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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (63 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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No todos, tuve ganas de decir, pero renuncié por pura pereza. Mi hermana me miró como si estuviera desconcertada por mi actitud, mis labios apretados, pero al final continuó en un tono distinto, confidencial.

—Yo creí que no se acordaría de mí, pero me reconoció, ¿sabes? Me preguntó por ti, estuvo muy simpático. Le conté que te iban muy bien las cosas, que te habías casado con un tío cojonudo, guapísimo… Ahí me dije que había metido la pata, pero se lo tomó bien, quiero decir que no se dio por aludido. Me dio muchos besos para ti y me pidió tu teléfono, y luego me dijo que no se lo diera, que daba lo mismo, y al final volvió y me lo pidió otra vez. Le dije que te acababas de mudar y que todavía no te habían dado el número nuevo, porque no sabía si tú… Pero le dije que me diera el suyo.

—No lo quiero.

—De todas formas —sentenció ella al final, mientras cerraba la maleta—, es verdad eso de que el mundo es un pañuelo.

—Y está lleno de mocos —contesté, antes de aducir el primer pretexto que se me ocurrió para marcharme.

Aquel golpe me llegó tan bajo que nunca llegué a proponerle a Reina que nos repartiéramos las tardes de mamá, como era mi propósito. De todas formas, no habría servido de mucho, porque su breve excursión a las Alpujarras se prolongó durante el resto del invierno y la mayor parte del mes de abril. Durante todo este tiempo, mi madre se torturó metódicamente día tras día, imaginando las claves más excéntricas, si no las fantasías más atroces, para justificar la ausencia de aquella hija que, en mi opinión, no hacía otra cosa que escurrir el bulto, por muchos silencios significativos que dejara escapar cuando, más o menos cada tres semanas, condescendía a llamar por teléfono para decir que estaba bien y que la comunicación se iba a cortar porque no le quedaban más monedas. Ya te contaré, me dijo, la única vez que estuve al otro lado del hilo, me están pasando muchas cosas… A mí también, empecé a decir. Se me había ocurrido advertirla de que, si no volvía de una vez, enviaría a mamá a Granada una temporada para que las dos se hicieran compañía mutuamente, pero antes de que tuviera tiempo para formular el ultimátum, un pitido agudo, monocorde, me sugirió que podía ahorrarme aquel trabajo.

Era verdad que me estaban pasando cosas, aparte de la crisis nerviosa en la que amenazaba con precipitarme la frenética batalla que había emprendido contra el aburrimiento de mi madre, para cuyo infinito tiempo libre, por cierto, encontré un hueco a mediados de marzo en el club de bridge que dirigía una de mis alumnas, una modesta victoria que me devolvió, de entrada, las tardes de los martes y los jueves. Más o menos en aquellos días, hicieron fijo en la academia a un nuevo profesor de alemán que llevaba ya meses haciendo suplencias. Se llamaba Ernesto, tenía cuarenta años y no estaba casado, pero llevaba dieciocho viviendo con la misma mujer. Era alto y delgado, casi huesudo, y aunque no llegaba a aparentar menos edad de la que en realidad tenía, conservaba un cierto aire juvenil cuya razón me resultaba difícil expresar. Quizás era el pelo, largo como el de un poeta romántico y cuidadosamente despeinado para enmascarar una calvicie más que incipiente, o la frecuencia con la que el asombro se asomaba a su rostro, como si todo le sorprendiera, igual que a un niño pequeño. Quizás era más que eso, la naturaleza bífida de un ser que se adivinaba delicado e inconmovible a la vez, como suelen ser los adolescentes. Tenía la nariz afilada, los labios finísimos y los ojos pardos, muy hermosos, sobre todo hasta que identifiqué las inequívocas pupilas de un alcohólico en lo que había querido confundir al principio con la más inocente de las miopías. Pero incluso después de aquel descubrimiento, siguió pareciéndome un hombre guapo, a la manera en que podría haberlo sido el modelo favorito del más delicado de los pintores prerrafaelitas. No se parecía nada a Fernando, y sin embargo me gustaba. En aquella época, la diferencia aún me parecía una garantía.

A cambio, nunca llegué a estar segura de lo que él pretendía de mí, buscándome afanosamente por los pasillos para hacerse el loco cada vez que me encontraba, empeñándose en que fuéramos al cine para desconvocar por teléfono dos horas antes de que empezara la película, queriendo para no querer al mismo tiempo, pero moviéndose siempre con la misma intensidad en ambas direcciones, mientras yo seguía sus pasos con una mirada de escepticismo divertido. Todas las mañanas, cuando nuestros horarios coincidían, íbamos a desayunar juntos, o nos tomábamos una caña después de clase. El era un gran conversador, aunque le costara trabajo salir de su tema favorito, que era básicamente él mismo, las cosas que pensaba, las que hacía, las que le pasaban o las que recordaba. También me hablaba mucho de su mujer, repitiendo a cada paso que la adoraba con una insistencia de intenciones indescifrables para mí, aunque a veces, sobre todo al principio, en el fragmento más inflamado del discurso, apoyaba una de sus piernas contra la mía, o se inclinaba hacia delante como si, más que intentar rozarme, pretendiera desplomarse sin previo aviso sobre mi cuerpo. Entonces, cuando nos separábamos, me preguntaba a mí misma qué haría yo si algún día la situación evolucionaba en el sentido que parecía previsible y, para mi propia sorpresa, la idea de liarme con Ernesto me inspiraba una pereza enorme, un sentimiento cuya vigencia apenas alcanzaba a unas pocas horas, porque al día siguiente de haberse dejado llevar por el entusiasmo hasta el límite de producir cualquiera de aquellos mínimos gestos, optaba por hacerse invisible durante el resto de la semana. Su actitud me desconcertaba, pero no conseguía molestarme del todo, porque en realidad, nunca llegué a tomármelo en serio. Sabía que no era peligroso para mí, se parecía demasiado a Santiago para serlo, pero la verdad es que me entretenía.

