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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (60 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Rodrigo me devolvía la mirada con una sonrisa burlona bajo los mostachos negros, espesos, coquetamente engominados y retorcidos sobre sí mismos. Siempre me había parecido un tipo feliz, satisfecho de sus lorzas, satisfecho de sus joyas, de lo caro de su traje y lo elegante de su aspecto, ese mechón enrollado con cuidadoso descuido sobre su frente, los dientes tan blancos, los labios del color de la carne de las fresas, y sin embargo, aquella noche capté un matiz distinto en el rostro que conocía de memoria, en los resquicios de aquella sonrisa amplia que de repente quiso convertirse en mueca; en los pliegues de aquel rictus que no nacía ya de la edad, sino de una patética voluntad de indiferencia, y recuperé sin querer la voz de mi abuelo, su eco retumbó en el aire, rebotando como un pájaro enloquecido entre las cuatro esquinas de paredes desnudas, tú eres de los míos, Malena, de los míos, de la sangre de Rodrigo, mientras la aburrida salmodia de Mercedes le hacía eco, es la mala vena y no hay caso, el que la hereda la tiene, no se puede luchar contra una mala vena, entonces mi abuela despertó y se unió a ellos de repente, sus palabras, aquel cascado acento de fumadora enfisemática, reventando en mis oídos para precipitarse vertiginosamente en mi interior, quemando mi garganta, arrasando mi estómago, conquistando por fin los atormentados meandros de mis tripas, un destino mucho más profundo del que habían alcanzado cuando las escuché por primera vez, ni lástima ni vergüenza, Solita, se decía a sí misma y me gritaba a mí, casi con rabia, ni lástima ni vergüenza, éste tiene que ser el hombre de tu vida, mientras seguía buscando al Pueblo en algún punto situado más allá de la terraza, y el silencio era absoluto, pero yo los escuchaba, y me aguantaba las ganas de ponerlos otra vez de cara a la pared porque nunca nadie había estado tanto de mi parte, y me aguantaba las ganas de llorar porque ya sabía que no me quedaba margen para eso, y me advertía a mí misma cuánto mejor habría sido salir aquella noche a buscar un hombre.

Tres días después asistí con cierta curiosidad a mi propia boda. Entre toda la gente que me importaba de verdad, la única que me felicitó fue Reina.

Cuando me casé con Santiago ya sabía que no comía vísceras, ni siquiera callos, aunque hubiera nacido en Madrid. Luego, poco a poco, fui descubriendo que tampoco comía percebes, ni ostras, ni almejas, ni bígaros, ni erizos de mar, ni caracoles, ni angulas, ni chanquetes, ni pulpo, ni las frituras variadas de los bares. Tampoco probaba la cecina, ni el codillo, ni la oreja, ni el morro, ni las manos de cerdo, ni el cochinillo asado, ni el rabo de buey, ni la caza, con la única excepción de las codornices de granja, porque de todo lo demás —patos, liebres, perdices, faisanes, jabalíes, corzos o ciervos— no sabía nada, ni cómo, ni dónde, ni quién, ni con qué manos, limpias o sucias, los habría abatido y recogido del suelo. Por razones similares, rechazaba los productos de matanza casera, y mientras yo, porque lo que no mata engorda, devoraba los chorizos y el lomo y las morcillas y el jamón ibérico que le mandaba a mi madre la hermana de Marciano desde Almansilla, él se hacía bocadillos de un chorizo de Pamplona mecánico y grasiento, que a pesar de todas las inspecciones de Sanidad que hubiera podido pasar con éxito, teñía de rojo las yemas de los dedos. No se atrevía con algunas verduras frescas, ni espárragos, ni acelgas, ni remolachas, y naturalmente, tampoco con las setas, con la única excepción de los champiñones de lata, los únicos que le ofrecían garantías suficientes de haber sido bien lavados, y descuajeringaba lechugas, lombardas, repollos y escarolas con una precisión neurótica, poniendo cada hoja debajo del chorro del agua fría y frotando las manchas de tierra con el cepillo cilíndrico que yo usaba para fregar los vasos, hasta que encontraba una lombriz, y entonces, tiraba la planta entera a la basura, así que muchos días nos quedábamos sin primer plato de buenas a primeras.

