.

Algunas veces, en las emisoras locales, pasaban como relleno viejos rollos rayados de películas. Te sentabas allí con tu sandwich de mantequilla de cacahuete y tu vaso de leche, y un pomposo y estático barítono de Hollywood te contaba que tendrías-un-coche-volador-en-tu-futuro. Y luego tres ingenieros de Detroit se movían alrededor de un viejo Nash con aletas, y más tarde lo veías correr a toda velocidad por alguna pista desierta de Michigan. Realmente nunca lo veías despegar, pero seguramente volaba hacia la tierra de Nunca Jamás de Dialta Downes; el auténtico hogar de una generación tecnófila sin ningún tipo de inhibición. Estaba hablando sobre estas curiosidades de lo «futurístico»; en América, pasas diariamente al lado de la arquitectura de los treinta y cuarenta: los cines con marquesinas estriadas para transmitir cierta misteriosa energía, los almacenes baratos con fachadas de aluminio acanalado, las sillas de tubos cromados cubriéndose de polvo en los recibidores de hoteles de paso. Ella veía estas cosas como fragmentos de un mundo onírico, abandonado en el despreocupado presente; y quería que lo fotografiase para ella.

Los años treinta presenciaron la primera generación de diseñadores industriales americanos; hasta los treinta, todos los sacapuntas parecían sacapuntas, un elemental mecanismo victoriano, quizás con un pequeño arabesco decorativo en los bordes. Tras el advenimiento de los diseñadores, algunos sacapuntas parecían haber sido ensamblados en túneles de viento. En su mayor parte, el cambio era sólo superficial: bajo la aerodinámica carcasa de cromo se encontraba el mismo mecanismo Victoriano. Todo lo cual tenía cierto sentido, pues los diseñadores americanos más brillantes habían sido reclutados entre las filas de los diseñadores teatrales de Broadway. Todo era decorado, una serie de elaboradas formas para jugar a vivir en el futuro.

A la hora del café, Cohen sacó un grueso sobre de papel manila, lleno de ilustraciones satinadas. Pude ver las estatuas aladas que guardan la presa Hoover, sombreros ornamentales de cemento de diez metros inclinándose con simetría ante un huracán imaginario. Vi una docena de fotografías del edificio Johnson Wax de Frank Lloyd Wright junto a portadas de la revista de
pulp
[2]
Amazing Stories,
realizadas por un artista llamado Frank R. Paul. Los empleados del Johnson Wax deben de haberse sentido como si estuvieran caminando por una de esas utopías populares de Paul pintadas con aerógrafo. El edificio de Wright parecía haber sido diseñado para gente vestida con togas blancas y sandalias de charol. Tuve mis dudas respecto al boceto de un avión de línea propulsado a hélice particularmente gigantesco, una sola ala como un grueso y desproporcionado boomerang, con ventanas en lugares inusuales. Flechas indicadoras señalaban la localización de una gran sala de baile y de dos pistas de squash. Estaba fechado en 1936.

—Esta cosa... no podría haber volado, ¿no? —miré a Dialta Downes.

—Oh, no, completamente imposible, incluso con esas doce gigantescas hélices, pero les encantaba su aspecto, ¿ves? De Nueva York a Londres en dos días, comedores de primera clase, camarotes privados, bailando jazz durante la noche... Los diseñadores eran entonces populacheros, ¿ves? Intentaban dar al público lo que quería. Y lo que quería era el futuro.

Estuve en Burbank durante tres días intentando dotar de carisma a un rockero realmente gris, cuando recibí el paquete de Cohen. Es posible fotografiar lo que no está ahí, aunque es condenadamente difícil, y, consecuentemente, un talento muy vendible.

Aunque no soy precisamente el peor en eso, este pobre tipo estaba arruinando la credibilidad de mi Nikon. Me fui deprimido, porque me gusta hacer bien mi trabajo, aunque no deprimido del todo, pues me aseguré de recibir el cheque por el trabajo, y decidí recuperarme con la sublime artisticidad del encargo de Barris-Watford. Cohen me había enviado algunos libros del diseño de los años treinta, más fotos de edificios aerodinámicos y una lista de los cincuenta ejemplos favoritos de Dialta Downes del estilo californiano.

La fotografía de arquitectura puede requerir largas esperas; el edificio se convierte en una suerte de reloj de sol mientras se aguarda a que la sombra se deslice fuera del detalle que te interesa, o a que la masa y el equilibrio de la estructura se revelen de cierta manera. Mientras esperaba, pensé en la América de Dialta Downes. Cuando capturé unos pocos de los edificios fabriles en la lente de mi Hasselblad, salieron con cierto aspecto de siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert Speer construyó para Hitler. Pero el resto era vulgar hasta la extenuación: material efímero sacado del inconsciente colectivo americano de los treinta, que tendía mayormente a sobrevivir en deprimentes calles comerciales junto a moteles polvorientos, colchonerías y pequeños aparcamientos de coches de segunda mano. Decidí ir directamente a por las gasolineras.

En el cénit de la era Downes pusieron a Ming el inmisericorde
[3]
a cargo del diseño de las gasolineras de California. Favoreciendo el estilo arquitectónico de su Mongo natal, atravesó la costa, erigiendo emplazamientos de estuco para sus cañones de rayos. Muchos de ellos exhibían superfinas torres centrales rodeadas por un anillo cuyos extraños resaltes de radiador, que eran su marca de estilo, les hacía parecer como si estuvieran generando poderosos estallidos de crudo entusiasmo tecnológico, si se pudiera encontrar el interruptor que los conectara. Fotografié una en San José, una hora antes de que el bulldozer llegara y atravesara su estructura, que en realidad estaba hecha de contrachapado, escayola y cemento barato.

