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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (65 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Magda, que era igual que yo, me lo insinuó cuando yo carecía de edad para entenderlo. Reina, que es tan diferente a mí, estaba segura de que yo la comprendería mejor que nadie porque soy igual que ella, y sólo entonces descubrí que ser una mujer es tener piel de mujer, dos cromosomas X y la capacidad de concebir y alimentar a las crías que engendra el macho de la especie. Y nada más, porque todo lo demás es cultura.

Me liberé del insoportable cerco del código universal que me amparaba a mi pesar desde que tenía memoria, y no lamenté todo cuanto había sacrificado en vano al ídolo tramposo de la feminidad esencial. Disfrutaba de una paz tan profunda que tardé semanas en darme cuenta de que, en flagrante contradicción con las leyes de la gravedad, no me bajaba la regla.

Durante mucho tiempo me negué a aceptar la responsabilidad del azar en lo que sucedió después, como si solamente mi indecisión, mis dudas, la culpable apatía que me invadió al principio, el fastidio con el que tomé un camino del que ignoraba si sería o no el correcto, latieran bajo la corteza de un desastre que yo ya había previsto por mucho que todo el mundo intentara convencerme de su imprevisible naturaleza, y a ratos me parecía justo que aquello hubiera ocurrido, porque todo conspiraba para obligarme a olvidar que ser mujer es ser apenas nada, y para convencerme de que, por ser tan poco mujer, mi propio cuerpo me había castigado.

Al principio, sencillamente, no me lo creía. Porque era imposible. Porque todo cuanto existe en este planeta se rige por las leyes de un fenómeno cuyo mecanismo los humanos no han desentrañado aún, pero que padecen sin experimentar siquiera la necesidad de conocerlo desde que el primer mono evolucionado le arreó en la cabeza al vecino con una quijada que encontró casualmente debajo de un árbol. Porque sólo los pájaros rehuyen la atracción del suelo. Porque a Newton le cayó una manzana en la cabeza. Porque todo lo que sube tiene que bajar.

Desde que Santiago me había devuelto a la penosa tarea de fingir el orgasmo, careciendo ya de cualquiera de las rentables expectativas futuras que me habían inducido de forma espontánea a adoptar aquella técnica de márqueting en los primeros tiempos de nuestra relación, follábamos cada vez menos, una expresión que bordeaba peligrosamente la cruda inconsistencia de la nada cuando se le ocurrió que quizás podríamos hablarlo. A aquellas alturas, mi marido ya se había convertido para mí en un conflicto exclusivamente unilateral, alguien que me pertenecía como si me hubiera tocado en una rifa, una persona a la que cuidar y consolar, y también a la que querer, porque yo quería a Santiago, y le quería mucho, como habría querido a un hermano varón si lo hubiera tenido. Seguía siendo amable, fácil y optimista, un buen marido en el sentido tradicional de la palabra, y si algo había cambiado entre nosotros, la culpa era solamente mía. Por tanto, yo podía hablar de todo con él, menos de eso, no podía contarle la verdad, que el entusiasmo del que yo misma me había esforzado por revestirme, como si fuera un abrigo de pieles que una amiga te presta para una boda, se había agotado ya, que ya no tenía ganas de darme palmaditas en la espalda y susurrar en mis propios oídos que todo iba a ir bien, que nunca había habido más que eso, una férrea predisposición que no había resistido el tirón de la inevitable normalidad que la edad va depositando en las orillas de la vida como un río plano y tranquilo. Porque él era tan inocente como un conejo de Indias cuyo organismo reacciona en la dirección equivocada al entrar en contacto con una nueva vacuna, y a mí todavía me sobraba lucidez como para atreverme a suponer que tuviera algún derecho a responsabilizarle de algo.

Santiago sabía muy poco de mi vida anterior, y de Fernando, apenas lo que contaba Reina, que solía lanzarse con ímpetu en las sobremesas sobre lo que ella misma describía como una típica historia de primos adolescentes, descartando de antemano cualquier complicación que escapara del esquema clásico, la fascinación de la señorita por el bastardo prohibido, y la calculada, vengativa y cruel maniobra de seducción emprendida por éste. Yo no tenía ganas de contarle nada más, así que decidí que no hablaríamos, que lanzarme sobre mi hermoso marido de vez en cuando para dejar escapar un par de suspiros huecos me dolería menos que hablar, y me saldría más barato. A partir de aquel momento, la perspectiva del embarazo empezó a parecerme más descabellada que nunca, y por eso puse más cuidado que nunca en evitarla, pero aquella vez consideré que era innecesario esforzarse, porque, acatando la unánime opinión de todos los manuales, todos los especialistas y todas las madres de familia numerosa, creí que la ley de la gravedad me protegía. Estaba descansando de la píldora y no tenía ganas de que Santiago me repitiera por enésima vez que prefería no hacerlo a ponerse una goma, otra cuestión de principios que yo no interpretaba como un alarde egoísta o un gesto insolidario, sino como una pura mariconada, una más. Y dudé un momento antes de empezar, pero no tenía el cuerpo para puñetas. Afortunadamente, ya no recordaba a la insolente jovencita que solía reventar las tiernas confidencias matutinas del bar de la facultad afirmando con pasión, los puños cerrados golpeando la mesa, que la penetración era lo más grandioso que se le había ocurrido inventar a Dios después de colocarle al hombre una polla. La situación de la mujer que se puso encima para no tener que hablarlo, era prácticamente la opuesta, porque llegaba a asombrarme de que me gustara hacerlo a pesar de no haberlo deseado en absoluto. En ese momento, más o menos, solía terminar, pero tampoco lo lamentaba.

