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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (69 page)

—Y tú qué… ¿de cinco meses? ¿Seis? —me dijo una enfermera mientras esperábamos en la habitación a que Reina subiera del paritorio.

—No —contesté—. Estoy casi de siete y medio.

Ella me dirigió una mirada mixta de miedo y extrañeza, pero un instante después corrigió su expresión para sonreírme.

—¡Qué bien! ¿No? Tan delgadita…

—Sí —dije, y miré a mi madre, y ella sólo quiso sostenerme la mirada un par de segundos, pero luego, mientras caminábamos por el pasillo, haciendo tiempo, me cogió por el hombro y se atrevió a decirme que ella también se temía lo peor.

—Somos muy malas gestantes, Malena, las Alcántara, y eso se hereda, de madres a hijas, ¿sabes? Mi abuela sólo tuvo dos hijos, papá y la tía Magdalena, de seis intentos, y mi madre perdió dos niños, y luego nació Pacita, que era un caso rarísimo, ya lo sabes, se da sólo en uno de cada cien mil embarazos y normalmente el feto muere antes del parto, pero mi hermana nació, tú la conociste. A mí, que sólo me quedé embarazada una vez, me pasó lo de Reina, así que…

—Pero lo de Reina fue culpa mía —dije, y un asombro de insospechada intensidad congeló su rostro.

—No. ¿Cómo va a ser culpa tuya? Si hubo alguna culpable fui yo, desde luego, por no desarrollar dos placentas suficientes para alimentaros a las dos.

—Pero tus placentas estaban bien, mamá, lo que pasa es que yo me lo chupaba todo y no dejaba nada para ella, los médicos lo dijeron.

—No, hija, no. Nadie dijo nunca una cosa así…

Sí, mamá, sí, pude replicar, eso era lo que decíais todos, pero no quise recordárselo porque aquella deuda estaba a punto de ser saldada. Entonces sonó el teléfono, y ella corrió a la habitación, era Germán, desde abajo, mi sobrina acababa de nacer, tres kilos cien gramos, cuarenta y ocho centímetros de longitud, grande y pesada para ser una niña, estaba estupendamente, Reina no tanto, se sentía muy débil, yo seguí andando por el pasillo, una Alcántara de los pies a la cabeza, rizos negros, labios de india, gestante incapaz, la ecografía no iba a descubrirme nada que yo no supiera ya, y casi pude verme caminando por un barrio desconocido, casas bajas de paredes blancas que se teñían de gris bajo la lluvia, repasando una secuencia lógica, la impecable cadena de acontecimientos que me habían llevado hasta allí, aquella mañana, mala sangre, mala suerte, mala mujer, mala madre, por no haber deseado el hijo que iba a tener, por haber deseado tantas veces no tenerlo, por haberle ocultado su existencia a su padre durante más de un mes, por no haber experimentado placer al cubrirme con cualquiera de aquellos horrendos sacos de cuello marinero por haberme mirado desnuda en el espejo y haber sentido asco, y un poco de miedo, por no haber comprado todavía ni un puñetero babero, por haberme preguntado tantas veces qué coño iba a hacer yo con un crío en brazos todo el santo día, por no haber curvado los labios en una sonrisa idiota cada vez que me cruzaba por la calle con un bebé que paseaba en su cochecito, por haber intentado eliminar cualquier huella de su estancia en la superficie de mi cuerpo, por haber follado como una perra callejera con un extraño cuando él ya navegaba plácidamente en mi interior, por no haberme encontrado aún el dichoso instinto en ninguna parte, por haber adivinado que ser una mujer es casi nada, por todo eso, ahora tenía que pagar. Podría haber analizado la otra columna de cifras, porque Reina había fumado durante todo el embarazo y yo no, Reina había seguido bebiendo vino y yo no, Reina se hacía un canuto de vez en cuando y yo no, Reina se había negado a pasear porque se cansaba mucho y yo no, Reina había sustituido un montón de comidas por las correspondientes cajas de bombones y yo no, a Reina no le había dado la gana de asistir a un curso de parto sin dolor, y yo no me había perdido ni una sola clase, me había tragado hasta las lecciones teóricas, que son incluso peores que las que te largan cuando aprendes a conducir, y lo había hecho todo sola, pero no me fijé en aquellos números, porque ya sabía que las cifras de esa columna carecían de importancia.

Lo importante debe ser comprar un faldón el primer día que se te retrasa la regla, me dije, e intenté sonreír, y sólo entonces me eché a llorar. Miré a mi alrededor y ya no había casas, sólo un descampado civilizado a medias, como si fueran a construirle de un momento a otro un polígono industrial encima. Me di la vuelta y volví sobre mis pasos. No era justo. Pero era exactamente así.

