Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (21 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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No importa. Leo mucho, pero no soy un académico. Lo que me ocupa es la historia reciente, el último apartado de esa hora germinal de la que hablaba el sacerdote. Desde lo metafísico a lo íntimamente personal.

Soy pequeño, apenas tres pies de alto, pero puedo correr con rapidez a través de casi todos los pasadizos secretos. Esto me permite observar sin llamar la atención. Puede que sea el único historiador de todo el sector. Otros que reclaman para sí este oficio ignoran lo que está delante de sus ojos, pues buscan las verdades últimas, o al menos las Grandes Perspectivas. Por eso, si preferís la historia donde el historiador no está implicado, buscadla en otros. Siendo objetivo, tanto como puedo, tengo mis temas favoritos...

En la época en la que mi historia comienza, los niños de carne y piedra buscaban aún al Cristo de Piedra. Aquellos de nosotros nacidos de la unión de la piedra de santos y gárgolas con las monjas desnudadas creíamos que nuestra salvación se encontraba en el gran célibe de piedra, quien había venido a la vida con todas las demás estatuas.

De menor importancia era la relación secreta entre la hija del obispo y un joven de piedra y carne. Tales relaciones estaban prohibidas incluso entre los de carne pura. Y como esos dos amantes no estaban casados, su pecaminosa relación me intrigaba.

Su nombre era Constantia, y tenía catorce años, miembros esbeltos, el pelo oscuro y el pecho maduro. Sus ojos reflejaban la estulta suerte de la existencia divina, propia de las niñas de tal edad. El nombre de él era Corvus, y tenía quince años. No recuerdo con exactitud sus rasgos, pero era lo suficientemente bello y diestro; podía trepar por el andamio casi tan rápidamente como yo. Primero los espié mientras hablaban, durante uno de mis frecuentes pillajes en el depósito para robar otro libro. Se hallaban entre las sombras, pero mis ojos son agudos.

Hablaban quedamente y con desasosiego. Mi corazón sufrió al verlos y al pensar en su tragedia, pues sabía sin duda que Corvus no era de carne pura y que Constantia era la hija del mismísimo obispo. Imaginé al viejo tirano aplicando el castigo acostumbrado a Corvus, por quebrar las reglas de los pisos y de la moralidad. Pero su hablar era de una dulzura tal que casi ocultaba el hedor a cerrado de la nave inferior.

—¿Has besado antes a un hombre?

—Sí.

—¿A quién?

—A mi hermano.

—¿Y a quién más? —su voz era cortante, parecía decir: «mataría a tu hermano».

—A un amigo llamado Jules.

—¿Dónde está ése?

—¡Oh!, desapareció durante una expedición para traer leña.

—¡Oh! —y él la besó nuevamente. Soy un historiador, no un mirón, por lo que discretamente ocultaré el florecer de su pasión. Si Corvus hubiera tenido algo de sentido común, habría celebrado su conquista y nunca habría vuelto. Pero estaba atrapado y continuó viéndola, a pesar de los riesgos. Eso significaba lealtad, amor, fidelidad, y era raro, y me fascinó.

Hoy he estado tomando el sol, ha sido un día hermoso, y he estado mirando por encima de los contrafuertes. La catedral semeja a un lagarto de vientre colgante, y los contrafuertes son sus patas. Hay algunas casas pequeñas en la base de cada contrafuerte, donde asomaban los desagües con cara de dragón por encima de los árboles (o de la ciudad, o de lo que quiera que sea que una vez estuvo debajo). Ahora las gentes viven allí. No siempre fue así, hubo un tiempo en el que el sol estaba prohibido. A Corvus y Constantia se les había negado el sol desde la infancia, y por eso, incluso en los albores de su juventud, estaban pálidos y sucios por el humo de velas y palmatorias. La mayor cantidad de sol que uno podía recibir era gracias a las expediciones para traer leña.

Tras espiar uno de los encuentros clandestinos de los jóvenes amantes, medité en un oscuro rincón durante una hora, y luego fui a visitar al Apóstol Tomás, un gigante de cobre. El era el único con forma humana que vivía en lo alto de la catedral. Portaba una regla donde estaba grabado su verdadero nombre, pues había sido fundido por Viollet-le-Duc, el arquitecto que había restaurado la catedral en tiempos pretéritos. Conocía la catedral mejor que nadie y yo le admiraba enormemente. La mayoría de los monstruos lo dejaban en paz, por miedo, si no por otros motivos. Era enorme, negro como la noche, pero cubierto de óxido verde, su rostro absorto en un eterno pensar. Se sentaba en su acostumbrado habitáculo de madera cerca de la base del chapitel, no a los escasos veinte pies del lugar en el que esto escribo, y meditaba sobre tiempos que ninguno de nosotros conoció nunca. Tiempos de alegría y amor ya idos, aventurarían algunos, o sobre el peso que caía sobre él, dirían otros, pues ahora que la catedral había devenido en el centro de este mundo en caos.

El fue el gigante que me eligió de entre la fea chusma, cuando me vio con el salterio. Me animó en mis esfuerzos por leer.

