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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (41 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Pero votabais a los rojos.

—Ni hablar. Tu abuelo, cuando se decidía, votaba por los anarquistas, sólo por joder, decía… Yo apenas pude votar unas pocas veces, cuando concedieron el derecho de sufragio a las mujeres, pero en el 36, es cierto, voté por el Frente Popular, y tu abuelo hasta se enfadó un poco conmigo.

—¿Qué hizo él?

—Abstenerse. No se fiaba un pelo de los comunistas. Jaime era un hombre muy especial, tan lúcido que muchas veces parecía incoherente, contradictorio. Cuando se lo reprochaban, solía preguntar dónde estaba la coherencia de la naturaleza, quién había visto, y cuándo, orden en la gente y en el mundo… y nadie era capaz de responderle. Entonces me reservo el defecto de Dios, concluía al final, y les dejaba a todos con dos palmos de narices —y mi abuela soltó una risita, como si estuviera a punto de colgarse del brazo de su marido y girar sobre sus talones, dando un taconazo que subrayara sonoramente su triunfo—. Aunque por lo general esas virtudes se excluyen, él era un hombre muy brillante, muy rápido y muy inteligente al mismo tiempo, por eso llegó a ser un abogado tan célebre. Fue el catedrático de derecho más joven de Europa, ¿sabes?, el mismo año en que a Franco le hicieron general, también el más joven de Europa. Pero entonces, algunos periódicos destacaron más el ascenso de tu abuelo que el del otro, ya ves, quién se podría imaginar entonces lo que se nos venía encima.

—¿Cómo os conocisteis?

—¡Oh! Pues… —entonces, un brillo imposible, casi febril, pero auténtico, encendió sus ojos, y la alegoría ateneísta de la Segunda República Española, con sólo veinte años de edad y el pelo lleno de rizos, apoyó la cara entre las manos para hacerme entre sonrisas una confidencia extraordinaria—, en una noche de juerga, en el Gijón… Yo bailaba el charlestón medio desnuda encima de una mesa, y él se acercó para mirarme.

—¿Queeé?

Sus carcajadas hicieron coro a las mías, pero sus pupilas, risueñas, se mantuvieron dentro de sus órbitas mientras yo sentía que mi rostro se desencajaba de asombro.

—No me lo creo —musité, mientras mi risa, que nacía también del júbilo de tener de repente a mi abuela tan cerca, se resistía a desvanecerse.

—Ya me lo figuro —asentía lentamente con la cabeza—, porque has vivido demasiado tiempo en un país secuestrado, y hace demasiados años que se rompieron de golpe todos los hilos. A veces pienso que, al cabo, el mayor delito del franquismo ha sido ése, secuestrar la memoria de un país entero, desgajarlo del tiempo, impedir que tú, que eres mi nieta, la hija de mi hijo, puedas creer como cierta mi propia historia, pero fue así, en serio…

Por un instante, sus mejillas se apagaron, y sus ojos dejaron de arder para tornarse graves y reflexivos, como yo los había conocido siempre, pero el combate fue breve, y casi pude leer bajo sus párpados la determinación de regresar a aquella lejana noche imposible, y adiviné que no lo hacía por mí, sino por ella misma.

—Entonces, y créeme aunque te parezca increíble, porque es la verdad, Madrid era un sitio bastante parecido a París o a Londres, más pequeño y más pueblerino, ése era su encanto, pero muy divertido de todas formas, los felices veinte, ya sabes. Yo no solía ir mucho al Gijón, porque aunque estaba muy de moda, era un sitio como el salón del Ritz, muy… muy de gente mayor, ¿sabes?, y prefería ir con mis amigos a salas de baile al aire libre, en La Guindalera, o por Ciudad Lineal, donde sabía que nunca me encontraría con mi padre, pero aquella noche, no sé por qué, acabamos allí y bastante bebidos, por cierto, al menos yo, que nunca he conseguido acordarme de dónde veníamos. En aquella época… Déjame calcular, yo tenía diecinueve años, así que tenía que ser el año 28, sí, bueno, pues en aquella época había una artista francesa de color que era muy famosa, se llamaba Josephine Baker, te tiene que sonar…

Dudé un instante, porque mi abuela pronunció aquel apellido como se leía en castellano, Báquer, y tuve que escribirlo mentalmente antes de conseguir identificar a su propietaria.