Me levanté a las seis de la mañana, medio atontada por el efecto de tantas horas de sueño caprichoso, tantas veces interrumpido por un dolor agudo, pero insuficiente en mi opinión para tratarse del mítico dolor definitivo, y entonces, antes de entrar en el baño, noté un contacto extraño, pegajoso, entre los muslos, y envié hasta allí mi mano con infinita aprensión. Un instante después, mis dedos estaban impregnados de una especie de moco transparente, espeso y sucio. Me faltaban más de tres semanas para salir de cuentas, pero ya no sabía de qué cuentas tenía que fiarme. El ginecólogo, un tipo optimista, se había mostrado de acuerdo con el ecografista en que no convenía preocuparse antes de tiempo. Seguramente no estás de siete meses, sino de seis, me dijo, te repetiremos la ecografía dentro de unos días, y si no nos gusta el resultado, te provocaremos el parto, pero todo está bien, no te preocupes… Santiago, sus hermanas, mis padres, todo el mundo, optaron por creer en su palabra. Yo no. Yo sabía que el niño no crecía, pero me guardaba la angustia para mí sola porque quería creer lo contrario, necesitaba creer lo contrario, y decir la verdad habría sido como desafiar a la suerte. Sentí que aquella cosa, lo que fuese, comenzaba a desprenderse de mi cuerpo, resbalando entre mis piernas. Era como un moco inmenso, pero parecía encogido, pobre, reseco. Me apoyé en la pared. Ahora, si había expulsado el tapón, tendría que romper aguas. Esperé, pero nada más salió de mi cuerpo, como si nunca hubiera habido nada más allí dentro. El dolor crecía, pero yo no podía permitirme acusarlo, porque tendría que estar rompiendo aguas, y no lo hacía, a mí no me pasaba nada, todo mi cuerpo parecía tan pobre y tan encogido como aquel miserable moco seco.

Desperté a Santiago y le dije que me había puesto de parto, que teníamos que irnos a la clínica inmediatamente, y él me respondió con una mirada incrédula. Imposible, dijo, falta muchísimo tiempo, tendrás contracciones de ésas del principio, el niño se estará colocando, eso es todo. Cuando vi que se daba la vuelta y se disponía a seguir durmiendo, empecé a golpearle en el hombro con el puño cerrado y grité, seguí gritando mientras él se ponía de pie, y se vestía, y me miraba con aquella cara de terror, grité que el niño ya estaba colocado, que no iba a ser un parto normal, que dejara de mirar el reloj porque daba lo mismo la frecuencia de las contracciones, que algo iba mal, que había expulsado el tapón pero no había roto aguas, que se olvidara de la respiración, que teníamos que irnos de prisa, irnos de una vez, enseguida, ya.

Era domingo, las calles estaban desiertas. No me acuerdo del dolor, no podría decir si sufrí mucho o no sufrí en absoluto, no sería capaz de reconstruir el ritmo de aquellos martillazos que me estallaban periódicamente contra los riñones, el niño está vivo, sólo pensaba en eso, tiene que estar vivo, si estuviera muerto no se movería, no me haría daño. Llegamos muy pronto a la clínica. La recepcionista se alarmó al vernos entrar corriendo, me miró a la cara y yo me expliqué como pude, sabía que estaba de parto y conseguí contagiarle mi convicción, ven conmigo, dijo, y me condujo a una especie de consulta vacía donde sólo había una camilla cubierta con una sábana verde, desnúdate y espera un momento, ahora vengo. Entonces me di cuenta de que no había nadie más, Santiago no había entrado conmigo. Me desnudé y me tumbé encima de la camilla, y me sentí sola, sucia y helada. La enfermera volvió con una mujer gorda y malencarada, baja y fuerte, como tallada con muchas prisas en un cubo de piedra dura. Mientras ella me cubría con una sábana verde, la recién llegada metió la cabeza entre mis piernas y un simple vistazo pareció bastarle. Se puso de pie, me miró con ojos de medusa, y se volvió hacia la recepcionista.

—¿Ha venido sola?

—No —contestó ella—. Su marido está ahí fuera.

Entonces, la comadrona giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta, sin mirarme.

—¿Ha llamado alguien al doctor?

—Sí —volvió a contestar la recepcionista—. Su marido acaba de llamar, y ha dicho que viene para acá, pero tardará. Ya sabes que vive en Getafe.

La puerta se cerró y volví a quedarme sola. Conservaba cierta capacidad para sentir que el dolor crecía simultáneamente en varias direcciones, que se hacía más intenso y más frecuente, pero sólo era consciente de mantener los ojos abiertos. Miraba una pared blanca. No hacía nada más.

—Venga… —escuché la voz de la comadrona antes de que la puerta se abriera de nuevo—. Es conveniente que usted lo vea.

Santiago entró tras ella, encogido, pálido, enfermo, avanzando tan despacio como si no pudiera soportar el peso de sus propias piernas. Me miró con los ojos llenos de lágrimas y supongo que quiso sonreírme, pero yo no fui capaz de identificar el sentido de aquella mueca, sólo me di cuenta de que tenía mucho miedo y una inmensa oleada de compasión me sacudió al comprenderlo. La comadrona levantó la sábana con la mano derecha, y habló con el tono experto de un agente inmobiliario que está enseñando un piso.

—Eso son los testículos del niño… ¿lo ve? Y esto los muslos. Viene muy mal.

—Sí —yo apenas pude escucharle, pero ella juzgó suficiente el volumen de su voz.

—Quería que lo viera.