—Tus ojos brillan —me dijo—. Te mueves como si tuvieras una inteligencia despierta, y te mantienes limpio y seco. No eres vano como las gárgolas, tienes sustancia. Por amor a todos nosotros, úsala y aprende los caminos de la catedral.

Y así lo hice.

Me miró cuando me aproximaba. Me senté en una caja, a sus pies, y dije:

—Una hija de carne se ve con un hijo de piedra y carne.

Encogió sus enormes hombros.

—Así ocurrirá en algunas ocasiones.

—Así pues, ¿no es pecado?

—Es algo tan monstruoso que sobrepasa el pecado y se vuelve necesidad —dijo—. Ocurrirá más frecuentemente así pase el tiempo.

—Están enamorados, creo, o lo estarán —y él asintió.

—El Otro y yo fuimos los únicos que nos abstuvimos de fornicar la noche de Mortdieu —dijo—. Yo soy el único capaz de juzgar, aparte del Otro —aguardé a que juzgara, pero suspiró y me dio unas palmadas en el hombro—. Y nunca juzgo, mi feo amigo. ¿Cierto?

—Cierto —contesté.

—Así que, déjame solo con mi tristeza —parpadeó—. Y ojalá consigan todavía más poder.

El obispo de la catedral era un anciano. Se decía que no era obispo antes de Mortdieu, sino un vagabundo que llegó durante el caos, antes de que el bosque tomara el lugar de la ciudad. Él mismo se autoproclamó la cabeza rectora de esta sección del antiguo dominio de Dios, diciendo que así había sido dispuesto para él.

Era de corta estatura, entrado en carnes, con enormes y peludos brazos como las pinzas de una tenaza. Una vez mató a una gárgola con el simple apretón de su puño, y las gárgolas son seres duros, puesto que no tienen tripas como tú (supongo) y como yo. El pelo que rodeaba su calva era blanco, espeso y enmarañado, y sus cejas se inclinaban hacia su nariz con maravillosa flexibilidad. Entraba en celo como los cerdos, comía abundantemente y defecaba líquido (lo sé todo). Un hombre de su tiempo, si es que alguna vez hubo alguno.

Suyo era el decreto por el que aquellos de carne impura debían ser apartados y aquellos otros que no tuvieran forma humana, matados en cuanto se les viera.

Cuando volvía de la cámara del gigante, vi que la nave inferior estaba alborotada. Habían descubierto a alguien subiendo por el andamio, y habían mandado tropas para derribarlo. Por supuesto, se trataba de Corvus. Yo era un escalador más ágil que él y conocía las vigas mejor, por lo que, cuando se halló atrapado en un aparente callejón sin salida, fui yo quien le hice un gesto desde las sombras y le indiqué un agujero lo suficientemente holgado para que escapara. Lo atravesó sin detenerse un segundo a darme las gracias, pero la etiqueta nunca me ha parecido importante. Atravesé el muro de piedra por un nicho del tamaño de unos pocos palmos, y repté hasta el fondo, para ver qué más sucedía. La excitación era inusual.

Corrió el rumor de que una figura había sido vista con una joven, pero el gentío no sabía quién era. Hombres y mujeres entremezclados en la humeante luz, entre las hileras de chozas, hablaban alegremente. Las castraciones y ejecuciones eran de las pocas diversiones que había por entonces. Yo también las apreciaba, pero apreciaba más aún a las potenciales víctimas de ahora, y esto me preocupaba.

La inquietud y el interés hicieron aflorar lo mejor de mí. Me deslicé por un agujero sin reparar y caí a un lado del callejón, entre el muro exterior y las chozas. Un grupo de sucios crios me descubrió.

—¡Ahí está! —aullaron—. ¡No ha huido!

Las enmascaradas tropas del obispo pueden pasar libremente por todos los niveles. Casi estaba acorralado, y cuando intenté una ruta de escape, me esperaron en un lugar estratégico de la escalera, de la cual había de subir su siguiente tramo hasta arriba, y me forzaron a retroceder. Me enorgullecía de conocer la catedral desde el sótano a los cimientos, pero entonces caí de mala manera y llegué a un túnel que nunca antes había visto. Conducía hacia abajo, hacia un ancho muro de los cimientos. Estaba a salvo, por el momento, pero temeroso de que tal vez encontraran mi despensa de comida y envenenaran mis recipientes de agua. Aun así, nada podía hacerse hasta que se fueran, por lo que decidí pasar esas angustiosas horas explorando el túnel.