—Claro que me suena.

—Sí, por supuesto… Bien, pues esta chica bailaba el charlestón desnuda, sólo con una falda de plátanos, y vino a Madrid alguna vez y tuvo muchísimo éxito. Todo el mundo hablaba de ella, sobre todo los hombres, todo el rato, y por eso, aquella noche… El caso es que yo no me acuerdo bien, y tu abuelo nunca quiso contármelo, me hacía rabiar mucho con esa historia, ¿sabes? Cada vez que yo le preguntaba, pero, vamos a ver, ¿qué pasó exactamente?, él se tapaba la cara con las manos y me contestaba, es mejor que no lo sepas, en serio, Sol, no lo soportarías… —entonces se interrumpió para reír de nuevo, y su expresión era tan dulce, y tan divertida, y tan profunda al mismo tiempo, que tuve ganas de acercarme y abrazarla—. ¿Por dónde iba? Ya me he perdido.

—El abuelo no te quería contar…

—Eso, nunca me quiso contar lo que pasó. Pero me acuerdo de que, hiciera lo que hiciera, lo que yo quería era impresionar a Chema Morales, un imbécil que era el amor de mi vida y no me hacía ni caso, ¿sabes? Tonteaba con todas mis amigas, y a mí ni me miraba, y me llamaba cuatro ojos, aunque todavía no necesitaba gafas, porque era la única chica del grupo que iba a la universidad y llevaba muy bien la carrera. Entonces no era corriente que las mujeres hicieran una carrera, pero mis padres siempre habían dado por sentado que yo tenía que estudiar, y para mí resultaba de lo más natural. Y como la verdad es que nunca he sido guapa de cara…

—Sí que lo eres.

—No, ni hablar. Yo soy tu abuela, Malena, pero guapa no soy, no digas tonterías.

—Papá siempre ha dicho que eras una mujer muy interesante, y yo creo que tiene razón, he visto fotos.

No intentaba adularla, decía la verdad. En las pocas fotografías que circulaban por los cajones de mi casa, había visto alguna vez a una mujer esbelta, de estatura mediana, cuya cabeza desnuda destacaba entre los sombreros de las mujeres que la acompañaban, alcanzando a duras penas los hombros del señor que estaba siempre a su lado, porque mi padre no había querido conservar ninguna imagen de su madre sola, después de la guerra. En aquellas fotos, ella nunca llevaba sombrero, pero sí tacones y, al margen de cómo fuera vestida, algo en sus gestos la convertía en la más elegante de todas las señoras. El pelo recogido, tirante, descubría una cara larga y afilada, donde destacaba sobre todo la nariz, recta y demasiado grande, desde luego, como la boca, muy ancha y sin embargo bonita, pero también eran enormes los ojos, del mismo tono verde oscuro que heredarían los de mi padre, tan grandes, y tan dulces, que casi llegaban a destruir la ilusión griega de aquel rostro de doncella arcaica, cuya belleza, abrupta pero innegable, ella seguía negándose a recordar.

—Eso ya es distinto, pero, a ver… ¿cuándo se dice que una mujer es interesante? Pues cuando no es guapa, y no me pongas esa cara porque tengo razón. Quizás ahora sería distinto, pero entonces… Cuando yo era joven se llevaban los labios muy pequeños, boca de piñón, decían, y la nariz pequeña, todo pequeño, eso era lo que se apreciaba en una mujer, y ahí yo tenía poco que hacer, la verdad, pero, eso sí, de barbilla para abajo, era otra cosa, una cosa muy distinta. Yo tenía un cuerpo estupendo, y lo sabía, sabía que estaba mucho más guapa desnuda que vestida, por eso debió de darme por ahí, aquella noche…

Una perplejidad purísima, fruto de un enigma mil veces planteado y nunca resuelto, se apoderó de su rostro para forzar una larga pausa. Luego, resignándose a ser por siempre incapaz de explicar lo que ocurrió, agitó las manos bruscamente, como si pretendiera desarmar al aire, y siguió hablando.

