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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (58 page)

Agustín me enseñó que los patos salen del agua en las noches de helada, y eso estaba bien, pero también me había enseñado que hallaba placer en que me llamaran zorra, y eso no se hace. Hallaba placer en exhibirme públicamente con él como un trofeo sexual, y eso no se hace. Hallaba placer en embutirme en vestidos traidores que, lejos de cubrirme, prometían mi desnudez, y eso no se hace. Hallaba placer en provocarle fingiendo que no me daba cuenta, inclinarme hacia delante cuando expresaba serenamente mis reservas hacia Althusser, mientras mis brazos, los codos clavados en la mesa de cualquier restaurante, oprimían mis pechos entre sí, o rascarme distraídamente un muslo en la inauguración de una exposición de pintura, comentando una más que incierta influencia de Klimt mientras me levantaba ligeramente la falda para mostrar el primer tramo de una delgada liga negra, y eso no se hace, no se hace, no se hace. Buscaba su sexo a ciegas en cualquier sitio, en los bares, en los cines, en las fiestas, andando por la calle, mi mano se perdía disimuladamente debajo de su ropa, y cuando lo aferraba, y notaba que por fin respondía a mi presión, lo llamaba polla en voz alta, y mi boca se llenaba de la fuerza de aquella elle, y eso no se hace. Abdicaba de mi cuerpo, simulaba despreocuparme de él, lo ponía a su servicio para recuperarlo luego, mucho más patente, más mío de lo que era antes, y eso no se hace. Interrumpía bruscamente aquel prolongado rito inspirado a medias por la ideología y la buena educación, los pesados malabarismos que debería de haber considerado imprescindibles y siempre demasiado breves, esos juegos tan divertidos que nunca lograban divertirme del todo, y terminaba suplicando en voz alta, métemela, por favor, métemela de una vez, métemela, y eso no se hace, no se hace, no se hace. Codiciaba su semen, lo valoraba, lo consideraba imprescindible para mi equilibrio. Y eso no se hace.

Aquella noche, mi propio bien me impidió dormir.

El amanecer pintaba estrechas rayas de luz a través del cristal, penetrando entre las rendijas de una persiana mal cerrada, cuando Reina entró en la habitación y se tiró vestida sobre la cama. Un instante después pronunció mi nombre en voz baja, como si no estuviera segura de que yo pudiera escucharla.

—Hola —contesté.

—¿Estás despierta?

—Claro.

—Me lo ha parecido al entrar… Dime una cosa, ¿qué tal está mamá?

—Bien, que yo sepa.

—Quiero decir de humor.

—Pues… bien también, creo.

—Ya, eso espero. Quiero irme a París. Tres meses.

—¿A qué?

—Bueno… A Jimena le han ofrecido un trabajo que la interesa, en una especie de oficina central de todas las galerías de arte, ¿sabes? Ella montó una aquí, hace un par de años, y no le fue nada bien, pero quiere volver a intentarlo y necesita prepararse. Esto parece una buena oportunidad.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Qué vas a hacer tú en París?

—¿Yo? Pues… no sé. De momento, me voy con ella. Luego puedo estudiar francés, por ejemplo, o cualquier otra cosa, ya encontraré algo.

Y si no, puedes limpiar la casa, pensé, comprar flores frescas, hacer comiditas, cuidarla cuando tenga un par de décimas, sacar a pasear al perro, hacer su vida, en suma, mucho más agradable, todo eso pensé, pero no me atreví a decirlo, porque igual que hay cosas que no se hacen, hay otras que no se dicen y que jamás se deberían pensar.

—Te estarás preguntando… —mi hermana rompió un silencio tenso como la cuerda de un arco, que pareció prolongarse, antes que morir, en la vacilación que hería cada una de sus sílabas.

—Déjalo, Reina —la interrumpí—, no hace falta que te justifiques. Al fin y al cabo, para gustos se hicieron los colores.

—No entiendes nada, Malena —protestó, con un acento pastoso, que presagiaba la inminencia del llanto.

—Claro que no —admití—. Yo nunca entiendo nada. Parece mentira que todavía no te hayas dado cuenta.

—Estoy enamorada, ¿no lo comprendes? Enamorada, es la primera vez que me pasa desde que soy adulta, y es una cuestión de personas, no de sexos, el sexo no tiene nada que ver en esto. Lo que me pasa es algo distinto. Pero creo que Jimena tiene razón, ¿sabes?, ella dice que…, que no se puede… Que nunca se puede negar el cuerpo.

Reina se fue a París y yo la encubrí, confirmé punto por punto una coartada inverosímil, una extraña beca que cubría solamente viaje y alojamiento, porque ella no quería romper los lazos, contaba con volver a casa antes o después, y estuve a punto de preguntarle más de una vez qué clase de enamoramiento era el suyo cuando hacía preciso tomar tantas precauciones, pero nunca llegué a indagar sobre aquel punto porque lo poco que sabía de aquella cuestión ya me hacía sentirme demasiado mal.

