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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (44 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—No has tenido mucha suerte tú tampoco, ¿verdad, abuela?

Frunció el ceño, como si necesitara meditar una respuesta tan simple, y sus labios dudaron varias veces antes de moverse en una dirección sorprendente para mí, que todavía, maravillada y aturdida al mismo tiempo por el torrente de datos que se vertía en mis oídos, no había comprendido la verdadera fuerza de mi abuela, la potencia inagotable de aquel cuerpo casi agotado que conservaba sin embargo, como una marca de casta, la juventud de un espíritu privilegiado y universal, el que alienta en quienes han nacido supervivientes.

—Pues… no sé qué decirte. Desde el punto de vista de los libros de historia, desde luego, no, no he tenido suerte, porque lo he perdido todo. Perdí a mi familia, perdí mi trabajo, perdí mi casa, a mis amigos, mis cosas. Las cosas son muy importantes, los objetos pequeños, los regalos, los vestidos preferidos, los recuerdos de un viaje, o de un día especial… Se echan muchísimo de menos, es increíble, pero cuando dejas de ver tus cosas encima de tu mesa, es como si se desvaneciera tu memoria, como si tu personalidad se desintegrara, como si dejaras de ser tú, para ser una persona cualquiera, de esas que te cruzas todos los días por la calle. Perdí una guerra y tú no sabes lo que es eso, nadie lo sabe hasta que le ocurre, parece una cosa tan impersonal, tan fría, perder una guerra, ganarla, dicho así, y sin embargo… Con la guerra perdí la ciudad en la que había nacido, el país en el que había vivido, la época de la que formaba parte, el mundo al que pertenecía, todo se derrumbó, todo, y cuando miré a mi alrededor, ya nada era mío, no podía reconocer ninguna cosa, al principio me sentía como un soldado extraviado, ¿sabes?, cuando se da cuenta de que no está entre los suyos, de que ha atravesado las líneas sin saberlo, y está en el centro del campo enemigo, durante muchos años viví en campo enemigo. Perdí a mi marido y hubiera preferido morir con él, y no es una frase hecha, te lo juro por su memoria, que es lo único sagrado para mí, y te lo juro a ti, que eres su nieta, que hubiera preferido morirme a sobrevivirle, tenía sólo treinta años, pero si él me hubiera dejado, me habría ido a morir con él, y en cambio me tocó vivir. He vivido sin ganas un montón de años, me he levantado de la cama miles de mañanas y he vuelto a ella miles de noches sin esperar nada, sabiendo que el presente estaba hueco, y el futuro igual de vacío, que sólo podría trabajar, comer, digerir y dormir, siempre lo mismo, hasta el día de mi muerte, y sin embargo… Ahora que me estoy haciendo vieja, me doy cuenta de que, si perdí a Jaime, fue porque lo tuve, y creo que no cambiaría mi vida por la de nadie. Creo que, si cambiara, volvería a perder.

Entonces, sus ojos, que durante algunos minutos habían paseado por el techo de la habitación sin decidirse por ningún lugar concreto, se detuvieron en el asombro que dilataba los míos, y la abuela, más lejos que nunca de la tristeza en la que debería haberla enterrado su discurso, me sonrió.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—No —admití.

—Eres muy joven, Malena, demasiado joven, por muy gordo que sea el disgusto que te acabas de llevar, y aunque tú creas que ya lo sabes todo. Cuando tengas mi edad, lo comprenderás. Hay mucha gente que no es feliz nunca en su vida, ¿sabes?, a tu edad no lo podéis creer, habría suicidios masivos si cada uno pudiera mirar su futuro por un agujerito, pero hay mucha gente que no tiene suerte nunca, nunca, ni siquiera en las cosas más estúpidas, si les gusta el azúcar, resulta que son diabéticos, y desgracias por el estilo. Yo, a pesar de todo, no soy como esa gente, yo tuve suerte, mucha suerte, y si mi caída fue tan brutal, si me hice tanto daño, fue porque cuando me estrellé contra el suelo venía de muy arriba. De muy, muy arriba.