—Tuvo que ser para impresionar a Chema Morales, eso seguro, aunque ya no me acuerdo bien. Jamás había hecho nada por el estilo, y eso que entonces no era precisamente una chica modosa, yo, qué va, era muy moderna y bebía como un cosaco, pero atreverme a tanto, no sé, debía de estar tan borracha que ya no conocía, es que todavía no lo entiendo, seguramente fue el destino. El caso es que anuncié que me iba a subir en una mesa y que iba a bailar como la Baker, y ya te puedes figurar la que se organizó. El café estaba medio vacío, era muy tarde, y cuando empezamos a pedir plátanos, los camareros casi se nos echan a llorar, porque los pobres no veían ya la hora de irse a la cama. Entonces tu abuelo se hizo cargo de la situación. Yo sólo me enteré al final, porque estaba muy borracha y no tenía ojos más que para Chema Morales, pero Marisa Santiponce, que era muy amiga mía y nunca probaba una gota de alcohol, porque trabajaba de modelo en la Escuela de Bellas Artes y siempre le tocaba posar en la primera clase, lo vio todo y me lo contó al día siguiente, que un tipo de unos treinta años pero vestido de señor mayor, se levantó de una mesa en la que estaba con dos amigos, y después de convencer al camarero de la barra para que cerrara el local, fue acercándose a las mesas que todavía estaban ocupadas, excepto la suya y la nuestra, y consiguió que todos los clientes, hasta los que no podían andar, se levantaran y se fueran.

—¿Les conocía?

—Supongo que sí, a muchos por lo menos, porque él iba al Gijón todos los días, y siguió yendo, hasta el final.

—¿Sí? ¿Y conocía a los del 27?

—De vista seguro, pero no creo que hablara nunca con ellos, porque tu abuelo iba al Gijón para jugar al ajedrez y siempre se sentaba con otros ajedrecistas, todos amigos suyos, habían formado una especie de club, y organizaban torneos, partidas múltiples, exhibiciones y cosas así.

—Bueno, y ¿qué pasó?

—¿Cuándo?

—La noche del charlestón.

—¡Ah, claro! Que no he acabado… Pues nada. Resultó que tu abuelo sabía quién era yo, porque me había visto con mi padre en los Juzgados. Desde que murió mamá, que iba a buscarle casi todos los días, yo me acercaba cuando podía, para recogerle y volver juntos a casa, y por lo visto, me había presentado a Jaime una vez, en un pasillo. Yo no me acordaba de él, pero él sí se acordaba de mí, y por eso echó a todo el mundo, hasta a sus amigos, pero no se fue.

—Y te convenció para que no bailaras, ¿verdad?

—¡Qué va! Ni siquiera se acercó a saludarme. Tu abuelo era un jugador de ajedrez, ya te lo he dicho. Nunca daba un paso en falso, nunca se precipitaba, nunca jugaba sin haber analizado antes todos los movimientos posibles. Sólo se equivocó una vez, y ese error le costó la vida —hizo una pausa para mirarme. Luego sacudió la cabeza y encontró fuerzas para seguir sonriéndome—. No, no vino a hablar conmigo. Se quedó ahí, amagado, sentado en su mesa, a verlas venir… Entonces los camareros dijeron que de plátanos nada, que no quedaban plátanos, y según me han contado, yo dije que no me lo creía y me empeñé en ir a la cocina a buscarlos, pero no me dejaron pasar, y al final, cuando todo el mundo creía ya que iba de farol, me quité el vestido, y la combinación, y la camiseta, y me puse a bailar sobre el mantel sólo con los zapatos, las medias, las ligas y las bragas.

—¿Y el corsé?

—¿Qué corsé?

—Las mujeres de tu época llevaban corsé, ¿no?

—Muchas sí, pero yo no. No lo llevé nunca, porque mi madre opinaba que era un artefacto antihigiénico, peligroso para la salud e insultante para la dignidad de las mujeres.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Mi madre era sufragista.