Una vez, mi abuela me había contado una historia que me había resultado imposible creer, a pesar de que yo era su nieta. Si alguna vez tengo una nieta y le cuento esta historia, ojalá nunca pueda creerme, ojalá nunca pueda aceptar que en aquel momento yo seguía sintiéndome anormal, descubriendo en cada esquina un dedo índice que me señalaba, que me distinguía, que me segregaba del resto de las mujeres. Mi hermana lo había comentado sin darle importancia, no es nada, le pasa a todo el mundo antes o después, y entonces me parecía cierto, porque todos los periódicos que miraba, todas las revistas que hojeaba, todas las novelas que leía, todas las películas que veía, confirmaban sus palabras, y en esto Holden ya no podía ayudarme, porque ni siquiera él había llegado a conocer a una mujer como yo. Cuando me esforcé por justificar mis propios sentimientos, asimilándolos a los de cualquier modelo conocido, sólo pude reconocerme en las huellas de un puñado de apolilladas figurantes, elementos secundarios del paisaje creado para cantar la gloria del gran protagonista sin sexo y sin pasiones. Lo que le pasaba a mi hermana había sido descrito por los primeros padres de la modernidad. Lo que me pasaba a mí no. Lo que me pasaba a mí sólo aparecía en un libro. Y era la Biblia.

Reina podría contar su historia en cualquier cena de universitarios urbanos de clase media y todo el mundo la escucharía con interés, todo el mundo la entendería, porque la suya era una convulsión contemporánea, hija de su época, coherente con su manera de pensar y de enfocar su propia vida. Yo jamás me habría atrevido a contar mi historia en ninguna parte porque ni siquiera habría podido pronunciar en voz alta los nombres de las cosas que más me gustaban. Me habría muerto de vergüenza, y nadie lo habría entendido. ¿Quién podría entender a una mujer que desmentía a cada paso su propio sentido común, invirtiendo horas enteras en procesos que no la deparaban ningún beneficio? No me atreví a contárselo a nadie, pero hice consultas, hablé con mis amigas y con otras compañeras de la facultad, a todas las había atraído alguna mujer, alguna vez, a mí nunca me había pasado eso, a mí ni siquiera me atraían los hombres, este hombre, aquél, así, a secas, yo iba más allá, lo que me atraía a mí eran las palabras que sabían decirme ciertos hombres, y sus pollas, y sus manos, y su voz, y su sudor, y eso era terrible, pero ni siquiera era lo peor. Lo peor nunca supe quién lo dijo, fue una frase perdida pero estalló en mis oídos como una bomba, me puse tan colorada que no me atreví a identificar a su autora, no levanté la cabeza, no enseñé la cara, esas cosas sólo les gustan a los maricones, dijo alguien, no se quién, pero eso fue lo peor. Soy un maricón, me dije, y me entraron unas enormes ganas de llorar, me sentí tan mal que ni siquiera pude reunir las fuerzas precisas para pensar.

No hacía falta. Mi hermana y las demás pensaban por mí, con tanta vocación, con tanta seguridad, con una conciencia de infalibilidad tan pura como jamás la había percibido antes en mi madre, o en las monjas del colegio, en todas las mujeres, y todos los hombres, que alguna vez me habían dicho antes que me estaba equivocando. Entonces me convencí de que algo dentro de mí marchaba mal, me sentí otra vez como la minúscula tuerca defectuosa que chirría y se desgasta para nada, condenada a girar en el sentido contrario al que le ha sido asignado, entorpeciendo el correcto funcionamiento de una máquina perfecta, perfectamente engrasada.

