Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (19 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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—Tod, si tienes miedo de probarlo, dilo simplemente. Después de todo
es
algo nuevo. Nadie te dirá nada si te echas atrás.

—Muy bien, señor —el camarero, un verdadero inglés, simuló que no oía a Cage mientras éste le devolvía la cuenta—. Gracias, señor.

—Sin embargo —continuó Cage—, creo en el Compartir y creo en ti. Tanto que cuando termines tu vídeo me gustaría enseñárselo a la Western Amusement. No han decidido todavía cómo comercializar Compartir. Si el vídeo es tan bueno como creo que puede ser, el asunto se resolvería enseguida. Haré que lo compren. Serás el portavoz, no, mierda, el padre de una nueva forma de arte en colaboración.

Sabía que entonces había atrapado a Tod. Esto era lo que el chico había querido oír todo el tiempo. Cage había entendido inmediatamente que Tod había seducido a Wynne simplemente como un escalón en su carrera. Muy bien, entonces dejemos que Tod tenga su presentación en la multinacional del entretenimiento, y bajo sus propias condiciones. Dejémosle creer que ha manipulado a Cage. No importaba en tanto en cuanto Cage recobrara a Wynne.

—¿Qué estás haciendo, Tony? —dijo Wynne, y palideció bajo su piel teñida. Ella debía de sospechar que Tony se estaba tirando un farol.

—¿Qué estoy haciendo? —Cage se levantó riendo—. No estoy seguro. Eso lo hace interesante, ¿no?

—De acuerdo, tío —Tod se levantó también—. Lo intentaré.

—¡Tony! —Wynne se levantó con ellos.

—¿Qué es eso? —dijo Wynne, señalando hacia Stonehenge. Relámpagos de luz zigzagueaban en la oscuridad, iluminando a la multitud que permanecía fuera de la cúpula.

—Es sólo
son et lumiére
—dijo Cage—, los técnicos holográficos del Departamento de Medio Ambiente montaron esto para sacar un extra a los turistas —siguieron caminando por la A360, donde el urbano de Amesbury los había dejado—. Mira lo que viene ahora.

Segundos después, dos arco iris de láser brillaron entre las piedras.

—Los cuarenta principales de Stonehenge —dijo Tod con descontento—. Tanto Turner como Constable hicieron grandes cuadros de este lugar. El de Turner estaba cargado de su característica grandilocuencia, con sus relámpagos y su pastor muerto y con su perro aullando. Constable intentó elevar sus aburridas acuarelas con dobles arco iris.

Cage se mordió el labio y no dijo nada. Realmente no necesitaba una lección sobre Stonehenge, y mucho menos de Tod. Después de todo, él
poseía
uno de los bocetos de Constable sobre Stonehenge.

Tod se ajustó el visor de su casco VidStar; parecía una mantis con cámaras como ojos. Cage podía oír los pequeños motores zumbando mientras las cámaras gemelas enfocaban.

—¿Alguno comienza a sentirlo? —preguntó Wynne.

—He investigado mucho sobre este lugar, ¿sabes? —Tod continuó—. Es sorprendente la gente que ha estado aquí.

—Sí —dijo Cage—. Sientes cierto frescor húmedo que se extiende por la parte de atrás del cráneo, como de barro —se habían tomado las cápsulas de Compartir en la oscuridad del trayecto hacia allí—. ¿Qué hora es?

—Son las cuatro y dieciocho minutos —Tod metió un disco nuevo en la disquetera colgada de su cinturón—. Amanecer a las cinco y siete.

Cage miró al noroeste; el cielo ya había comenzado a iluminarse. Las estrellas eran como insectos de cristal escapando en el cielo gris.

—Viene en oleadas —dijo Wynne—. Alucinaciones.

—Sí —dijo Cage. Sus retinas parecían temblar. Sabía que algo iba mal pero no podía imaginar qué era.

