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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (38 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Fernando estuvo en Madrid solamente tres días, un plazo suficiente para devolver a cada hora la gravidez que el tiempo parecía haber perdido desde su partida, porque los minutos volvieron a pasar deprisa, pero pasaban enteros, sin la enfermiza inconstancia que los había congelado durante aquel invierno, concediéndoles apenas el impulso justo para resbalar despacio, emulando el angustioso ritmo del gota a gota de un enfermo. Su visita compensó de sobra la ausencia de Magda, a quien esperé hasta la misma mañana del entierro, aunque en el fondo, y al mismo tiempo, deseaba no verla jamás en cualquiera de las tristes ceremonias conmemorativas de una derrota que ambas, de alguna manera, compartíamos. Y sin embargo, nada ajeno a mí misma podría haberme inducido a pensar que toda la gente que en aquellos días me rodeaba se había congregado para llorar una muerte, porque nunca nadie contempló tanta concordia, tanta amabilidad, y tantos detalles de buen gusto como entonces, hasta el preciso instante en que se abrió el testamento del abuelo, cuando los ganadores se dieron cuenta de que no lo eran tanto, y los perdedores se supieron ganadores, aunque en realidad, todos ganaron, y todos creyeron perder. Allí empezaron los problemas, y la insólita armonía que tanto nos había beneficiado a Fernando y a mí durante aquellos tres días, cuando nos despistábamos por los pasillos de Martínez Campos sin que nadie se atreviera a crear el más mínimo conflicto acusando nuestra ausencia, los adultos, con la calculadora en la mano, demasiado ocupados por otra parte en insistir todos a la vez en hacer café, se deshizo como por ensalmo.

Quienes calculaban que la muerte de su padre les había liberado para siempre de la obligación de encontrarse, y de poner cara de perro cada vez que se encontraban, tuvieron que mirarse a los ojos como no lo habían hecho nunca, mientras Tomás se desgañitaba sin lograr el más mínimo avance en un arbitraje imposible. La raíz del conflicto era tan simple como que no había dinero para que todos se quedaran contentos. Los Alcántara de Madrid habían contado siempre con conservar las dos casas, compensando a los hijos de Teófila, a quienes no atribuían ni en sueños el mismo porcentaje de la herencia del que pensaban disfrutar ellos mismos, con una cantidad en metálico cuya cifra final resultó rebasar en varias magnitudes el estado de todas las cuentas bancarias del abuelo. Los Alcántara de Almansilla —con la excepción de Porfirio, que se alineó con Miguel, como siempre, en un bando estrictamente neutral —querían la Finca del Indio. Yo lo sabía desde el principio, porque Fernando me lo dijo mientras me apretaba contra él sobre el estrecho diván del despacho de la abuela, acariciándome la espalda muy despacio, como si necesitara mirarme también con las manos después de tanto tiempo. El abuelo todavía reposaba en su cama, y su padre y mi madre debían de estar allí, con los demás, estudiándose discretamente entre sí mientras se esforzaban por dejar caer alguna decorativa lágrima. Yo, que conocía aquella casa como la palma de mi mano, había arrastrado a mi primo al rincón que me parecía más seguro, una habitación que su propietaria nunca había usado para otro fin que colocar jarrones sobre pañitos de ganchillo en todos los rincones disponibles, y cuya situación, justo en frente del descansillo del primer piso, nos permitiría escuchar cualquier llamada de quienes seguramente nos buscarían antes en los dormitorios de la segunda planta, pero nadie nos molestó, así que cuando ya nos habíamos vestido a toda prisa, tan deprisa como lo habíamos hecho todo hasta entonces, nos desnudamos otra vez, despacio, para resucitar el ritmo lento y pesado del secadero, y hasta creí recuperar por un instante el olor del tabaco mientras la sangre se agolpaba en mis venas, tensando gozosamente sus paredes.

—¿Sabes una cosa? — dijo Fernando después—. Tiene gracia. Me he pasado la vida esperando este momento, y ahora no me apetece que mi padre herede esa casa, porque entonces tú no vendrás a Almansilla, y no te veré tanto como el año pasado. Te he echado mucho de menos, india, me acordaba de ti todos los días.

Sus palabras, presagio de la guerra que se avecinaba, tendrían que haberme alarmado, pero no lo consiguieron, y no sólo por la tímida declaración de amor que mi primo se había atrevido a deslizar como conclusión, sino sobre todo porque yo, para bien o para mal, era una Alcántara de Madrid, y la figura de Teófila presidiendo la mesa de roble del comedor, desde la silla de mi abuela, rebasaba considerablemente las capacidades de mi imaginación para instalarse en el territorio de los delirios más dudosos. Llegué incluso a compadecerme levemente por la ambición que estiraba aún más aquellas espantosas jotas que amaba tanto, un sentimiento tan desagradable que, sin embargo, a medida que transcurría la primavera, mientras el rostro de mi madre viajaba entre la lividez del escándalo y el rojo de la cólera sin acabar de decidirse por un color definitivo, terminé alegrándome de que Fernando tuviera razón, porque cualquier negociación razonable pasaba necesariamente por aquel reparto, la casa de Martínez Campos para unos, la Finca del Indio para los otros, hasta que alguien, creo que fue mi tío Pedro, sacó a colación el tema de los gananciales, y se entabló un pleito que hizo las veces de una tregua.