No me gustaron esas palabras, no esperaba tanta conformidad de una bailarina tan intrépida, de una estudiante tan tenaz, de una tan decidida corredora de obstáculos.

—Eso suena un poco a resignación cristiana, ¿no?

—No lo creo —y soltó una carcajada—. Eso suena más bien a abuela vieja habla con nieta joven.

Y entonces yo me reí con ella.

—Mira, Malena, no creo que haya habido nunca nadie en el mundo, nadie, que haya estado más enamorado que yo cuando me enamoré de tu abuelo. Igual sí, seguramente mucha gente, pero más no, y otra vez estoy hablando en serio. Eso ya fue un bien tremendo, sobre todo porque los dos sabíamos que lo nuestro, en el fondo, era un lujo, que la gente no se suele enamorar así, sin reservas, sin dudas, sin que haga falta echarle voluntad, retrasando cada noche el propio sueño para dar ventaja al sueño del otro, sólo para mirarle y verle dormir a nuestro lado. Y lo teníamos muy hablado, no creas, éramos muy modernos, ya te lo he dicho antes, a veces discutíamos qué pasaría si uno de los dos se enamoraba de un tercero, o si se desenamoraba del otro de repente, el amor no es eterno, y nosotros contábamos con ello, sabíamos que podía pasar, hicimos una especie de pacto y prometimos que, cambiara lo que cambiara, ninguno de los dos sería mezquino, ni ruin, ni desagradable con el otro, pero nunca cambió nada, durante once años seguidos, nada. Yo esperaba la catástrofe todos los días porque Jaime me parecía demasiado bueno para mí, eso ocurre siempre cuando uno se enamora, y si pasaban más de tres días sin que me aplastara por sorpresa contra una pared, aunque hubiera gente mirando, me echaba a temblar, y sin embargo, ese tercer día no llegaba nunca, y todo era fácil, fácil y delicioso, como si estuviéramos jugando a vivir, así, en serio. No es que tu abuelo nunca me diera un disgusto, tampoco era eso, porque algunas temporadas, y a pesar de que yo también trabajaba mucho, llegaba a echarle de menos. Estaba en el bufete demasiado tiempo, y cuando se enredaba en un torneo, era insoportable, iba por la calle con una libretita, y cada dos pasos se paraba a apuntar, caballo por alfil, sacrificio de dama, mate en dos y… gilipolleces por el estilo, la verdad, porque nunca entendí que un simple juego pudiera obsesionarle de aquella manera, pero, incluso en esas épocas, hacía cosas maravillosas, me daba sorpresas todo el tiempo. A veces aparecía en casa sin avisar, a las horas más inesperadas, a mediodía, o a las seis de la tarde, y me metía en la cama a empujones, aunque los niños fueran pequeños y estuvieran jugando en el pasillo, aunque las muchachas anduvieran limpiando la casa, aunque hubiera visitas, le daba lo mismo. Luego se vestía y se volvía a ir corriendo, y yo salía a la puerta a despedirle en bata, éramos la comidilla de toda la escalera, y hasta eso nos hacía gracia, porque nos reíamos por cualquier cosa.

—Te hacía un regalo todos los días, ¿verdad? — dije, rescatando repentinamente de una polvorienta esquina de mi memoria el único dato interesante que había recibido nunca sobre aquel hombre—. Creo que papá me lo contó una vez.

—Sí. Siempre volvía con algo para mí en los bolsillos, pero muchas veces no eran regalos, sino tonterías, yo qué sé, veinte céntimos de castañas asadas en otoño, por ejemplo, o una rama de almendro en primavera, y a veces ni eso, cosas todavía más pequeñas, dos cacahuetes que se había guardado en el bolsillo cuando tomaba el aperitivo, o una octavilla publicitaria con un dibujo que le había gustado por lo que fuera.

