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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (37 page)

—Mujer, tú verás, si te atreves…

No empleé más de tres o cuatro segundos en examinar la oferta del carro, pero mi silencio resultó un hueco suficiente para que una nueva interlocutora se colara en la conversación.

—¿Esta? ¡A cosas peores se habrá atrevido ya!

—¡Deja en paz a la niña, Paulina! — la reacción de Tomás fue fulminante—. ¿No ves que lo está pasando mal? No la pongas más nerviosa, coño.

—¡Eso! Tú ponte de su parte, y a tu pobre hermana que la parta un rayo.

—Mi hermana no tiene nada que ver con esto.

—¡No poco!

—¡Ni poco ni mucho, nada en absoluto!

El tono de mi tío, que había subrayado su última intervención, casi un grito, soltando el puño sobre la mesa a la manera del abuelo, asustó a Paulina, que se tapó la cara con las manos.

—Desde luego —susurró después, con los ojos húmedos—, tal para cual…

—Ya conoces el refrán —dijo Tomás con voz suave, alargando un brazo para cogerla por la cintura como gesto de conciliación, y se las arregló para disfrazar de broma lo que, dicho de otra manera, habría sonado como la peor de las provocaciones—. Honra merece el que a los suyos se parece.

Ella se sentó con nosotros a tomarse una copita de anís y, en lo que interpreté como un rito diario, le pasó el periódico a Tomás para que le contara qué ponían aquella noche en la televisión, porque ni siquiera con gafas podía descifrar ya una letra tan pequeña.

—¡Hombre! — exclamó éste enseguida, con alborozo casi infantil—. ¡Mira lo que ponen hoy!
Brigadoon
, justo lo que necesitas, Malena. Una película muy bonita, Paulina, te va a gustar.

—No quiero estropearte la noche, Tomás —advertí—, si tienes algo que hacer…

—He quedado con unos amigos pero, total, siempre vamos al mismo sitio, así que saldré después de que termine la película. He debido de verla por lo menos veinte veces, pero no me la perdería por nada del mundo.

Disfrutó como un crío con la fantástica historia del pueblo escocés, y me contagió su entusiasmo hasta el punto de que cuando nos despedimos, él medio borracho, yo borracha del todo, casi había olvidado ya el motivo de mi presencia en aquella casa. Sin embargo, antes de entrar en el cuarto de Magda, donde Paulina había decidido alojarme, volví sobre mis pasos y me dirigí sin hacer ruido al despacho del abuelo. Mamá no me había dejado acompañarla en sus visitas casi diarias, y Tomás, que se había acercado varias veces a ver cómo estaba, tampoco me lo había consentido, amparándose en argumentos semejantes. No podrás reconocerle, me había dicho, está en los huesos, completamente demacrado y con la cabeza perdida, es mejor que le recuerdes como era antes. Hoy ha pasado un día muy malo, añadió al final, y sin embargo, yo abrí la puerta en silencio y me colé dentro, porque nunca podría irme de allí sin haberle visto.

Al principio me arrepentí de no haber seguido el consejo de mi tío, porque el cuerpo que reposaba en una cama de hospital cuya cabecera, tal vez por azar, o por la expresa voluntad del enfermo, se adosaba a la pared presidida por el retrato de Rodrigo el Carnicero, habría parecido un cadáver si los tubos de plástico verdoso que perforaban los orificios de su rostro no hubieran indicado que pertenecía a un hombre todavía vivo. El dolor que sentí al verle así, disolvió hasta la última gota del alcohol que navegaba en mi sangre, dando paso a un sufrimiento más hondo, y al imaginar la inconcebible tortura que para el arrogante jinete de antaño supondrían los breves momentos de conciencia en los que se reconocería tal y como yo le estaba viendo ahora, me pregunté si dentro de mí habría valor suficiente para arrancar de cuajo todos aquellos tubos, pero la sospecha de que tal vez no le regalaría así una muerte más dulce, sino algunos segundos de la peor agonía, me ayudó a imponer orden en mis pensamientos, devolviéndome a una serenidad aún más amarga.

Me acerqué despacio hasta la cama y sólo entonces vi a la enfermera, que estaba sentada en un sillón, junto a la ventana, leyendo un libro, al que volvió tras intercambiar conmigo un breve saludo. Hubiera preferido que saliera de la habitación, dejándome a solas con él, pero no me atreví a pedírselo, y me limité a colocar una silla de tal manera que me permitiera darle la espalda. Miré al abuelo mientras dormía, y cada una de sus inspiraciones, largas y trabajosas, me dolió en el pecho como una herida propia. Cuando su sueño me pareció más sosegado, acerqué mi mano para tocar la suya, sin sospechar que este leve movimiento podría bastar para despertarle, y aunque abrió los ojos un instante, los cerró tan deprisa que supuse que seguía estando dormido. Su voz, consumida por la enfermedad, sonó aguda y liviana como la de un niño.

—¿Magda?

Entonces escondí la cara en la cama, aferré la colcha con las dos manos hasta clavarme las uñas en las palmas a través de la tela, y rompí a llorar, y lloré como si nunca jamás lo hubiera hecho, como si estuviera aprendiendo a llorar en aquel mismo momento.