Los abogados de Madrid advirtieron que el caso estaba perdido, y los abogados de Cáceres garantizaron que el caso estaba ganado, porque mi abuela, para poder legar a sus hijos todos sus bienes en vida, había firmado años atrás una especie de contrato privado con su marido. El clavo al que se agarraban ahora quienes impugnaron el testamento consistía en que aquel papel no constituía formalmente una separación de bienes, por lo que cada uno de ellos tendría derecho a dos partes de la herencia —una por su padre, y otra por el régimen matrimonial de su madre—, mientras que a los hijos de Teófila no les correspondería más que una sola parte por cabeza, pero aquella treta era tan sucia, que algunos de los Alcántara de Madrid, como Tomás, que actuó a su vez en representación de Magda, y Miguel, se comprometieron a declarar en favor de los demandados, y otros, como la tía Mariví y mi propia madre, que a pesar de la rabia inmensa que le producía la pérdida de la Finca del Indio, guardaba en su interior ecuanimidad suficiente como para no castigar a los hijos por los pecados de sus padres, se abstuvieron en el último momento de figurar como demandantes. Al final, cuando hicimos las maletas, todos sabíamos que aquel verano sería el último, pero ninguno pareció lamentarlo demasiado.

Yo me encontré, para mi propio asombro, razonando como una adulta, es decir, tomando exclusivamente en cuenta mis intereses personales, y como si mi destino se hubiera desgajado ya, y para siempre, de la suerte que pudiera correr el resto de mi familia, juzgué que el balance era positivo, porque la tristeza que podría llegar a inspirarme la pérdida de aquella casa nunca sería equiparable al espacio que conquistaba mis pulmones cuando calculaba las consecuencias de aquel cambio, que me traería a Fernando de vuelta cada verano. En agosto cumpliría los diecisiete, una edad sin retorno, al borde mismo del talismán de los dieciocho, y en octubre iría a la universidad. No se lo había dicho a nadie pero tenía previsto intentar hacer la especialidad en Alemania. Había trabajado mucho para pasar la selectividad con una nota muy alta, 8,8, e incluso si mis padres se negaban a costearme el viaje, podría optar a una beca. Los tres primeros años de la carrera eran prácticamente comunes, y si no quedaba más remedio, estaba hasta dispuesta a pasarme a germánicas en cuarto.

La hipótesis de que mi futuro eludiera a Fernando me parecía tan grotesca como un mal chiste, y durante el primer mes de aquel verano, ese imprecisable conjunto de pequeñas circunstancias, detalles y matices, mucho más significativos que los grandes hechos, al que se suele aludir cuando se dice «todo», pareció darme la razón. Luego, Mariana llamó una tarde para advertirme que las fotocopias del libro escolar que había incluido en mi sobre de inscripción no estaban completas, y que no la dejarían hacer mi matrícula hasta que presentara las que faltaban y el original de la papeleta de selectividad, del que sólo había adjuntado una fotocopia. El plazo se estaba agotando y no me quedaba otro remedio que irme a Madrid. No le di ninguna importancia a aquel viaje, que en principio habría tenido que durar solamente un día y una noche, y al final se prolongó una noche más, porque me cerraron la ventanilla de la facultad en las narices después de estar toda la mañana haciendo cola, y sin embargo, cuando el autobús de por las tardes me depositó en la misma parada donde lo había cogido exactamente cuarenta y ocho horas antes, todo había cambiado. Trece días después, se hundió el mundo.

No había sido capaz de adivinar qué le estaba pasando a Fernando, pero nunca llegué a imaginar un desenlace semejante. Barajé en solitario todas las hipótesis razonables y una docena larga de suposiciones descabelladas, pero antes o después, durante aquellas extrañas semanas preñadas de desazones y silencios que no supe interpretar, él mismo fue induciéndome a descartar todas las causas capaces de explicar su misteriosa metamorfosis. No volví a verle sonreír, y apenas llegué a escucharle pronunciar dos frases seguidas de más de diez palabras. Pasábamos las tardes sentados a una mesa de la terraza de la plaza, el multitudinario punto de reunión que con tanto cuidado habíamos evitado hasta entonces, bebiendo a palo seco, sin charlar, sin reírnos, sin rozarnos, hasta que cualquier conocido pasaba a nuestro lado y él le invitaba a acompañarnos, para enfrascarse inmediatamente en conversaciones interminables, sobre temas tan absurdos, y tan alejados de sus intereses como la media veda que se abriría el 15 de agosto, o la plaga de araña roja que estaba diezmando los huertos de toda la vega. El secadero de Rosario, donde terminábamos de madrugada, se convirtió en el único escenario de los buenos tiempos que logró sobrevivir a aquella muerte lenta, pero nuestra húmeda cama de hojas de tabaco se tornó dura y fría como una losa de granito, y los ojos de Fernando no reflejaron más aquel escalofrío asombrado, el breve espacio donde convivían la trampa del miedo y la astucia del deseo, como si, prematuramente envejecidos, se resignaran a la esperanza fugaz y apresurada de los ancianos amantes que se despiden del futuro cada noche.