—Pero si en España no había de eso.

—¡Claro que había! Tres. Y tu bisabuela, la que más chillaba.

—Pues qué suerte tuviste, ¿no?

—Sí que la tuve, pero no porque mamá fuera sufragista, sino porque era una mujer inteligente, buena y respetuosa con todo el mundo. Eramos muy felices, ¿sabes?, cuando yo era pequeña. Mis padres se llevaban muy bien, estaban de acuerdo en casi todo, y hacíamos muchas cosas juntos, ellos, mi hermana y yo, y mamá era tan divertida… La imbécil de Elenita decía que le hubiera gustado más tener una madre corriente, que tocara el piano en vez de discutir a grito pelado con las visitas, y que no hiciera gimnasia sueca todas las mañanas, ni repartiera octavillas por la escalera, ni se bañara con los niños en las pozas de los ríos, pero a mí me gustaba mucho mi madre, y a papá también le gustaba, aunque más de una vez estuvo a punto de darle un disgusto.

—¿Por qué?

—Porque él era juez, y ella, la mujer menos indicada para ser la esposa de un juez, es decir, de un representante, le gustara a él o no, del poder establecido. Pero mi padre jamás renegó de mi madre, y sus colegas se fueron acostumbrando poco a poco a sus extravagancias, yo creo que, al final, hasta llegaban a leerse los folletos que ella repartía en todas las reuniones sociales, siempre a favor del voto femenino, naturalmente… Murió cuando yo tenía quince años, y fíjate, con todo lo que he pasado después, todavía recuerdo su muerte como un golpe terrible, uno de los peores momentos de mi vida. A su entierro vino tanta gente, que los últimos coches llegaron cuando ya estábamos recibiendo el pésame. Sólo faltaba mi padre, que se negó a venir, y estuvo encerrado en su cuarto casi una semana. Aquel mismo día, Elenita volvió a ponerse un corsé que tenía escondido y que llevaba siempre que mamá no la veía, porque decía que, sin él, se sentía indecente, pero yo no me lo puse nunca.

—Así que bailaste con las tetas al aire…

—De eso se trataba, ¿no?

Entonces cedió a una carcajada rotunda, el signo de una persona que sabe reírse, que se ha reído mucho, y aquel sonido fresco y estridente acabó por convencerme de que todo era verdad, de que aquella mujer había sido otra, en otro tiempo, no sólo joven, sino distinta, hasta incapaz de presentir probablemente a la profesora enérgica y frugal en la que le obligaría a desembocar la vida, y yo, como había hecho ella antes, varias veces, tampoco quise instalarme todavía en las tinieblas de un renacimiento tan odioso, y habría deseado quedarme para siempre en el relato de aquella prodigiosa noche de excesos.

—¿Y te dio buen resultado?

—Según se mire… Chema Morales no me hizo ni caso. Yo creo que ni me vio, fíjate, porque estaba todo el rato besuqueándose con otra chica, en un banco del final. Pero tu abuelo se levantó de su mesa y se acercó para mirarme, y estuvo allí todo el tiempo, de pie, sosteniendo un cigarro que se le consumió entero, porque no fumaba, ni se movía, sólo respiraba y me miraba con los ojos fijos, como si las fuerzas no le dieran para más. Lo sé porque me lo contó Marisa al día siguiente, porque yo, en aquel momento, no veía nada más que bultos, hasta que giré sobre mis talones sin ningún propósito especial, bailando, y le vi. Entonces di un traspiés, del susto más que otra cosa, porque me quedaba el seso suficiente como para darme cuenta de que no conocía de nada a aquel señor que me miraba de una manera tan, tan… salvaje, y me hubiera dado de bruces en el suelo si él no me hubiera sujetado por los brazos. Y no estuvimos así más que un minuto, yo con las rodillas clavadas en el borde de la mesa y el cuerpo echado hacia delante, y él de pie, frente a mí, sosteniéndome justo por encima de los codos, pero le dio tiempo… ¡bah! Nada.

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