Pasaron al lado de la inevitable manifestación en fila de la Liga de la Templanza; afortunadamente nadie reconoció a Cage. Finalmente alcanzaron un corredor cercado con alambre de espino que llevaba, atravesando la multitud, a la entrada de la cúpula. Al final del corredor marchaba una tropa de fantasmas. Iban vestidos con túnicas blancas, algunos llevaban gafas. Portaban globos de cobre, ramas de roble y estandartes con imágenes de serpientes y pentáculos. Eran varones y mujeres y parecían muy ancianos. Murmuraban un cántico que sonaba como el viento soplando entre las hojas secas. Viejos y resecos fantasmas, arrugados y resueltos, concentrados como si estuvieran solucionando problemas de ajedrez en sus cabezas.

—Los druidas —dijo Tod. Las palabras rompieron el trance y un escalofrío recorrió los hombros de Cage. Miró a Wynne y pudo saber instantáneamente que ella había sentido lo mismo. Una sonrisa de reconocimiento brilló en su cara, en el resplandor que precede al amanecer—. ¿Te encuentras bien? —preguntó Tod.

Wynne rió.

—No.

Tod se encogió de hombros y pasó su brazo por el de ella.

—Vamos. Tenemos que recorrer la cúpula si queremos ver salir el sol sobre la Piedra del Talón.

Comenzaron a abrirse camino entre la multitud, hacia el lado sudeste de la cúpula. El espacio entre las cubiertas estaba ahora vacío, y Cage pudo ver que la procesión de los druidas había pasado por el círculo exterior de las areniscas. Todos se volvieron al noreste para encararse, ya próxima el alba, con la Piedra del Talón.

—Eso es —dijo Tod—. Estamos justamente en el eje.

Una mujer gorda cerca de Cage brillaba. Excepto por sus polainas hasta las rodillas, estaba desnuda. Su piel despedía una suave luz verde; sus pezones y su vello eran de un brillante anaranjado. Cuando se movía, sus carnes brillaban como rayos de luz de luna. Al principio pensó que era otra alucinación. Algo erróneo.

—¿Tú también la estás viendo? —susurró Wynne.

—Es una luciérnaga —Tod no se preocupó de decirlo en voz baja y la mujer verde se volvió hacia él.

Wynne asintió como si hubiera entendido. Cage puso su mano en el oído para escuchar mejor.

—¿Qué es una luciérnaga?

—Tiene un tinte corporal fosforescente —la contestación llegó en un susurro.

Tod se rió, dirigió sus objetivos hacia ella y le dijo:

—¿Sabes lo cancerígena que es esa cosa? Ochenta por ciento de mortalidad a los cinco años —se acercó tambaleándose hasta él—. Es mi cuerpo, Flash. ¿No? —Cage se sorprendió cuando ella pasó un brazo por la cintura de Tod—. ¿No estarás haciendo un vídeo, Flash? ¿Me sacarás en él?

—Por supuesto —dijo él—. Todo el mundo tiene derecho a sus diez minutos de fama. Sabes que la cámara te ama. luciérnaga. Por eso te teñíste.

Ella soltó una risita.

—¿Estás con alguien, Flash?

—Ahora no, luciérnaga. Está saliendo el sol.

Fotógrafos aficionados y cámaras profesionales comenzaron a pelear por un sitio a su alrededor. Tod, usando sus codos con mala intención, no fue desplazado. El brillante borde del sol apareció sobre los árboles, al noroeste. Dentro de la cúpula, los druidas elevaron los cuernos y soplaron, en tributo al nuevo día. Fuera se escuchaban sonidos inarticulados y educados aplausos. Un hombre con una larga barba rodó sobre el suelo, aullando.

—Pero no hay una alineación —se quejaba un tonto—. El sol está en el sitio incorrecto.

El sol había iluminado los árboles y escalado por el horizonte color ladrillo. Cage cerró sus ojos y todavía podía verlo: sangre roja, azul relámpago, venas latiendo a lo largo de su superficie.

—Tío, el sol no está mal —dijo un hombre con una cámara donde debería haber una cabeza—. De hecho. Stonehenge no está alineado. Nunca lo estuvo. Es un mito, tío.

