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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (39 page)

Por la mañana, al despertarme, no me acordaba de que Fernando me había dejado. Recuerdo que abrí los ojos y los dirigí hacia mi izquierda, para comprobar de un solo vistazo que eran las diez menos cuarto y que la cama de Reina estaba vacía. Entonces me levanté, abrí las contraventanas y comprobé que hacía muy buen día, un espléndido día de principios de agosto. Sólo entonces recordé, y me llevé las manos a la cintura para sujetarla con fuerza antes de doblarme completamente hacia delante. Estuve así, cabeza abajo, más de diez minutos. Luego, mientras notaba cómo la sangre descendía lentamente para crear la ilusión de que mi cara ardía, me senté en una esquina de la cama e intenté reconocer figuras de animales sobre la rugosa superficie del temple picado que recubría la pared, resucitando la técnica que empleaba para serenarme cuando, de pequeña, mi madre me castigaba encerrándome en mi habitación. La muchacha que entró a hacer las camas a las once y media, me encontró en la misma posición y haciendo exactamente lo mismo, pero lo que vio en mi cara le debió de impresionar tanto, que en lugar de llamarme zángana y mandarme abajo a desayunar con ejemplar indignación, como hacía siempre que me pillaba en la cama a esas horas, me pidió por favor que le dejara el cuarto libre.

Mientras me bebía un café con leche y me asombraba de su extraño sabor, decidí que lo que había pasado no podía ser verdad. Fernando nunca habría elegido espontáneamente esa horrible fórmula para abandonarme, porque era demasiado artificial, demasiado elaborada, demasiado siniestra, injusta y asquerosa. Yo no me la merecía, nunca había hecho nada para merecer palabras como aquéllas, y él no podía haberlas dicho en serio porque yo le amaba, y no podía haber derrochado tan tontamente mi amor. Nunca llegaría a renacer de un fracaso tan completo, no podía permitírmelo, mirarme en el espejo cada mañana y ver que la piel de mis mejillas era marrón y se teñía de gris alrededor de los ojos, como la había visto unos minutos antes. Tenía que haber algo más, una razón oculta, sensata, admisible, capaz de salvar al menos su recuerdo, de disolver la maloliente basura que le envolvía y devolvérmelo limpio. Tenía que haber algo más, eso era lo único que me importaba entonces, porque para llorar siempre habría tiempo, tenía toda una vida para llorar.

Cuando llamé al timbre estaba casi convencida de que todo aquello había sido una confusión, un malentendido, nada que no se pudiera discutir, que no se pudiera arreglar hablando, pero la tardanza con la que acudieron a abrir la puerta, sólo después de la tercera tanda de timbrazos, me hizo sospechar que ya nada sería fácil para mí.

La madre de Fernando asomó la cabeza tras la hoja, sin llegar a franquearme la entrada del todo.

—Buenos días, vengo a ver a su hijo.

Me contestó con una sonrisa exageradamente boba, que acompañó con un lánguido movimiento de la mano derecha, como si pretendiera pedirme disculpas antes de negar con el dedo índice.

—Me ha entendido perfectamente. Dígale a su hijo Fernando que baje, por favor. Tengo que hablar con él.

Representó la misma comedia, repitiendo sus gestos uno por uno. Volvería a hacerlo todavía una tercera vez, después que yo, aun a sabiendas de que estaba haciendo el ridículo, me dirigiera a ella en inglés. Luego cerró la puerta.

Mantuve el dedo firme en el timbre por lo menos tres minutos, hasta que dejó de sonar, seguramente porque alguien había desconectado el mecanismo desde el interior de la casa. Estaba tan furiosa que recuperé por unos instantes la capacidad de razonar, y con la parsimonia del espía que se sabe vigilado pero todavía conserva una carta en la manga, crucé despacio la calle y me senté, muy aparatosamente, en la acera de enfrente, justo delante de la puerta.