La indignación que me sacudió cuando vi a mi hermana, apenas sobrevivió al par de minutos que invertí en trasladarme del salón a la cocina. La sorpresa, sin embargo, persistía, porque ya no creía que Reina fuera a volver, y mucho menos que, si lo hacía, me buscara a mí antes que a mi madre. Mientras encendía un cigarro para dar tiempo a la cafetera, me pregunté qué sería tan llamativamente nuevo en el aspecto de mi hermana como para que yo hubiera debido notarlo de un simple vistazo, y lo mejor que se me ocurrió fue un descabellado recurso a la cirugía estética. Cuando volví al salón, eché una ojeada a sus zonas estratégicas y comprobé que su pecho parecía menos plano que antes. Recordé sus comentarios sobre la boda de Agustín y disparé.

—Te has operado las tetas.

—¡No! — gritó ella, riendo—. Estoy embarazada.

—¡Venga ya!

—Que sí, que estoy embarazada, en serio.

Me miraba con una sonrisa tan ancha que dejaba casi las encías al descubierto, y tuve la sensación de que su rostro se había convertido en un anuncio, de esos en los que la señora Pérez confía a su cuñada el secreto de la cegadora blancura que exhibe su colada. Mi cara estaba congelada, en cambio.

—No me lo creo —dije, y era verdad.

—¡Hija! — replicó ella, casi ofendida por el palpable retraso de mi entusiasmo—. Pues tampoco es tan difícil.

—Ya, pero… —me senté en una butaca, y ella siguió mi ejemplo, situándose frente a mí—. ¿Y de quién es?

—De un tío.

—Sí, eso suele ocurrir. No supongo que te vayan los caballos.

No contestó y yo serví un café que ahora ya me apetecía terriblemente, para intentar ganar tiempo, sorprendida yo misma por mi reacción, los misteriosos efectos de aquella buena noticia que, lejos de alegrarme, me angustiaba tanto.

—¿Y lo vas a tener?

No había hecho esa pregunta con mala intención, las palabras me habían brotado de los labios por obra de un mecanismo puramente instintivo. Muchos años antes, cuando todavía estaba con Agustín, yo también había creído quedarme embarazada y eso fue lo primero que me preguntaron mis amigas, y no me ofendí, me pareció una cuestión de lo más lógica, pero Reina me miraba ahora con una sonrisa condescendiente, cabeceando con suavidad, como si me compadeciera por mi estupidez.

—Claro que lo voy a tener.

—O sea, que has ido a por él.

—¡No! Pero ¿qué te has creído? — hasta ese momento no detecté lo nerviosa que estaba—. Le conozco desde hace muchos años, es…

—No hablo del padre —corregí, sin decidirme a clasificar el error de mi hermana entre las equivocaciones vulgares, o asimilarlo a las burdas traiciones del subconsciente—. Hablo del niño.

—¿Que si quería quedarme, dices? — asentí con la cabeza—. Bueno, no exactamente, pero tampoco lo evitaba. Es difícil de explicar. A mí también me sorprendió la noticia, pero enseguida comprendí que lo necesitaba, que necesitaba un hijo, ¿comprendes?, era como si todo el cuerpo me lo estuviera pidiendo, como si acabara de darme cuenta de que estaba vacía por dentro, y entonces sucedió, simplemente había sucedido.

A Reina siempre le habían gustado mucho los niños, eso era cierto. En Almansilla, donde solían abundar los bebés, la había visto muchas veces dando a alguno de comer o de merendar, acunándolos y cogiéndolos en brazos, y cuando ella misma no era más que una niña, siempre prefería jugar a las mamás que a cualquier otra cosa. Entonces, a finales de los años sesenta, empezaban a dominar el mercado las muñecas que hacían cosas, bebés que berreaban, peponas parlantes, monstruosas niñas andadoras de tamaño casi natural, ositos que contaban cuentos, y gordos tragones con la boca perforada, en forma de O mayúscula, que venían provistos de un biberón mágico cuyo blancuzco contenido desaparecía misteriosamente al inclinar el recipiente, encajándolo entre los labios de plástico. Eran probablemente horribles, y los mecanismos que los animaban ya entonces me parecían burdos, rudimentarios, a años luz de los sofisticados dispositivos electrónicos donde se esconde el alma de las muñecas de ahora, aquellos altavoces enmascarados en la tripa del muñeco, que en lugar de ombligo tenía un redondel de agujeritos, como un mensaje en Braille, en medio del cuerpo, y el minúsculo tocadiscos embutido en la espalda, tras una trampilla que siempre se rompía, o se daba de sí hasta que resultaba imposible cerrarla, su perfil transparentándose bajo los vestiditos para prestar al hijo de turno la apariencia de un diminuto engendro tullido, pero a mí me encantaban. A mi madre le daba mucha rabia que escogiera siempre alguno, casi siempre el de aspecto más mutante, cuando escribía la carta a los Reyes, pero nunca logró disuadirme, porque a mí me interesaban los muñecos con los que se podía jugar, y no los bebés de Reina.