—Piensa en ello —me había dicho Downes— como en una suerte de América alternativa, unos años ochenta que nunca existieron, una arquitectura de sueños rotos.

Y éste era mi marco mental mientras recorría las estaciones de su convulso calvario arquitectónico en mi Toyota rojo, sintonizando con su imagen de una sombría América-que-no-fue, de plantas de Coca-Cola como submarinos varados y salas de cine de quinta clase como templos de alguna secta perdida que había adorado los espejos azules y la geometría. Y mientras paseaba por esas secretas ruinas, me encontré preguntándome cómo vivirían los habitantes de ese futuro perdido. Los años treinta soñaban con mármol blanco, con estelas de cromo, con cristal inmortal y bronce refulgente, pero los cohetes de las portadas de las revistas de Gernsback habían caído aullando en Londres en plena noche. Tras la guerra, todo el mundo tenía un coche, sin necesidad de aletas, y las prometidas autopistas para conducirlos por tierra, por lo que el propio cielo se oscureció y el humo de los tubos de escape erosionó el mármol y ensució el cristal milagroso...

Y un día, en las afueras de Bolinas, cuando estaba preparándolo todo para fotografiar un ejemplo particularmente llamativo de la arquitectura marcial de Ming, atravesé una fina membrana, una membrana de probabilidad...

Suavemente me adentré en el Borde.

Y miré hacia arriba para ver una cosa con doce motores, como un gigantesco boomerang, todo ala, zumbando camino al este con la gracia de un elefante, tan bajo que podía ver los remaches de su pálida y plateada superficie y podía escuchar, tal vez, un eco de jazz.

Se lo conté a Kihn.

Merv Kihn, periodista independiente con un extenso trabajo sobre pterodáctilos de Texas, pueblerinos contactados por extraterrestres, ligas de guaridas de los monstruos del lago Ness y los cuarenta principales en teorías conspiratorias del imaginario de masas americano.

—Es bueno —dijo Kihn, limpiando sus gafas amarillas polarizadas en el sebo de su camisa hawaiana—, pero no es
mental,
carece del genuino pelaje.

—Pero lo vi, Mervyn.

Estábamos tumbados al borde de una piscina, bajo el brillante sol de Arizona. Él se encontraba en Tucson buscando a un grupo de funcionarios retirados de Las Vegas, cuyo líder recibía mensajes de Ellos por medio de su horno microondas. Había conducido durante toda la noche y lo estaba acusando.

—Por supuesto que lo hiciste. Por supuesto que lo viste. Has leído mis cosas, ¿no has entendido mi solución omniexplicativa para el problema de los ovnis? Es simple, sencilla-como-el-chupete: la gente —se puso cuidadosamente las gafas en su nariz aguileña y me atrapó con su mejor mirada de basilisco—
ve...
cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada allí, pero la gente las
ve.
Seguramente porque lo necesitan. Has leído a Jung, deberías saber el motivo... En tu caso es tan obvio... Admites que estás pensando en arquitectura desportillada, teniendo fantasías... Mira, estoy seguro de que te has tomado tu ración de drogas, ¿no? ¿Cuánta gente ha sobrevivido a la California de los sesenta sin tener alucinaciones raras? Por ejemplo aquellas noches cuando descubriste que ejércitos completos de técnicos de Disney habían sido empleados para tejer hologramas animados de jeroglíficos egipcios en tus vaqueros, o cuando...

—Pero no era como eso.

—Por supuesto que no. No se parecía en absoluto; estaba «en un entorno de completa realidad», ¿verdad? Todo normal, y de repente aparece el monstruo, el mandala, el cigarro de neón. En tu caso, un gigantesco aeroplano a lo Tom Swift. Pasa
todo el tiempo.
Ni siquiera estabas loco. Lo sabes, ¿no? —pescó una cerveza de una abollada nevera portátil de poliuretano que estaba al lado de su tumbona—. La semana pasada estuve en Virginia. En Grayson County. Entrevisté a una chica de quince años que fue asaltada por una
cabezoso.

—¿Una qué?

—Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Esa cabezoso, ¿sabes?, estaba flotando por ahí solita, en su pequeña bandeja voladora que se parecía a los tapacubos del Caddy de coleccionista que tiene el primo Wayne. Tenía ojos rojos brillando como dos brasas de puro y antenas telescópicas de cromo que le salían de detrás de sus orejas —Kihn eructó.

—¿La asaltó? ¿Cómo?

—No quieras saberlo. Ya sé que eres muy impresionable. «Era fría» —volvió a usar su falso acento sureño— «y metálica». Hacía ruidos electrónicos. Pero esto es lo que hay; la veta directa del subconsciente de masas, amigo mío. Esa chiquita es una bruja. No hay lugar aquí para ella, para que pueda funcionar en esta sociedad. Habría visto al diablo si no la hubieran educado con
El hombre biónico
y todas esas reposiciones de
Star Trek.
Ella está metida en el meollo. Y sabe lo que le pasó. La encontré diez minutos antes de que los chicos de los ovnis aparecieran con sus polígrafos.

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