Aunque no identificó inmediatamente a ese sujeto, Cage sabía que odiaba su voz burlona. Cuando abrió los ojos otra vez, el sol ya había escalado varias veces su diámetro en el cielo. Tras unos instantes, pasó sobre la Piedra del Talón, hacia el otro extremo de Stonehenge, y pareció quedar suspendido allí, sostenido en el cielo por un solo pilar de tosca arenisca de cinco metros de alto. Su vista estaba enmarcada por los pilares y dinteles del círculo exterior. Parecía como si permaneciera sobre la columna vertebral del mundo. Se quedó mudo; hombres vestidos con pieles habían construido una estructura que podía capturar una estrella. La multitud estaba silenciosa, o quizás era que Cage había cesado de percibir nada que no fuera el fuego solar y la piedra. Luego, ese momento pasó. El sol siguió subiendo.

—Parece una entrada —dijo la luciérnaga— a otro mundo —a la luz del amanecer pareció empalidecer.

«Entrada.» La palabra llenó su mente.
Una entrada puesta encima de otra entrada.

—Calculo que está unos cuatro grados equivocado —dijo alguien. Cage vio a gente abalanzándose para ayudar al hombre que aullaba.

—¿Tony? —una extraña y bella mujer le había tomado de la mano. Su voz era un eco y sonaba distorsionada: el parloteo impreciso de un bebé, el grito de alegría de un crío. Parpadeó frente a ella en la suave luz. Piel azul, pelo de punta, vestida de plata, el engaste de un zafiro. Su cara, una joya. Preciosa. Cage se estaba enamorando.

—¿Quién eres? —no podía recordarla.

—Viene en oleadas —dijo ella. El no la entendió.

—Está tan volado que se le acaba el espacio —dijo la cabeza-cámara con una voz burlona.

—¿Quién eres tú? —Cage le agarró la mano con la suya.

—Soy yo, Tony —la bella mujer se reía. Cage quería reírse también—. Wynne.

Wynne.
Dijo una y otra vez esta palabra para sí, temblando con placer en cada repetición. Wynne, su Wynne.

—Y yo soy Tod, ¿te acuerdas? —la cabeza-cámara le miró asqueada—. Dios, menos mal que no tomé esa cosa. Miraos. Ella no puede parar de reírse y tú estás catatónico. ¿Cómo se suponía que funcionaba? ¿Os dais cuenta de lo colgados que estáis? —dijo Tod. Cage fue alcanzado por otra ola más de alucinaciones, e hizo un esfuerzo por recordar. «Un plan... forzar a Tod... hacer a Wynne ver...» Cage recordaba todo esto, pero algo fallaba si Tod estaba sereno.

—¿No tomaste...?

—¡Mierda, no! —Tod se volvió. Cage sintió los objetivos escrutándole, grabándole, juzgándole—. No soy tan ingenuo como crees, tío. Decidí simular, ver primero cómo os afectaba esa cosa. Si parecía divertido, siempre podría ponerme a tono —había una pequeña lucecita roja brillando en medio del casco de Tod.

—Apágalo, cabrón —dijo Cage—. Yo... yo no... en tu maldito... tu asqueroso y maldito...

—¿No? —Cage pudo ver una sonrisa tras el casco—. Tío, eres una figura pública. A todos nos pertenece un trozo de ti.

—Tod —dijo Wynne—. No lo saques de quicio.

La luz roja desapareció. Se subió el visor y tomó la mano de ella. Dejó a Cage y se marchó con ella.

—Demos un paseo, Wynne. Quiero hablarte.

Mientras los veía irse juntos, Cage se sintió como si se hubiera petrificado. La había perdido. La muchedumbre se arremolinó tras ellos y desaparecieron.

—¿Eres Tony Cage? —se volvió sin comprender hacia una mujer de mediana edad, que llevaba un «vestido de emociones». Pasó del azul a un verde plateado cuando llamó a su marido—. Mary, ven rápido —un corpulento hombre vestido con isotérmicos respondió a su llamada—. Tú eres Tony Cage, ¿no?

Cage no podía hablar. El hombre sacudió su mano fláccida.