Dentro de mí ya no había nada que valiera siquiera el precio de la comida que comería aquel día, yo ya no tenía nada que perder. Miré disimuladamente hacia las ventanas del segundo piso, y cuando la proximidad de la luz deshizo las sombras que distinguía al principio para revelar siluetas inequívocamente humanas, empecé a chillar con toda la fuerza que podían desarrollar mis pulmones.

—¡Fernando, baja! ¡Tengo que hablar contigo!

Todas las contraventanas se cerraron de golpe y experimenté una leve punzada de placer, aunque sabía que, entre todos los habitantes de aquella casa, mi primo sería quien menos intensamente padeciera los efectos de mi rudimentaria venganza.

—¡Fernando, sal! ¡Te estoy esperando!

Dos mujeres, con sendas lecheras en la mano, se asomaron a la esquina de la calle para averiguar las causas del griterío, y su aparición me animó a introducir un nuevo elemento en el espectáculo. Cogí una piedra pequeña y la estrellé contra la fachada de la casa de Teófila, mientras chillaba sin parar, controlando siempre de reojo las ventanas por si Fernando, vencido por la tentación de asistir a la representación de mi ruina, se asomaba un momento a mirarme tras los cristales.

Pronto llegué a congregar una pequeña multitud de espectadores, les veía y oía sus voces, susurraban mi nombre, pero su presencia dejó pronto de consolarme, porque por mucho que se encendieran las mejillas de la madre de Fernando cuando no le quedara más remedio que salir otra vez a la calle, por mucho que estuviera sufriendo su hermana al ver chismorrear a sus amigas en la acera, por mucho que aquel episodio pudiera empañar el triunfal regreso al pueblo de un hombre tan orgulloso, y tan celoso de su reputación, como su padre, lo único cierto y perdurable era que yo antes le tenía, y ahora lo había perdido, y poco a poco empecé a comprender que nada ajeno a la nada, al indolente vacío que iba conquistando lentamente y sin alardes el interior de mi cuerpo, transformándolo en un falso simulacro de plástico y cartón piedra, tenía ya importancia alguna. Entonces perdí las fuerzas precisas para chillar y para tirar piedras, y si no me levanté de la acera, fue porque presentí que mis piernas no me sostendrían, y porque me daba lo mismo marcharme o quedarme, ir hacia adelante o volver atrás. No podría calcular el tiempo que estuve allí sentada, abrazándome las piernas con las manos, escondiendo la cara entre las rodillas para no permitir que nadie la contemplara, mientras mi auditorio, decepcionado, se disgregaba lentamente, hasta que el eco de una voz desconocida destruyó la blanda ilusión de insensibilidad en la que yo misma me acunaba.

—¡Qué pena que no esté aquí tu abuela para verte tirada en la acera, delante de mi casa, suplicando como una perra!

Levanté los párpados y mis ojos, empañados por la oscuridad de la que emergían, se dolieron de la luz antes de descifrar lentamente la figura de Teófila, una anciana todavía imponente que me miraba desde el centro de la calle, dos bolsas de nailon repletas de comestibles flanqueando sus tobillos.

—Yo no soy como mi abuela —contesté—. Yo soy de los otros, así que no se crea que va usted a levantarme de aquí a fuerza de decir burradas.

Mis palabras estallaron en su cara como una granada de mano, y la hostilidad que acentuaba sus arrugas, frunciendo su piel sarmentosa y morena como la corteza de una encina, cedió lentamente su rostro al estupor. Hasta que no me puse de pie, su boca no se cerró del todo, y ni siquiera cuando estuve frente a ella, recobró su mirada la dureza metálica que poseía antes.

—Yo no soy como ellos —le dije, sin atreverme a tocarla todavía—. Yo era la nieta favorita de mi abuelo, pregúnteselo a cualquiera, todos lo saben… El me dio la esmeralda de Rodrigo, esa piedra que están todos buscando como locos, la tengo yo, el abuelo me la dio, pero ya no es mía, se la regalé a Fernando el año pasado.