La catedral es una fuente de continuas sorpresas. Ahora comprendo que no conocía ni la mitad de lo que ofrecía. Siempre hay nuevos caminos para ir de acá para allá (algunos creados, lo sospecho, cuando nadie mira) y algunas veces, incluso, nuevos lugares que descubrir. Mientras las tropas husmeaban desde arriba en el agujero, cerca de la escalera, donde sólo un niño de dos o tres años podría entrar, seguí un tramo de toscos escalones tallados en la piedra. El agua y el limo hacían el pasaje resbaladizo y dificultoso. Por un momento, me encontré en una tiniebla más profunda de lo que nunca había sospechado ver, una oscuridad más profunda que lo que la mera ausencia de luz explicaría. Luego, abajo, vi un tenue resplandor amarillento. Con más cautela, aminoré el paso y continué en silencio. Tras una roñosa y rudimentaria puerta metálica, puse mi pie en una estancia iluminada. Despedía olor a piedra desmoronándose, un penetrante aroma a agua mineral, a limo, y al hedor de una gárgola muerta. La bestia, muerta hacía varios meses, estaba tumbada en el suelo de una estrecha cámara, pero todavía apestaba. Ya he mencionado antes que las gárgolas son muy difíciles de matar, y ésta había sido asesinada. Tres velas recién encendidas se encontraban en hornacinas alrededor de la cámara, titilando a cansa de una ligera corriente proveniente de arriba. A pesar de mis temores, crucé el suelo de piedra, tomé una vela e inspeccioné la siguiente sección del túnel.

Descendí durante una docena de pasos, y acabé ante otra puerta metálica. Allí fue donde detecté un olor que nunca antes había experimentado, el olor de la más pura de las piedras, algo así como un raro jade o una piedra virgen. Un sentimiento tal de ligereza se me subió a la cabeza que casi me eché a reír, pero era demasiado precavido para ello. Tiré de la puerta y un soplo del aire más fresco y dulce me recibió, como el soplo de la tumba de un santo, cuyo cuerpo no sólo no se corrompe, sino que milagrosamente aleja y expulsa la corrupción a los sótanos de la nada. Mi pico se abrió de asombro. La luz de la vela se proyectó, a través de la oscuridad, contra una figura que en un principio tomé por un niño. Pero pronto cambié de opinión. La figura tenía varias edades al mismo tiempo. Parpadeé y se convirtió en un hombre de unos treinta años, bien formado, con una alta frente y elegantes manos, pálido como el hielo. Sus ojos miraban el muro que había detrás de mí. Hice una reverencia sobre una rodilla y toqué el suelo con mi frente, de la mejor manera que una fría piedra puede hacer, con las puntas de mis medias alas temblando.

—Perdonadme, Alegría del Deseo del Hombre —dije—. Perdonadme —había llegado por casualidad al lugar oculto del Cristo de Piedra.

—Estás perdonado —dijo cansinamente—, tenías que venir tarde o temprano. Mejor ahora que más tarde, cuando... —tembló Su voz y sacudió Su cabeza. Era muy delgado, envuelto en un ropaje gris que todavía mostraba los desperfectos de siglos a la intemperie—. ¿Por qué viniste?

—Para escapar de las tropas del obispo —dije.

—Sí —asintió—. El obispo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Desde antes de que yo naciera, Señor, sesenta o setenta años —era delgado, casi etéreo, una figura que yo había imaginado como un rudo carpintero. Bajé la voz e imploré—. ¿Qué puedo hacer por Vos, mi Señor?

—Vete.

—No podría vivir con tal secreto —dije—. Vos sois la salvación. Vos podéis vencer al obispo y reunir todos los niveles.

—No soy ni un general ni un soldado. Por favor, vete y no digas nada.

De pronto escuché una respiración detrás de mí, luego el silbido de un arma. Salté a un lado, y mis plumas se erizaron cuando la espada de piedra bajó y chocó contra el suelo, a mi lado. El Cristo elevó Su mano. Todavía espantado, vi a una bestia muy parecida a mí. Me devolvió la mirada con ira, refrenada por el poder de Su mano. Debería haber sido más cauto; algo tenía que haber matado a la gárgola y mantenido las velas encendidas.

—Pero Señor —la bestia habló provocando un eco—. Se lo contará a todos.

—No —dijo el Cristo—. No se lo dirá a nadie —me miró en parte a mí, en parte a través de mí y dijo—: Vete, vete.

Túnel arriba, hacia la oscuridad anaranjada de la catedral, llorando, gateé y me deslicé como una serpiente. No pude siquiera ir a encontrarme con el gigante. Me habían silenciado tan eficazmente como si me hubieran cortado la garganta.

A la mañana siguiente, miré desde la sombría esquina del andamio cómo la multitud se reunía alrededor de un hombre solitario, vestido con una sucia tela de saco. Lo había visto antes; su nombre era Psalo, y estaba vivo como ejemplo de la benevolencia del obispo. Era un gesto simbólico, la mayoría lo tenía por medio loco.

Pero, aun así, lo escuché, y sentí que sus palabras provocaban una fuerte respuesta en mí. Pedía al obispo y a sus hombres que permitieran entrar la luz en la catedral, quitando las telas enceradas que cubrían las ventanas. Habían hablado sobre esto antes, y el obispo había contestado con su acostumbrado discurso; que la luz acarrearía más caos, pues la mente humana era, en el presente, una sentina de espejismos. Cualquier estímulo acabaría con la seguridad que los habitantes de la catedral poseían.

En esa época no sentí ningún placer viendo crecer el amor entre Constantia y Corvus. Se volvían menos cuidadosos, su conversación era más osada.

—Debemos anunciar nuestro matrimonio —dijo Corvus.

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