El mes de abril de 1986 follé dos veces, y las dos veces me puse encima. A principios de junio no me quedó más remedio que aceptar que estaba embarazada. No volveré a creer en la física nunca más.

Los lunes por la mañana estaba decidida a abortar y a abandonar a Santiago para corregir de golpe todos los errores que había acumulado durante los últimos tiempos. Los lunes por la noche me preguntaba si sería sensato contradecir la voluntad del destino. Los martes, al levantarme, me decía que si siempre había pensado en tener hijos alguna vez, por qué no éste, por qué no ahora. Los martes, al acostarme, me daba cuenta de que abandonar a mi marido sería como dejar caer a un bebé de dos meses en el carril central de la Castellana un viernes a las diez de la noche. Los miércoles por la mañana parecía darme cuenta de que dentro de mi cuerpo había un ser vivo, otro cerebro, otro corazón, mi hijo. Los miércoles por la noche dejaba de fumar. Los jueves, antes de levantarme, no era capaz de sentir otra cosa que un bulto amenazante y peligroso, un quiste o un tumor que debería hacerme extirpar a tiempo. Los jueves, antes de acostarme, encendía un cigarro con otro y apuraba los dos hasta el filtro. Los viernes por la mañana me preguntaba por qué había tenido tan mala suerte. Los viernes por la noche estaba decidida a abortar y a abandonar a Santiago para corregir de golpe todos los errores que había acumulado durante los últimos tiempos.

Cuando mi hijo nació, y los dos sufrimos tanto, me prometí a mí misma que jamás le revelaría la verdad, que nunca sabría que no fue un hijo deseado. Ahora creo que algún día haré todo lo contrario y le contaré que nació sólo porque no pude decidir a tiempo que no naciera, porque me pareció lo más fácil, porque me convencí de que tenerlo diez años después sería mucho más incómodo, porque estaba casada y tenía un marido y dos sueldos y una casa, porque tal vez no tendría otra oportunidad, porque sucedió, porque había sucedido aunque yo no quería que sucediese. Si lo sabe, jamás podrá dudar de cuánto le he querido, aunque algunas veces se me olvide el bocadillo sobre la encimera de la cocina y no tenga nada que comer en el recreo, porque cuando lo vi por primera vez, tres días después del parto, tan solo, y tan pequeño, y tan delgado, y tan inerme en aquella caja transparente de paredes lisas, como un prematuro ataúd de cristal, cuando comprendí que sólo tenía amor para alimentarle y que él no necesitaba otra cosa para sobrevivir, leí en sus labios la diminuta marca de la casta de los Alcántara y le juré en silencio, detrás de una ventana blanca y aséptica como la frontera que separa del mundo a los padres infelices, que todo iría bien, que pagaría cualquier precio, por alto que fuera, para que algún día nos riéramos los dos juntos de todo aquello, y establecí con él un lazo que mi madre jamás ató conmigo, un vínculo cuya fortaleza ni siquiera sospechan las mamás de esos bebés rollizos y felices a las que he envidiado tanto, durante tantos años.