Aborrecía los picantes, incluso los más suaves, entre los que contaba la mostaza, la cebolla y el ajo, y era capaz de distinguir en cualquier guiso el rastro de un fragmento de guindilla no más grande que la tercera parte de una uña. No consentía que guardara la mayonesa en la nevera ni siquiera unas horas, ni siquiera en un envase de tapa hermética, porque la única forma de prevenir la salmonela era deshacerse inmediatamente de toda la salsa sobrante. Me obligaba a tirar cualquier sartén, cacerola, molde o recipiente metálico, en el preciso instante en que un tenedor, o el simple canto de la espumadera, arañara su revestimiento antiadherente, incluso cuando se trataba de un rasguño breve, del grosor de una línea dibujada a lápiz, para evitar que la comida se impregnara de las sustancias cancerígenas que el estaño, ahora a la vista, emanaría sin duda a través de aquella herida. Solamente bebía agua mineral porque no soportaba el sabor a cloro de la que brotaba directamente del grifo, y se compraba un cepillo de dientes nuevo todos los meses. Si cuando estaba a punto de tomar el postre, sonaba el teléfono, al regresar a la mesa vaciaba el vaso de zumo en el fregadero y volvía a exprimir tres naranjas que consumía instantáneamente, consciente de la efímera vigencia de las vitaminas. Fregaba a conciencia, con jabón y estropajo, incluso un cazo que se hubiera utilizado exclusivamente para hervir agua, y lavaba las manzanas, las naranjas y las peras, para pelarlas a continuación y comérselas sin cáscara. Pero su control no se limitaba a sus acciones y a las mías, a lo que sucedía dentro de casa, sino que se extendía en todas las direcciones, con la secreta ambición de abarcar los extremos del universo.

El primer día que me levanté en mi nueva casa, entré a media mañana en la cocina con la intención de terminar de colocar sartenes y cacerolas, y me encontré con una nota escrita a mano sobre la puerta de la nevera. Cuando retiré el imán que la fijaba, ya había reconocido la letra de mi marido, las versales de trazo regular, generosamente espaciadas, a las que recurría cuando quería dejar constancia de la importancia de cualquier asunto. Se trataba de una lista de todos los colorantes, conservantes, edulcorantes y gasificantes que, a pesar de cumplir con la normativa legal al respecto, no parecían merecerle suficiente confianza. Al final se me rogaba, a modo de posdata, que me asegurara de que ninguno de ellos formara parte de la composición de ningún alimento que pudiéramos consumir bajo cualquier especie. Cuando llegué al punto final, solté una carcajada franca y divertida, porque la verdad es que todo aquello me hacía gracia, entonces sí, aunque cada vez que iba al mercado y pasaba de largo por la mitad de los puestos, acababa poniéndome de mala leche, antes incluso de empezar a desgranar el consabido rosario de agrias discusiones con la mayor parte de los tenderos.

—¿Qué es eso, babilla? — el carnicero asentía con una sonrisa—. No lo quiero.

—¿Pero cómo que no, mujer? ¡Si de aquí le van a salir unos filetes buenísimos!

—Sí, pero con nervios.

—¿Qué nervios? Si esto de aquí arriba es grasa. Y esto otro, pues sí, es nervio, pero sin él, ni la carne está tierna, ni tiene sabor. Hágame caso, ande. Llévese usted babilla.

—¡Que no! — insistía yo, a pesar de que sabía de sobra que todo lo que me había dicho era verdad—. Que mi marido no se lo come, en serio. Déme mejor filetes de cadera.