Quise saber si se había cansado de mí, si se había enamorado de otra, si no se encontraba bien, si había tenido una bronca en su casa, si se había pegado con alguien y no me lo había dicho, si le estaban presionando para que vendiera la moto, si a algún amigo suyo le había ocurrido algo terrible, si estaba procesado por cualquier delito, si había suspendido muchas y no se atrevía a decírselo a su padre, si estaba pensando en dejar la carrera, si yo le había ofendido sin querer, si estaba enfadado por algo que le habían contado de mí, si su actitud tenía algo que ver con el dichoso pleito de la herencia, pero obtuve siempre la misma respuesta, no, no, no me pasa nada. No me atreví a preguntarle si se había dado cuenta de repente de que era homosexual, o si estaba militando en una banda terrorista, pero llegué a imaginar incluso cosas peores mientras me tragaba las lágrimas a duras penas y le rogaba que me hablara, que me tocara, que me mirara, que volviera a ser como había sido antes, como había sido siempre, risueño y melancólico a la vez, brusco y divertido, profundo. El fruncía las cejas como si yo hablara un idioma que no podía entender, y me pedía que no dijera tonterías, afirmando que no había cambiado, que no le pasaba nada, una mala racha, simplemente, como la que puede tener cualquiera. Jamás logré ir más allá, pero tampoco esperé nunca un desenlace semejante, no lo esperaba siquiera cuando se despidió de mí aquella noche, mientras captaba en su voz un temblor insólito que nunca habría querido apreciar.

—Adiós, Malena.

Apresuré un poco mis pasos, para alcanzar lo antes posible la verja, y allí me volví y le respondí como todas las noches.

—Hasta mañana.

Giré de nuevo, para descorrer el pasador de la puerta de hierro, y mientras movía los dedos a la mayor velocidad que podía imprimirles, contaba los segundos en silencio, porque ya presentía que aquella última conversación no había terminado, y cada instante de silencio se hinchaba en mis oídos como una garantía.

—No creo que nos veamos mañana.

Yo también reaccioné con lentitud, y antes de despegar los labios, me acerqué a él muy despacio, regalándome por dentro falsas predicciones, como si necesitara anclarme a la ilusión de que él iría de caza el día siguiente, antes de enfrentarme con la verdad.

—¿Por qué?

—No creo que volvamos a vernos.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Eso no quiere decir nada.

Se encogió de hombros, y sólo entonces me di cuenta de que no me había mirado a los ojos una sola vez desde que había parado la moto en la puerta de casa.

—Mírame, Fernando —pero tampoco entonces quiso hacerlo—. Mírame, por favor, Fernando… ¡Mírame!

Por fin levantó la cabeza con un movimiento brusco, como si estuviera enfadado conmigo, y cuando chilló, llegué a festejar casi la violencia de aquel grito.

—¿Qué?

—¿Por qué no vamos a vernos más?

La siguiente pausa fue más larga. Se sacó un paquete de tabaco del bolsillo, eligió un cigarro y lo encendió. Había fumado más de la mitad cuando enterró de nuevo la vista para pronunciar una sentencia indescifrable.

—No me hables en alemán, Fernando. Sabes que no te entiendo.

—Verás, india —la voz le temblaba como si estuviera enfermo, aterrado, agonizando de hambre, o de miedo—. Todas las mujeres no son iguales. Hay tías para follar, y tías para enamorarse, y yo… Bueno, me he dado cuenta de que a mí ya no me interesa lo que tú me puedes dar, así que…

Si no hubiera sentido que me estaba ahogando, habría estallado en un llanto agotador y misericordioso, pero a los moribundos no les queda ni siquiera ese consuelo.

—Eso no suena muy alemán, ¿verdad? —acerté a decir al final, cuando él arrancó la moto, y levantó la palanca del suelo con el pie derecho, como había hecho miles de veces a la misma hora, en el mismo sitio.

—Seguramente no, pero es la verdad. Lo siento. Adiós, Malena.

Yo no le dije adiós. Me quedé absolutamente quieta, como si me hubieran clavado los dos pies en el suelo, y le miré mientras se alejaba, y ni siquiera entonces me atreví a admitir que se marchaba, que se estaba marchando.

Luego entré en casa, me cansé infinitamente subiendo las escaleras, pasé de largo por la puerta del baño, me metí en la cama sin lavarme los dientes, y me dormí enseguida, dormí de un tirón, toda la noche.

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