—¿Y lo tienes guardado todavía?

—Esas cosas sí. Las que tenían valor no, las vendí todas después de la guerra, todas menos un broche de oro y esmaltes que me trajo de Londres una vez, la única joya que he apreciado nunca. Se lo regalé a Sol cuando cumplió cuarenta años, a lo mejor se lo has visto puesto, porque lo lleva siempre, representa a una niña con alas, vestida con una túnica blanca, delante de una vidriera… Campanilla, la amiga de Peter Pan. Intenté guardar un objeto valioso para cada hijo, pero no lo conseguí. Acabé vendiendo una Montblanc que me había regalado porque después de la guerra, con el bloqueo, esas cosas llegaron a pagarse muy bien, y un mechero de oro que le regaló a él el decano de su facultad, por lo mismo. También tuve que vender un ajedrez muy bonito, pequeño, de piezas Staunton hechas con caoba y marfil, que me costó prácticamente todo el dinero que heredé de mi padre, fue el regalo más caro que le hice nunca. Me pagaron una miseria en relación con lo que me había costado, pero comimos de él un par de meses, nos arreglábamos con poca cosa, entonces, y cada día, al servir las patatas, porque casi siempre comíamos patatas, yo pensaba, nos estamos comiendo la dama negra, o el peón blanco de rey, porque ése era el tipo de comentarios que habría hecho tu abuelo. Así que, al final, Manuel se quedó con
Orgullo y Prejuicio
, y tu padre con
La Cartuja de Parma
, no tenía otra cosa. Pero Baroja sigue conmigo, porque son nueve tomos y me da pena separarlos, y todavía conservo los cacahuetes, eso sí, nunca quise comérmelos.

—¿Y siempre fue igual? ¿Nunca tuvisteis una bronca?

—Más o menos, Jaime… Bueno, él era muy inteligente, y muy honesto, era sensible, y justo, pero era un hombre español nacido en el 1900 así que, en fin, a veces cojeaba del mismo pie que todos los demás, supongo que no lo podía evitar.

—¿Era machista?

—A ratos, pero no en relación conmigo. Quiero decir que a mí nunca me prohibió nada, ni se metió en mis cosas, ni intentó modificar mis opiniones, todo lo contrario. Yo llegué a ser famosa en los Juzgados, casi una atracción turística, porque, entre todas las mujeres de los jueces, fiscales y abogados de Madrid, era la única que no me perdía un juicio, y los seguía como se sigue un partido de fútbol, aplaudía, pateaba, silbaba, me levantaba… Cuando ganábamos, si había un momento en que el juez no le veía, Jaime me saludaba con los brazos estirados, las palmas hacia dentro, así… —y esbozó el clásico saludo de los toreros en sus tardes de triunfo—, como si me brindara las dos orejas. Le amonestaron un par de veces y en una ocasión su cliente se enfadó, porque aquel gesto le pareció una falta de respeto, pero también hubo un juez que, al levantarse, después de dictar una sentencia absolutoria que había llegado a ponerse muy difícil, me miró, me sonrió, y me dijo en voz alta, enhorabuena, señora, y la mitad del público, que eran colegas y amigos de mi marido, se puso a aplaudir, y Jaime me obligó a levantarme y saludar. Me sabía sus casos de memoria, él me los contaba desde el principio, y muchas veces seguía mis sugerencias, estábamos muy unidos, mucho, pero de vez en cuando… —marcó una pausa casi dramática. Dejó de hablar, me miró con una atención especial, como si pretendiera ganarse todavía más al auditorio más entregado que nadie ha tenido nunca, y sonrió antes de proseguir—. De vez en cuando me ponía los cuernos, para qué te voy a decir que no.

Aquella revelación me dejó helada, no tanto por su contenido como por la tranquilidad inaudita que flotaba en la voz de mi abuela cuando imprimió a su plácido relato una dirección tan inesperada.