—¿De cadera? Pero si le va a salir durísima, y cuesta casi lo mismo. La cadera, muy fina, para empanar, sí va bien, no le digo que no, pero la babilla sale muchísimo mejor, vamos, ni punto de comparación.

Las señoras que hacían cola a mi lado me miraban como si fuera imbécil, y antes o después, alguna, casi siempre la más mayor, se decidía a intervenir con acento compasivo.

—No te lleves eso, hija, hazle caso. Limpios sí que salen, desde luego, y bonitos de ver, pero lo que es para comer…

Si es que mi marido no come, me entraban ganas de contestar. Luego me peleaba con el charcutero porque le pedía jamón sin tocino —¡entonces no querrá usted que sea de cerdo, porque, vamos, ya me contará!—, y con la pollera a cuenta de las dichosas hormonas del pollo —y yo qué sé… ¡pues tire a la basura el cuello!—, y con el pescadero porque me colaba en el paquete alguna que otra gamba con la cabeza oscura —pero si es que ahora han prohibido el colorante que les echaban antes, por eso se ponen así, aunque frescas están, desde luego… ¡si ni siquiera se les quita bien la cáscara!—, y con la panadera porque la pobre mujer intentaba venderme las mantecadas caseras que le traía cada semana el mielero de un pueblo de Guadalajara —es que son buenísimas, de verdad, se le deshacen a una en la boca, es lo mejor que tengo en la tienda—, y yo me empeñaba en llevarme una bolsa de magdalenas cuadradas y absolutamente insípidas, pero elaboradas sin una sola gota de grasa animal.

Mi marido no comía, pero esa faceta de su personalidad podía entrar dentro del paquete de las extravagancias legítimas, incluso tolerables, sobre todo a partir del día, posterior en unos seis meses a la fecha de mi boda, en que me resigné a hacer dos compras distintas, dos comidas y dos cenas, dos diferentes clases de bollos para desayunar. Pero mi vida se fue convirtiendo poco a poco en un campo minado, tranquilo en apariencia, fácil de pisar, aceptablemente fértil, hasta que cualquier día, por sorpresa, siempre en contra de mi voluntad, tropezaba sin querer con el resorte preciso para activar una carga explosiva enterrada bajo mis pies, y la bomba estallaba sin remedio, arrancándome un nuevo pedazo, reventándome una víscera nueva, desfigurándome siempre un poco más, y más sañudamente, que la bomba anterior. Me costó mucho trabajo aceptar que Santiago no estaba enamorado de mí, y más trabajo aún reconocer que, a pesar de ello, dependía de mí en tantas cosas, y tan estrechamente, como un niño pequeño. Me costó todavía más esfuerzo comprender que a alguien tan débil, tan sensible, tan inclinado a sentir compasión de sí mismo, nunca se le pasara por la imaginación que yo también necesitara mimos, y que nunca me mimara, como me habían mimado hombres mucho más duros, mucho más secos, mucho más implacables conmigo, y consigo mismos, de lo que él jamás llegaría a ser. No le acababa de gustar la ropa que me compraba, el corte de pelo que llevaba, los pendientes que me ponía. Tú estás por encima de esas cosas, decía a veces, y yo me sentía infinitamente por debajo, porque nadie me daba un azote en el culo, ni me decía que estaba buena, ni me miraba con fiebre mientras luchaba con sus dedos, retorcidos por la espontánea artrosis del deseo y de la prisa, para desnudarme cuando salía del baño impecablemente vestida, peinada, maquillada y arreglada, para quedar bien en una cena de negocios con señoras. Estás bien, un poco exagerada, solía decir. Siempre le parecí un poco exagerada en casi todo.