—Ya lo sé —y cabeceó lentamente, sin dejarme adivinar si en su gesto había más de compasión o de rabia—. El me lo contó. Lo que no te contaría él a ti, seguramente, fue la bofetada que se llevó cuando me enteré.

—¿Le pegó? — pregunté, y ella lo confirmó con un gesto—. Pero ¿por qué?

—¡Esto sí que tiene gracia! — exclamó, acentuando una ironía que no pude comprender—. ¿Por qué va a ser? ¡Pues por intentar chulear a la nieta de su abuelo! Qué barbaridad, criatura… ¿Pero qué pretendes tú, acabar como tu madre?

—Si me hubiera pedido las dos manos —proseguí, liberando las lágrimas que me dolían ya en el borde de los ojos—, me las habría cortado y se las hubiera dado.

No dijo nada, pero me tocó la cabeza con una mano y entornó los ojos para mirarme, como si mis palabras la estuvieran haciendo daño. Yo, sin embargo, me atreví a seguir.

—Entre en su casa y dígale que salga, por favor, sólo quiero hablar con él, no tardaré más que un momento, es que tengo que hablar con él, en serio, tiene que explicarme una cosa, dígale que salga y me iré de aquí, y no les molestaré más, pero necesito verle, de verdad, aunque sean sólo cinco minutos, con eso tendré bastante, se lo pido por favor, por favor, entre y dígale que salga.

—No va a salir, Malena —me contestó, después de un rato, mientras la compasión conquistaba ya netamente su rostro—, aunque yo se lo diga, no va a salir. ¿Y sabes por qué? Pues porque, por muy nieto mío que sea, no tiene cojones para mirarte a la cara. Ni más ni menos. Y es siempre así, todos son lo mismo, muchos cojones por aquí y muchos cojones por allí, y al final, ninguno vale para hacer puñetas.

La miré, y en la misteriosa armonía que encontré en su rostro, aprendí que me estaba regalando la única verdad que conservaba.

—Hazme caso, es una faena que tengas que aprenderlo tan pronto, siendo tan joven, pero no hay otra, en serio que no hay otra, y si no, mira a tu abuelo. El sí que tenía más cojones que nadie, y ¿me quieres decir para qué le sirvieron? ¡Pues para jodernos la vida a la vez a tu abuela y a mí!, ¿me oyes?, ¡dos mejor que una, que ése luego lo arreglaba todo pagando carreras en Madrid! ¿Y tú estás aquí, lloriqueando, por uno igual? No, hija, no, así no, por ese camino no se va a ninguna parte, te lo digo yo. Tú no me mires a mí, mira a tu tía Mariví, que se casó a los veintiún años con un embajador de cincuenta que bien poca guerra iba a dar ya, o a mi hija Lala, que empezó a tener antojos el mismo día que dejó de tomar la píldora, que ésas sí que lo han entendido, de sobra lo han entendido, esas dos… —y entonces hizo una pausa, porque los ojos se le estaban poniendo vidriosos, y me miró por última vez, como si se estuviera mirando en un espejo—. Claro está que, para eso, hay que haber nacido valiendo.

Cogió las dos bolsas y giró sobre sus talones para recorrer el corto trecho que la separaba de su casa.

—Dígale a Fernando que salga, por favor.

Asintió con la cabeza a mi última súplica, y abrió la puerta con llave para cerrarla tras de sí, sin volverse nunca a mirarme.

Yo regresé a la acera y me senté allí, a esperar, y esperé mucho tiempo, mientras el sol cruzaba lentamente sobre mi cabeza, hirviendo en el asfalto de la calle, hasta que alguien de aquella casa se apiadó de mí, y llamó a la mía para que vinieran a recogerme.

Cuando me senté en el coche, al lado de mi padre, volví la cabeza por última vez, por si Fernando se asomaba para verme marchar, como en las películas, pero ni siquiera entonces se acercó a la ventana.