—Magda…

—Sí, papá.

—¿Has venido?

—Sí, papá. Estoy aquí.

Cuando levanté la cabeza de nuevo, me sentí mucho más viva, y más fuerte, como si hubiera invertido cada una de mis lágrimas, todas mis lágrimas, en absorber la energía de un cuerpo que ya no la necesitaba. El abuelo parecía tranquilo, tanto como si estuviera muerto, y si se dio cuenta de que me levantaba, y de que me alejaba de él para ganar la puerta con todo el sigilo del que eran capaces mis pasos, no lo demostró con el menor gesto. Por eso me asusté tanto cuando sentí la presión de unos dedos sobre mi hombro, y mientras me volvía, el corazón rebotó contra las cuatro esquinas de mi pecho como la pesada bola de acero golpea las paredes de un flipper, preparando a mis ojos para afrontar la espectral presencia de su fantasma.

—¿Por qué le has mentido?

Mi abuelo, vivo aún, seguía durmiendo en su cama, y quien hablaba era la enfermera, de cuya existencia me había olvidado por completo.

—¿Por qué le has mentido? — insistió, ante la ausencia de una respuesta—. Te has hecho pasar por su hija, y eres su nieta, ¿no? Tomás me ha dicho antes que andabas por aquí, y que seguramente vendrías a verle.

La miré un poco más despacio y vi una cara vulgar sobre un cuerpo vulgar, una mujer corriente, de las que hay decenas, miles, millones, una infancia feliz, una casa modesta pero alegre y llena de niños, una madre tierna y amantísima, un padre trabajador y responsable, toda una postal suiza asomando debajo del rimmel, las arrugas justas, y la lengua limpia. No contesté.

—No hay que mentir a los enfermos… —añadió al final, resignada a mi silencio.

Váyase a la mierda, pensé, váyase a la mierda, tendría que haberle dicho, pero no lo hice. Nunca consigo decir esas cosas. No he tenido la oportunidad de merecerme una vida de señorita, así que la educación que me dieron no me ha servido para nada, al fin y al cabo.

Resultó que Tomás tenía razón, y más de la que yo habría querido otorgarle, porque el restablecimiento de la normalidad culminó con la milagrosa recuperación de Reina, cuya enfermedad, invisible en los resultados de una docena larga de pruebas, fue archivada, bajo la etiqueta de dolencia psicosomática, en alguna carpeta de la que nunca volvería a salir, mientras mi hermana se libraba para siempre de aquella misteriosa tortura mensual. Mamá no llegó a estallar y, fiel a sí misma, prefirió vagar por la casa como un alma en pena, con un permanente rictus de dolor entre los labios, que apenas entreabría para dirigirse a mí, evocando un inmenso cansancio en las ocasiones imprescindibles, sin aludir directamente a mi traición y subrayándola sin embargo con el viejo lenguaje de los suspiros y los gestos, un código cuya aplicación me parecía, de pequeña, más brutal que cualquier castigo y que ahora, en cambio, me traía absolutamente sin cuidado. Mi padre sí se enfadó conmigo, y su reacción me pareció tanto más violenta por lo insospechado de su origen.

—Lo que me jode, hija mía —exclamó a gritos, apenas pisó el vestíbulo de Martínez Campos—, lo que más me jode, es que seas tan tonta, coño, que parece mentira que no se te caiga la baba de puro imbécil.

Paulina se largó a la cocina corriendo, como hacía siempre que asistía al prólogo de una bronca familiar de cualquier clase, y yo, que ya estaba casi tranquila, me quedé de pie, en la puerta del salón, intentando procesar las palabras que acababa de escuchar mientras mi calma se esfumaba.

—¿Qué? Ahora no dices nada, ¿no? Pues bien que me diste la lata el otro día con que Reina se estaba muriendo.

—Pero, papá —contesté por fin—, yo creía…

—¿Qué vas a creer tú? Que los burros vuelan, te creerías tú si te lo contara la otra, joder, Malena, que no sabes qué noche me ha dado tu madre, que entre todas no me dejáis vivir tranquilo, cojones… Estoy harto de mujeres, entérate de una vez. ¡Harto! — entonces se volvió hacia Tomás, que había contemplado la escena en silencio, con una copa en la mano, hasta que se decidió a celebrar la última afirmación de mi padre con una sonora carcajada—. Y tú no te rías, que cada vez que miro por la ventana del cuarto de baño, y veo dos calzoncillos desperdigados entre quinientas bragas tendidas una al lado de otra, me echo a temblar, te lo digo en serio.

La risa de su cuñado se hizo más sólida, y él por fin sonrió. Intenté aprovechar aquella tregua.

—Reina estaba mala.

—¡Reina es una ñoña, y una histérica, y tú eres gilipollas, y aquí no se hable más! — chillaba de nuevo, pero su voz se había ablandado. Luego se acercó a mí y me echó un brazo sobre el hombro para dirigirme—. Anda, vámonos.