Las mujeres del Norte habían hablado. Sujeto u objeto, había que elegir, y yo durante algún tiempo intenté resistir, instalarme en la contradicción, convertirla en un hogar confortable, vivir allí, con la cabeza en el Norte, el sexo en el Sur y el corazón en algún país de la zona templada, pero no pudo ser, con Agustín no, porque él ya conocía mi vértigo, y sabía provocarlo, y no estaba dispuesto a renunciar a un temblor que apreciaba más que su propio temblor. Reina había sembrado la semilla, la planta germinó sola, yo no tenía más que veinte años, empecé a estudiarle con atención, y terminé convenciéndome a mí misma de que tenía la obligación de acusar como un insulto cada una de las palabras de las miradas, de los gestos que antes me gustaban. ¿Qué te pasa?, empezó a preguntarme, y yo no despegaba los labios, no contestaba, pero a veces me dejaba ir, porque es imposible luchar contra la propia naturaleza, por muy errónea y miserable que ésta sea. Una de aquellas noches, cuando le estaba pidiendo más, y más fuerte, él se me quedó mirando con una sonrisa peculiar, retorcida y divertida a la vez, y mientras me complacía murmuró entre dientes, eres un pedazo de puta, y yo sonreí, porque me gustaba escucharlo, y entonces me di cuenta de que estaba sonriendo, tomé conciencia de mi sonrisa y me puse seria, liberé el brazo derecho y le di una hostia con todas mis fuerzas, no vuelvas a llamarme puta nunca más. El me devolvió una bofetada floja, sin dejar de moverse dentro de mi cuerpo, yo volví a pegarle sin dejar de responder a sus acometidas, y él respondió más en serio, rodamos encima de la cama, pegándonos sin dejar de follar, entonces le ordené que me dejara, que me la sacara inmediatamente, le dije que no quería seguir y él no me obedeció, venció mi fraudulenta resistencia mientras me llamaba puta a gritos, una vez, y otra, y otra. Te has corrido igual que una vaca, es increíble, dijo al final, besándome en la sien, y era verdad, pero yo me incorporé para pegarle por última vez. ¿Qué coño te pasa, eh, quieres decírmelo de una vez?, me preguntó entonces, zarandeándome con una violencia mucho más auténtica que la contenida en cualquiera de sus golpes previos. Me has violado, Agustín, protesté despacio. No me jodas, tía, me contestó, más ofendido que yo, no me digas eso. Te he pedido que me dejaras, continué, bajando los ojos, y no me has hecho caso, me has violado, reconócelo por lo menos… ¡Vete a la mierda!, dijo en cambio, ¡si no has parado de moverte ni un segundo! Parecía furioso, pero se me quedó mirando y se impuso una cierta serenidad para cambiar de tono, ¿qué pasa, Malena? Es la maldición del año, ¿no? Llevamos un año juntos y tienes la sensación de estar perdiendo el tiempo, ¿es eso? Negué con la cabeza, pero él no me creyó. ¿Quieres venirte a vivir aquí?, preguntó, pero yo le contesté con otra pregunta, ¿es que no podemos follar como amigos? Se me quedó mirando como si fuera incapaz de creer que había escuchado lo que yo había dicho realmente, y tardó mucho tiempo en contestar, no, no podemos. ¿Por qué? Mis labios temblaban, quise que mis oídos encogieran hasta cerrarse del todo, estaba segura de que escucharía una nueva versión del axioma conocido, mujeres para follar, mujeres para enamorarse, y estaba convencida de que me lo merecía, mujeres para follar como amigas, mujeres para follar como putas, siempre dos clases de mujeres y yo de la peor. Sin embargo, él no dijo nada parecido, y sonrió antes de explicármelo, porque no somos amigos, ¿es que no lo entiendes? Lo entendía de sobra, pero no podía permitirme admitirlo en voz alta. ¿Quieres venirte a vivir conmigo?, insistió, y tuve unas ganas horribles de contestar que sí, pero dije que no, y me despedí de él, y le dije que era para siempre. No me creyó, pero fue para siempre.

Yo había elegido ser una mujer nueva, y para conseguirlo negué mi cuerpo muchas más que tres veces, me desollé a mí misma, trabajosa, dolorosamente, me arranqué la piel a tiras para no sentir, porque creí que aquél era el precio que tenía que pagar, pero cuando volví a casa, aquella noche horrible, no estaba orgullosa de mí misma, no me sentía más libre, ni más digna, ni más contenta, y me metí en la cama llorando, y como si presintiera lo que descubriría años después, atreviéndome casi a pensar que no me había desprendido de un chulo, sino de un hombre, y que tal vez sería el último, me dormí aferrada a una frase vieja y sonora, se acabó lo que se daba.

Excepcionalmente, induje bien. Se había acabado lo que se daba. Y sería por mucho tiempo.

El último lastre que arrojé por la borda fueron las palabras.

Santiago daba por sentado que me quedaría a dormir con él. Yo no lo tenía tan claro, pero mi pereza jugó a su favor tanto o más que su propia belleza. Todavía no había tomado una decisión cuando él, que se había vuelto de espaldas después de darme las buenas noches, rectificó su postura y se quedó tendido de costado, su rostro rozando casi el mío. Arrebujado bajo las sábanas, me miraba con una sonrisa adormecida y tibia, y era tan guapo, y me gustaba tanto, que no me resigné a conocer la verdad. Tiene que esconder algo, me dije, no puede ser cierto que se termine tan pronto, y le devolví la sonrisa, y le besé, para intentar empezar otra vez, desde cero.

—¿Qué haces?

La alarma, un ingrediente nuevo, matizó su expresión mientras mis uñas arañaban suavemente la cara interior de sus muslos.

—¿Tú qué crees? —pregunté, empuñando finalmente su sexo con mi mano izquierda.

—Pero ¿qué te pasa?

—Nada… —sonreí—. Que estoy como una perra.

—Malena, por favor, no hables así.

Su acento fue la primera señal. Mi cuerpo se paralizó por completo, y el cuello me dolió mientras lo levantaba, los ojos me dolieron al comprobar que sus mejillas se teñían de color púrpura, todo su rostro ardiendo de un calor inexplicable.

—No digas eso —insistió, atreviéndose a mirarme—. No me gusta.

—Pero ¿por qué? — no quiso contestarme y yo insistí—. ¿Qué pasa? No es más que una manera de hablar, una broma.

—Ya, pero apenas nos conocemos, no…

—Santiago, por favor, pero si me la acabas de meter.

—¡Que no hables así, hostia!

Me senté en el borde de la cama y cerré los ojos, y sin ánimo para recordar qué era lo que se debía sentir, y qué cosas no deberían sentirse nunca, sentí que nunca en mi vida ningún hombre me había humillado tanto.

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