—Pues no parece importarte mucho —musité, desconcertada, y ella se echó a reír.

—¿Y qué quieres, que me ponga a romper jarrones ahora, después de tantos años? La verdad es que, entonces, muchas veces tampoco me importaba, eso dependía de la mujer en cuestión.

—¿Tuvo muchas amantes?

—No, ninguna en realidad, porque nunca fueron exactamente amantes. Eran líos, casi siempre muy cortos, muchas veces de un solo día, aunque esos días solos, aislados, se repitieran de vez en cuando. Al principio me lo contaba, porque para él no tenían importancia, eran fogonazos instantáneos, arrebatos que se agotaban en sí mismos, deseos repentinos que sólo habrían cobrado importancia si se hubieran visto frustrados, eso decía él, por lo menos, y yo me lo creía, porque si me hubiera dicho que la luna era cuadrada, también me lo hubiera creído. En teoría, yo era libre de hacer lo mismo, ¿sabes?, para conservar mi propia identidad. El repetía todo el tiempo que una pareja son dos personas enteras, no una sola cosa hecha con dos mitades. No te puedes imaginar cómo llegaba a darme la lata con todo eso y luego, si pillaba a alguien mirándome el escote en alguna fiesta, se ponía de una mala leche que no había quien le aguantara, y si se me ocurría bailar con cualquiera, porque él no bailaba nunca, no digamos ya, pero aunque se pusiera morado, aunque le llegaran a temblar los labios, se tragaba los celos, porque sabía que eran injustos. Yo nunca me acosté con otro y fue, sencillamente, porque nunca tuve ganas de otro, él lo sabía. Luego le dije que, si tenía líos, prefería no enterarme, pero seguí dándome cuenta, me daba cuenta siempre, y lo pasé muy mal un par de veces, aunque al final él tuvo razón, y ninguna de esas mujeres afectó a nuestra vida en lo más mínimo… Nunca te he sido infiel, me dijo al final, cuando ya era un muerto que andaba, y yo entendí lo que quería decir, y le contesté que siempre lo había sabido, y era verdad. Yo le adoraba, le adoraba, le adoraba y le perdí, pero antes, le tuve del todo.

Entonces se detuvo, como si ya no tuviera nada más que decir. Se miró los dedos, y empezó a levantarse las cutículas de las uñas de la mano izquierda con las uñas de la mano derecha, un gesto instintivo que yo había visto muchas veces, una técnica de distracción a la que recurría siempre que se encontraba incómoda por algo, o por alguien, o en alguna parte. Habíamos llegado al final del trayecto, ya no había escapatoria, y ella lo sabía y yo también.

Mientras buscaba la mejor fórmula para envolver aquella pregunta, me di cuenta de que solamente el azar, y un azar doloroso, terrible, cuyas consecuencias en mi propia vida no era todavía capaz de calibrar, me había permitido tomar posesión de un legado que me correspondía y que, de otra manera, nunca me habría sido transmitido, un bien cuya existencia ni siquiera imaginaba, la memoria de quien siempre había sido el oscuro, el dudoso, el otro abuelo. Pero antes de atreverme a reprochar a mi padre aquel robo injusto y deliberado, sentí un instante de pánico y la tentación de volver atrás, vencida por un temor absurdo, miedo de escuchar y de saber, de terminar comprendiendo ese silencio, de perder, en la ficción aún serena que la voz de mi abuela creaba sólo para mí, al hombre adorable que sus palabras habían pintado de luz, de risa y de carne. Y pasarían muchos años antes de que por fin comprendiera que, mientras el verano agonizaba en los brazos de una noche tormentosa, era mi abuela quien tenía razón, tardé años enteros en descubrir que, entonces, yo era demasiado joven para saber, demasiado joven para entender que hasta la más turbia de las deshonras habría sido más fácil de aceptar que el camino que mi abuelo eligió para morir entre dos enormes montañas de hombres muertos. Solo y para nada, como mueren los héroes.

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