—¿Ya? ¿Por qué no os quedáis a comer?

En la voz de Tomás había una cierta urgencia mal disimulada, y acepté con la cabeza aquella oferta, imaginando que nuestra compañía sería una pequeña fiesta para él, pero papá no quiso secundarme.

—No, mira, prefiero irme. Si tengo que volver a ver a tu hermana con la cara que tenía anoche, cuanto antes mejor…

No me dijo nada más, absolutamente nada, y entonces, por primera vez, mientras agradecía infinitamente su despreocupación, me pregunté si detrás de su actitud no habría algo más que la inmensa indiferencia que yo misma le había reprochado íntimamente otras veces, tal vez no respeto, pero sí un cierto pudor, y la mala conciencia de los buenos disolutos, que jamás incurren en la inmoralidad de condenar los pecados ajenos. En sus antípodas, Reina me deparó un recibimiento muy caluroso. Apenas entré por la puerta, se me colgó del cuello y se encerró conmigo en nuestra habitación. Durante más de una hora sostuvimos una conversación desigual, en la que ella habló en solitario casi todo el tiempo mientras yo me limitaba a asentir o a negar, sin hueco para mover siquiera los labios. Me regañó por no haberle puesto al corriente de mi situación cuando todavía estábamos a tiempo, y desplegó toda su elocuencia para convencerme de que carecía de cualquier responsabilidad en aquel asunto. Yo no dudaba exactamente de su inocencia, pero cuando miraba hacia atrás, podía ver las puntas, rotas, de los delgados cabos que se habían ido desprendiendo de la gruesa soga que antes nos unía, y casi pude escuchar, destacándose sobre el sonido de sus palabras, el chasquido de otra cuerda que abandonaba el mazo, incapaz de soportar la tensión que convertiría antes o después aquella sólida amarra en un frágil y delicado cordón. De todas formas no le hice demasiado caso, porque desde que me había levantado aquella mañana, una sola idea zumbaba en mi cerebro, ocupando el espacio que antes había destinado a las previsibles consecuencias de esa gran catástrofe que ahora ya no tenía importancia, e invadiendo después todas las áreas restantes, en una dirección que excluía radicalmente a mi hermana con todo lo que significaba.

Siempre había encontrado despreciable aquel refrán. Me parecía la expresión del egoísmo más brutal, y jamás me hubiera creído capaz de afirmar con mi propia actitud la verdad, mil veces repetida, que encerraba una sentencia tan cruel. Yo amaba a mi abuelo, y sabía que estaba muy enfermo, pero hasta que no le tuve delante, no sentí la salvaje bofetada de la realidad, y no quise saber que iba a morir, que moriría seguro, y muy pronto, hasta que mis ojos se hundieron en su ruina. Entonces, su muerte se transformó en un acontecimiento calculable, cierto, medible, una fecha fría, como la del viejo dictador que nos había regalado dos semanas de vacaciones un par de años antes, y yo no podía cortar los caminos por los que se perdía mi imaginación, no podía imponerme mi propia tristeza. Yo amaba a mi abuelo, y más allá del anciano elegante y misterioso de quien ya había heredado una piedra preciosa y una verdad atroz, amaba al hombre que fue una vez y a quien no había conocido, hombre para siempre entre los hombres. Yo le amaba, amaba sus silencios y sus gestos, y amaba sus amores, su extraña devoción por el bebé monstruoso, su fidelidad a la monja renegada, su pasión por una mujer vulgar, y él lo sabía, y lo sabían todos, por eso a mi madre no le extrañó mi interés por la suerte del enfermo, y cuando consintió en volver a hablarme, contestaba a todas mis preguntas con detalle, calculando ella también, conmigo y para mí, la distancia que nos separaba de una muerte que no parecía lamentar.

Yo, en cambio, la odiaba y la temía, porque no quería ver morir a mi abuelo, no quería que mi abuelo muriera. Cuando algunos de sus hijos, los que creían no deberle nada, renunciaron a visitarle ya para ahorrarse el penoso espectáculo de su decadencia, yo seguía yendo a verle dos tardes a la semana, a veces tres, y le miraba, y estaba con él, para mentirle todas las veces que él quisiera oírme, aunque nunca volvió a despertarse. Pero una noche de febrero sonó el teléfono a las diez y media, y vi la ansiedad pintada en el rostro de mi madre, y escuché el sonido entrecortado de una conversación ahogada, y esperé a que mis padres se marcharan. Entonces me encerré en su cuarto y marqué el número más largo de todos los que tenía apuntados en la agenda. Mientras esperaba a que alguien descolgara en la otra punta del continente, repetí para mí aquellas palabras, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y le pedí perdón al abuelo por celebrar su muerte desde el lugar más profundo de mi corazón. Luego, Fernando dijo
allô
.

—El abuelo se está muriendo —le dije—. El médico opina que no le quedan ni cuarenta y ocho horas.

—Lo sé. Acaban de llamar aquí. Mi padre tiene la maleta hecha.

—¿Vas a venir?

—Lo estoy intentando, india. Te juro que lo estoy intentando.

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