—Sí —volvió a decir Santiago, y entonces ella me destapó completamente, y me incorporó a pulso para introducir mis brazos en las mangas de un camisón verde que estaba frío y olía a lejía, igual que las baldosas del colegio.

—¿Está muerto? —pregunté, pero no me contestó.

Rodeó la camilla hasta colocarse detrás de mí y nos pusimos en marcha. Salimos de la habitación y cruzamos el vestíbulo de la clínica. Ibamos muy deprisa, Santiago me había cogido de la mano y tenía que correr para mantenerse a nuestro paso, de eso me daba cuenta, y me parecía una situación casi cómica, ridícula, pero no recuerdo más excepto que no podía razonar, no podía sentir nada, ni siquiera dolor, vivía aquella escena desde fuera, como si yo no tuviera nada que ver con ella, como si todo aquello no me estuviera pasando a mí, contemplaba las carreras de aquellas mujeres vestidas de verde, y el pánico que desencajaba el rostro de mi marido, y el perfil de aquella temblorosa montaña casualmente instalada entre mis piernas, como si todos nosotros fuéramos figurantes en una película mala, barata, sensiblera, y no los protagonistas de una parte concreta de mi vida, porque ni siquiera comprendía que yo estuviera viva, que estuviera allí, sobre aquella camilla, lo único que fui capaz de pensar es que era como comerse dos ácidos al mismo tiempo, y cuando hablé, no pude reconocer mis propias palabras.

—Me llevan a la habitación, ¿verdad?

—No —me contestó la comadrona, desde atrás—. Vamos directamente al paritorio.

—¡Ah! — dije, Santiago me miró, estaba llorando, y yo le sonreí, sonreí de verdad, una sonrisa amplia, auténtica, no sabía por qué sonreía, pero era absolutamente consciente de estar sonriendo—. El niño está muerto, ¿verdad?

Nadie me contestó, y me dije que había llegado el momento de practicar las respiraciones que había aprendido en el cursillo, y tampoco sé por qué lo hice, pero empecé por el principio y ejecuté, paso a paso, todas las etapas del proceso, inspirando profundamente, jadeando después, y tampoco notaba que estaba respirando, y me pregunté si aquella técnica era efectiva, y no pude responderme, porque no acusaba el dolor físico, sólo una presión insoportable en el estómago, y por lo tanto no podía sentir ningún alivio. La parte delantera de la camilla chocó contra una puerta blanda, dos pesadas hojas de plástico flexible con una ventanita redonda en la zona superior, y la mano de Santiago abandonó la mía.

—Usted se queda fuera —era la voz de aquella mujer.

—No —protestó él—. Yo quiero entrar.

—No. Imposible. Tiene que quedarse fuera.

Había un montón de lámparas encima de mí, muchos focos redondos sujetos a una especie de plafón circular de plástico oscuro, y mucha gente que se movía a mi alrededor mientras yo respiraba, inspirando profundamente primero, jadeando después, todas eran mujeres, y hacían cosas conmigo, yo jadeaba, y luego inspiraba profundamente, y no me daba cuenta de nada, hasta que la comadrona, escondida entre mis piernas, como antes, quiso hablarme por fin.

—Voy a darte un pinchazo. Es anestesia…

—Muy bien —contesté, y sentí el pinchazo—. El niño está muerto, ¿no?

—Ahora te voy a hacer un corte con un bisturí, no te va a doler.

No me dolió. Entonces llegó aquella otra mujer, una médico joven a la que yo no conocía, llevaba una bata blanca y también parecía asustada, y comenzó la función.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó una enfermera situada a mi izquierda.

—Malena —contesté.

—Muy bien, Malena —me dijo ella—. Ahora… ¡empuja!

Y yo empujé.

—¡Empuja! — decían, y yo empujaba—. Muy bien, Malena, lo estás haciendo muy bien. Ahora, otra vez…

Ellas me decían que empujara, y yo empujaba, así estuvimos mucho tiempo, no recuerdo más que eso, aquellos gritos, y mi respuesta, empuja Malena, y yo empujaba, y ellas me felicitaban porque yo había empujado, y eso era hacerlo muy bien, yo preguntaba si el niño estaba muerto y nadie me contestaba porque a mí no me tocaba preguntar, sólo empujar, y yo empujaba, y luego me he preguntado muchas veces por qué no lloré, por qué no me quejé, por qué no me dolí de aquel momento, ahora que estoy segura de que nunca en mi vida conoceré otro tan horrible, y ni siquiera ahora puedo comprenderlo, porque yo no sentía nada, no podía pensar, no podía mirar, no podía escuchar, ni entender nada, yo sólo quería saber si el niño estaba muerto, quería que alguien me contestara de una vez, enterarme de si el niño estaba muerto, y nadie me decía nada, sólo decían, ahora, empuja Malena, y yo empujaba, y todas decían, muy bien, muy bien, lo estás haciendo muy bien, hasta que la voz de aquella mujer rompió el ritmo.

—El niño está vivo, Malena, está vivo pero es muy pequeño, viene muy mal, y está sufriendo. Esto tiene que ser lo más rápido posible, por su bien, ¿comprendes?

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