A mi hermana sólo le gustaban las criaturas de Sánchez Ruiz, una gran juguetería de la Gran Vía que vendía exclusivamente su propia producción de muñecos, en una gama que abarcaba todos los tamaños, desde pequeñas figuras que cabían en un bolsillo hasta inmensos osos blancos de peluche que sólo un adulto podría levantar del suelo, pero siempre con un estilo característico, inconfundible, eso que las personas mayores llamaban buena calidad. A lo largo de lo que a mí me parecía un inmenso escaparate escalonado, tan alto al menos como dos pisos de una casa normal, se alineaban muñecas de verdad, de las antiguas, la misma cara, el mismo cuerpo, las mismas ropas que podría haber visto nuestra madre en el mismo lugar cuando era niña. El plástico había sustituido al celuloide y a la porcelana, el hilo de nailon reemplazaba a las viejas melenas de fibra, los vestidos ya no estaban cosidos a mano, pero cada detalle, por muy pequeño que fuera, proclamaba discretamente su perfección. Reina se pasaba horas en plena calle, la nariz pegada al cristal, mirándolas, eligiendo la que pediría en cuanto se presentara la ocasión, y nunca se cansaba de ellas. Como eran muy caras, a veces recibía alguna como regalo conjunto de varios miembros de la familia, pero tampoco se sintió jamás decepcionada por eso. Tenía muchas, una chinita, vestida con un kimono de seda auténtica bordado de verdad y un aparatoso moño con tres varillas atravesadas sobre la cabeza, otra rubia, un poco más grande, que parecía una niña normal, con un sombrero de paja y un vestido estampado de flores, con muchas enaguas tiesas debajo, una pareja morena, niño y niña, ataviados de ceremonia con unos trajes preciosos de terciopelo azul marino rematados con encajes y puntillas, y los mismos calcetines blancos de algodón calado que nos ponía a nosotras mamá para ir a misa los domingos, y una auténtica señorita, una muñeca de pelo castaño y ojos color caramelo, un poco más grande que las demás, que viajaba con un baúl lleno de ropa para todas las ocasiones. Pero la estrella era el bebé, un muñeco muy grande, del tamaño de un niño de seis meses, la cabeza enorme, calva, cubierta por una delicada capota de batista que se anudaba debajo de la barbilla, en el rostro la expresión de un recién nacido, y el cuerpo blando, mullido, esponjoso, bajo un faldón auténtico, un babero bordado y una chaquetita de lana azul cielo, con botones redondos y pulidos, como los de verdad. Prendido en el pecho, un diminuto imperdible sujetaba una cinta de raso de la que colgaba el chupete. Cuando Reina se cansó de estrujarle, besarle y abrazarle, se lo pedí e intenté meterle el chupete en la boca, pero no lo logré porque aquel enano no abría los labios, como mis muñecos, así que se lo devolví a su madre no sin experimentar cierta envidia, sobre todo de los patucos de lana que llevaba en los pies. Mis muñecos eran mucho más feos, pero hacían cosas, y además los Reyes de aquel año me habían traído el que se convertiría sin competencia alguna en el juguete favorito que he tenido jamás, un carrito de verdulera de plástico rojo con ruedas de verdad, y un toldillo a rayas con un cartel que proclamaba su contenido. En el mostrador tenía una balanza, y una registradora dorada con monedas y billetes que hacía ruido cuando se abría. Debajo, un montón de cestillos blancos acogían lo que yo interpretaba como una gran variedad de frutas y verduras, pepinos, pimientos, tomates, plátanos, fresas y manzanas de plástico, además de una bolsa de malla roja y amarilla, llena de naranjas, que se colgaba de un ganchito. Era precioso, pero cuando me aburrí de jugar con él, Reina seguía jugando con su bebé, al que había convertido en una niña por el sencillo procedimiento de vestirle de rosa, y le compraba ropa, le tejía gorritos y jerséis, le bañaba y dormía con él por las noches. Ahora, quince años después, a juzgar por la radiante expresión con la que me miraba, estaba pensando en volver a hacer lo mismo.

—¿No es maravilloso?

Debía de serlo, pero a mí, las mujeres que declamaban esas mismas palabras en las películas me ponían siempre de mala leche, y hasta me daban un poco de miedo.

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