Una tarde soleada de primavera fuimos de compras y al salir por la puerta de una tienda, cargados de paquetes, el cielo se tiñó de negro en dos minutos y desató una tormenta estúpida, de esas que te empapan hasta los huesos para cesar bruscamente antes de que te hayas enterado. Llegamos a casa con la ropa chorreando y la insoportable sensación de estar criando moho en todos los pliegues del cuerpo, y entonces le pedí que me bañara. Agustín me bañaba a veces, y a mí me encantaba que lo hiciera, pero él me miró, estupefacto, y me preguntó, ¿para qué?, y ya nunca volví a pedirle nada. A mí no me tocaba pedir, yo hacía las cosas, hacía muchas y, por lo general, las hacía bien, pero él nunca reparó en la posibilidad de que mi forma natural de comportarme pudiera no ser precisamente ésa, así que de costumbre no me lo agradecía, y cuando algo fallaba, cuando tenía el día perezoso, o los alumnos me agotaban tanto que dejaba para el día siguiente una visita al banco, o al mercado, o al tinte, él reaccionaba como si sencillamente no pudiera entender qué había ocurrido. A lo mejor es que se me habían agotado las ganas de hacer cosas, o que, después de haber conseguido montar una casa, amueblarla, decorarla, aprender a cocinar, y empezar a ganar dinero dando clases de inglés en una academia tres días a la semana, ser alguien sumamente eficaz ya no me distraía.

A menudo tenía la sensación de ser injusta con él, porque en realidad, Santiago no hacía nada, casi nada, que fuera específicamente reprochable, y al margen de sus irritantes manías, carecía de todos los teóricos y prácticos defectos de los malos maridos, con la única excepción de su ambición profesional, que le impulsaba a trabajar muchas más horas de las estipuladas en su contrato laboral. Creo que sólo por eso logramos vivir juntos tanto tiempo. Por lo demás, no bebía, no jugaba, no se drogaba, no se gastaba el sueldo por su cuenta, no me ponía los cuernos, no ejercía ninguna violencia sobre mí, no protestaba nunca cuando le informaba de que una u otra noche determinada, a veces las dos, tenía intención de salir sin su compañía, no opinaba sobre mis amigos aunque yo sabía positivamente que no le gustaban, no intentó imponerme a los suyos, no tenía madre, y sus hermanas mayores, que eran encantadoras, se acabaron llevando mucho mejor conmigo de lo que nunca se habían llevado con él, tal vez porque yo acabé siendo igual que ellas, una hermana mayor más, la más cercana. Por eso no podía estar lejos de mí, creo que no podría arreglárselas sin estar cerca de alguna mujer, que no podrá nunca, y durante algunos años me compensó saberme tan imprescindible. Cuando llegaba a casa, casi siempre de noche cerrada, se quitaba la corbata, se desplomaba en un sillón, y me hablaba, me lo contaba todo, cómo le había ido el día en el trabajo, qué decisión había tomado o había dejado de tomar, dónde, con quién, y qué había comido, cómo le había sentado, qué vino habían elegido, cuándo, en qué exacto momento de la jornada se había tropezado con un escaparate donde había unos guantes que le llamaban, cuánto había dudado, cómo, al final, había entrado y se los había comprado. Yo le escuchaba, y apenas le contaba casi nada a cambio, porque rara vez me parecía que las cosas que pasan durante un día corriente fueran dignas de ser contadas. Mi trabajo me gustaba en la medida en que no me molestaba. Me pillaba cerca y no encerraba sorpresas. Había pedido turno de mañana y había obtenido a cambio un grupito de amas de casa ociosas que aún llevaban calcetines cuando tocaron un libro de texto por última vez, pero cualquier cosa era preferible a reingresar en mi colegio en calidad de profesora de idiomas, como mi madre me había propuesto tantas veces con entusiasmo, así que, de lunes a viernes, muchos días me tenía que inventar la anécdota que aportaría después al coloquio nocturno. Lo malo era que siempre, después de cinco días de apacible soledad y dos horas de charla, llegaba el fin de semana.

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