Mi abuela Soledad tenía entonces sesenta y ocho años, y estaba empezando a dejar de ser la mujer delgada, enérgica y tiesa como un director de orquesta, con la que, sólo diez años antes, Reina y yo echábamos carreras en el Paseo de Coches los domingos por la mañana. Sus huesos ya estaban cansados de estirarse, y su espíritu había sucumbido hacía tiempo a las reclamaciones de un paladar perpetuamente atormentado, de tal manera que encontré a quien siempre había proclamado que jamás se consentiría a sí misma el pecado de desembocar en una anciana previsible, torpe y rechoncha, un poco más gorda, y más encorvada, que cuando la había visto por última vez, aquella primavera.

Tenía muy buen aspecto, sin embargo, porque acababa de volver de la playa. Todos los años, a finales de junio, se marchaba a Nerja, donde mi tía Sol tenía una casa, y estaba allí, completamente sola, durante más de un mes, para volver a Madrid dos o tres días después de que su hija, tras desembarcar a un marido, un perro, y un par de adolescentes, echara el freno de mano del coche delante de la verja con la vana pretensión de pasar las vacaciones en su compañía. Siempre decía que le encantaba la ciudad en agosto, cuando estaba tan desierta como un anciano burgo sitiado por la peste negra, pero todos sabíamos que, más allá de aquella extravagante comparación, que era capaz de apoyar en un centenar de fosilizados topónimos centroeuropeos que sólo ella conocía, lo que le pasaba a la abuela era que asumía su nombre como una vocación, y nunca le había gustado vivir con nadie.

A pesar de eso, y de que no nos esperaba, nos recibió con un alborozo genuinamente sincero, tal vez porque desde que se había jubilado, tres años antes, adelantaba casi dos meses la fecha de su traslado a la costa y nos llegaba a echar de menos, o a lo mejor, simplemente, porque se daba cuenta de que el paso del tiempo la podía, y contra su voluntad, se estaba haciendo vieja. Pero la edad aún no había logrado alterar algunos de los rasgos primordiales de su carácter, nunca podría con ellos.

Cuando sus nietos éramos pequeños, no nos hacía mucho caso. Siempre la recordaré andando deprisa, atusándose los mechones de pelo fino, lacios como las hojas de una lechuga pasada, que se le escapaban constantemente del moño, con un cigarrillo a medio consumir colgando del labio inferior, y algo, cualquier cosa entre un tomo de
Los Toros
, de Cossío, que había empezado a leer cuando era una aficionada adolescente, prendada de Juan Belmonte, y aspiraba a terminar antes de morirse, y una colcha de ganchillo a medio tejer, entre las manos, en un lugar que raramente ocupaba el cuerpo de los más pequeños. Pero jamás olvidaba lo que nos gustaba comer a cada uno, y nunca nos regañaba por hacer las cosas que sacaban de quicio a los demás adultos. En casa de la abuela Soledad, los niños podíamos correr, chillar, llorar, pegarnos, romper un vaso o hablar solos, y no pasaba nada, excepto si alguno pretendía adherirse lacrimosamente a sus faldas, porque eso era lo único que no toleraba. Y si cualquiera de sus hijos, biológicos o políticos, o un amigo o invitado de la especie que fuera, se atrevía a meternos miedo con historias de brujas y fantasmas, o a tomarnos el pelo de otra manera, contándonos, por ejemplo, que nuestros padres no eran tales, sino unas buenas personas que nos habían recogido de un carromato de gitanos, se ponía como una auténtica fiera. Una tarde, llegó a echar de su casa a un amigo de su hijo Manuel que, a sabiendas de que había más en la nevera, me quitó un bombón helado de las manos y se lo zampó en dos bocados sólo para verme llorar un rato. Es posible que no me gusten mucho los niños, dijo entonces, el rostro coloreado de indignación y los puños crispados al borde de los brazos tiesos, pero si hay algo de lo que abomino en este mundo, es de los adultos que disfrutan haciéndolos sufrir injustamente. Y mientras yo me preguntaba en vano por el significado del verbo abominar, el amigo de mi tío explicó que se le estaba haciendo tarde, y cogió la puerta antes de que pudiéramos darnos cuenta.

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