—Seguro, te hemos visto en la telecadena. Muchas veces. Somos de EE.UU., de New Hampshire. Hemos probado todas tus drogas.

—Pero el Deslizador es todavía nuestra favorita. Yo soy Silvia, estamos jubilados —su vestido se iluminó pasando del verde lima al verde manzana. Cage no podía mirarle al rostro.

—Soy Mary. Diría que estás bastante volado. ¿Con qué? ¿Tienes algo nuevo entre manos?

Algunas cabezas comenzaban a volverse.

—Lo siento —su lengua parecía de piedra—. No me siento bien. Tengo que... —entonces, tambaleándose, se alejó de sus fanáticos admiradores. Afortunadamente no le siguieron.

No recordaba cuánto tiempo había vagado entre la multitud, o cómo salió, o qué aspecto tenía exactamente. Una terrible sospecha le asaltaba. ¿Quizás había un problema con la dosis? Finalmente los druidas terminaron con su ceremonia y la cúpula se abrió al público. Se dejó llevar por la corriente de la gente y luego se derrumbó sobre la Piedra del Sacrificio.

La Piedra del Sacrificio era un bloque de arenisca cubierta de liquen, a unos treinta metros fuera del círculo externo; un buen sitio para sentarse y mirar, fuera de la algarabía alrededor de las piedras erectas. La superficie de la piedra era basta y estaba agujereada. Antes se pensaba que esas oquedades naturales se usaban para recoger la sangre sacrificial, tanto de animales como de humanos. Otro mito, pues originalmente la piedra había estado erecta. Ahora eran dos objetos caídos, Cage y la piedra, sus cimientos minados, su sentido, perdido. Existían en un estado de consciencia básicamente idéntico.

Cage tuvo pensamientos de piedra; su entendimiento era el de una roca.

El sol subió. Cage tenía calor. La combinación de calor corporal y solar había sobrecargado el aire acondicionado de la cúpula. No hizo nada. Las oleadas de alucinaciones parecían retirarse. La había escalado por el muro externo y caminaba por sus dinteles. Una mujer comenzó a desnudarse. La gente aplaudía y la animaba. «¡Virgen vestal! ¡Virgen vestal!», gritaban. Un niño pequeño miraba ávidamente mientras apretaba un bote de zumo de manzana no retornable. Cage tenía sed, pero no hizo nada. El chico tiró el bote cuando terminó, y se fue vagando. Un policía se paró tras la multitud para ver a la nudista quitarse las bragas. La multitud aulló y ella les ofreció un extra. Sufría una amputación; soltó un brazo protésico y lo agitó por encima de la cabeza. El mundo se volvía loco e intentaba arrastrar a Cage. Cargó un neuroléptico en su jeringuilla de presión y se inyectó en el antebrazo.

—¡Tony! —no existía Tony, él era sólo una piedra.

—Oye, tío —un extraño lo sacudió—. Soy yo, Tod. ¡Algo le pasa a Wynne! Tenemos que saber qué tomó.

—En oleadas —Cage comenzó a reírse—. Viene en oleadas, —ahora se dio cuenta. Alucinaciones, pero no con Compartir. Se estaba riendo con tanta fuerza que se cayó para atrás. ¡Belotti! El pobre Bobby había devuelto el golpe, por fin, tras todos estos años. La droga era pura, pero la dosis..., demasiado alta. Alucinógenos, peligroso, había dicho él, impredecible. «¡Ese impredecible y viejo... cabrón!» Cage boqueaba para tomar aire.

—¡Necesita oxígeno! ¡Rápido!

—¡Fíjate en sus ojos!

Cuando la última oleada le alcanzó, Cage se agarró a la piedra. La multitud desapareció, la cúpula se desintegró, el aparcamiento, la A360, todo signo de civilización desaparecido. Entonces las piedras se despertaron y comenzaron a bailar. Las que se habían caído se enderezaron solas. Un camino apareció en la hierba. La Piedra del Sacrificio se levantó y lo tiró mientras se erigía. Una piedra gemela apareció a su lado; una entrada. Quiso atravesarla, bajar al camino, ver todo Stonehenge.

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