Como si la Historia obrara con la perversa intención de repetirse, mi embarazo resultó tan apacible, tan sereno y tan confortable como fuera una vez el embarazo de mi madre, y durante meses, nada hizo prever un desenlace semejante, hasta el punto de que, cada vez que veía a mi hermana, tenía la sensación de que si lo que ella iba a tener era un hijo, lo mío seguramente sería otra cosa. Reina parecía sacarme varios años, en lugar de dos meses de ventaja, y la diferencia, en lugar de disminuir, parecía agrandarse con el paso del tiempo. Nunca la había visto con tan mal aspecto. Vomitaba casi todas las mañanas, perdió el apetito, sentía náuseas y ascos en las situaciones más inverosímiles, se mareaba y tenía jaquecas, pero al mismo tiempo, se puso inmensa, engordó tan deprisa que a los tres meses ya había renunciado a su ropa normal e iba disfrazada de globo aerostático. Yo intenté retrasar aquel momento mientras pude, y hasta el quinto mes seguí usando algunos de los pantalones que ya tenía. Dos o tres días, al levantarme, renuncié al desayuno porque noté que me sentaría mal tomarlo, pero nunca llegué a vomitar y, por lo demás, no me enteré de que estaba embarazada. Tenía el mismo color que siempre, comía con apetito y dormía estupendamente. Engordaba despacio, algo menos de un kilo al mes, porque me había impuesto a mí misma un régimen muy sano y completo pero rigurosamente limitado a mil quinientas calorías diarias. No comía dulces, ni fritos, ni salsas, sólo carnes y pescados a la plancha, legumbres, ensaladas y fruta, pero no me saltaba ninguna comida, ni siquiera cuando no tenía hambre. Durante la primera mitad del embarazo no fumé en absoluto, y a partir del quinto mes encendía tres cigarrillos al día —después del desayuno, de la comida y de la cena—, y los tiraba cuando estaban por la mitad. Hacía todas las mañanas un ejercicio muy sencillo, mover los pies hacia delante, hacia atrás, y en círculo, para estimular la circulación de las piernas y ahorrarme las varices que lucía mi madre, y cuando todavía no había cumplido los tres meses, entré en una farmacia muerta de vergüenza, y le conté a la dependienta que iba a tener un hijo y que eso me hacía muy feliz, ella nunca podría imaginarse cuánto, pero me preguntaba si no habría alguna posibilidad de que mi piel saliera indemne de aquel trance. En lugar de fulminarme con la mirada y azuzarme con la ígnea espada que arroja a las desvergonzadas coquetas del paraíso que habitan las dulces madres universales, sonrió y empezó a poner botes encima del mostrador.

—Estas son todas parecidas —me dijo—, y son buenas, pero si te interesa mi opinión, lo mejor es que te compres una buena crema con colágeno para la cara y que te la des en el cuerpo, todos los días sin excepción. No es que salga barato, por cierto, pero a mí me fue estupendamente…

Seguí su consejo, y terminé eligiendo la misma que había usado ella. Cuando me devolvió el cambio, bajó la voz para que el resto de las clientas no la oyeran y sonrió.

—Duerme con sujetador. Quítatelo solamente para ducharte, y no lo hagas con el agua muy caliente. Dentro de un par de meses, empieza a hacer abdominales flojitos. Te tumbas en el suelo y levantas primero una pierna y luego la otra, hasta que hagan ángulo recto con el cuerpo. Sólo diez veces al día. Todos los días.

El simple hecho de que existieran tantas posibilidades de hacer cosas me entusiasmó antes de que transcurriera un plazo razonable para apreciar los resultados. Sin embargo, nunca llegué a sentir una felicidad específicamente física a consecuencia de mi estado y tuve que darle la razón a mi abuela, porque en ningún momento me encontré más guapa, ni más sana, ni más fuerte que antes, y tampoco me sucedió lo contrario. Estaba igual que siempre, con un poco menos de cintura cada día. Reina, que a veces tenía la cara francamente verdosa, y casi siempre ojeras, porque no dormía bien por las noches, afirmaba en cambio que jamás se había sentido mejor, y cuando por un impulso de solidaridad elemental la puse al corriente de mis descubrimientos, me lo agradeció con una estridente carcajada.

—¡Pero, Malena! Desde luego, tía, tienes unas cosas… ¿Cómo puedes preocuparte por algo así en estos momentos?

—Bueno, tampoco es que haga daño, ¿no? Lo único que quiero es quedarme estupenda, algún día dejaré de estar embarazada.

—Por supuesto, pero entonces todo será distinto.

—No veo por qué.

—¡Pues porque tendrás un hijo! ¿No te das cuenta?

—No, no me doy cuenta. ¿O es que tú no piensas volver a… —follar, iba a decir, pero la etérea expresión de mi hermana me decantó por el eufemismo— salir de casa nunca más después del parto?

—Sí, claro que volveré a salir, pero después de algo tan importante, mi relación con mi cuerpo habrá cambiado para siempre.

—Me alegro por ti —dije entonces—, sufrirás menos.

—¡Pero, tía, por favor, si tú estás de puta madre! Otra cosa no te digo…

—No. Mejor no me la digas.

—Desde luego, Malena, parece mentira que hables así, con la suerte que tienes.

En eso, llegué a estar casi de acuerdo con ella, porque mi bienestar físico no era más que la pequeña parte de un todo por el que me sentía muy afortunada. A Santiago le hizo tanta ilusión enterarse de que iba a ser padre, que durante algún tiempo hasta se convirtió en una persona expresiva, y llegó a contagiarme su entusiasmo. Entonces empecé a ser consciente de que la situación se podía analizar desde muchos puntos de vista tan correctos como el mío, pero mucho menos crueles. El mundo estaba lleno de mujeres solas, de mujeres abandonadas, o maltratadas por maridos repulsivos, de mujeres estériles, o autoras de niños monstruosos, existían miles de desgracias que yo no había padecido en grado alguno, tragedias que ni siquiera podía imaginarme. Yo vivía en calma con un hombre amable, por el que sentía cariño, e iba a tener un hijo en las mejores condiciones posibles, al menos en comparación con la novela gótica en la que antes o después le tocaría intervenir a mi sobrino.

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