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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (32 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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No era capaz de expresar lo que sentía porque no era capaz de ordenar lo que pensaba, pero podía adivinar que lo que estaba en juego era mucho mas que el amor de Fernando. Estaba en juego mi propio amor, y no podía permitir que los dos cayeran juntos. Atrapé su muñeca para detener el movimiento de su brazo, y la sostuve en el aire mientras le miraba.

—Dime que no es verdad.

—¿Qué?

—Lo que has dicho antes. Dime que me has mentido, dime que no te importa, que no es asunto tuyo, que ya soy mayorcita para saber en dónde me meto, que tú sólo cuidas de ti mismo, que tampoco estás de acuerdo con lo que te han enseñado, que para salir del paso has recitado un papel que te obligaron a aprenderte de memoria, dímelo.

—¿Por qué quieres que te diga eso?

—Porque quiero escuchar la verdad.

—¿Y cuál es la verdad?

—No lo sé.

—Entonces ¿qué quieres oír?

—Quiero oír que cuando encontraste este sitio ya sabías para qué ibas a venir, que cuando trajiste la manta, ya sabías para qué la ibas a usar, que cuando viniste esta noche a buscarme, ya sabías qué iba a pasar, y quiero oír que no has hecho preguntas para no escuchar respuestas que no te convenían, y que has cruzado los dedos para que yo no cruzara las piernas, y que no podías aguantar más, que es superior a tus fuerzas, que me tenías tantas ganas que si te hubiera suplicado con lágrimas en los ojos que me respetaras, tú habrías hecho lo mismo conmigo, eso quiero oír.

Sus ojos se suspendieron sobre mi rostro desde una plataforma muy lejana, y el volumen de su voz descendió hasta rozar apenas mis oídos.

—Eres una tía muy rara, india.

—Ya lo sé, lo he sabido siempre. Pero una cosa así no tiene remedio. O lo tomas o lo dejas, y yo ya me he cansado de intentar dejarlo. De pequeña hasta le rezaba a la Virgen María para que, si no podía hacerme como mi hermana, me convirtiera por lo menos en un niño, porque creía que siendo un niño haría las cosas mejor. Hasta que encontré a Magda… ¿Tú conoces a Magda?

Asintió con la cabeza pero no me contestó.

—Magda me dijo que la solución no era convertirme en un niño, y tenía razón. Lo he pasado muy mal, pero ahora ya no rezo. Y creo que tampoco me gustaría volverme hombre.

El se sumergió por unos instantes en alguno de sus abismos portátiles, el invisible equipaje que llevaba siempre consigo, pero su silencio me acarició con una eficacia que no había conseguido transmitirme su mano, porque adiviné que intentaba calcular qué debía de hacer conmigo, e intuí que el plazo de esa decisión ya había vencido.

—Tu serías un hombre espantoso, india.

—¿Por qué?

—Porque no me gustarías… ¿Dónde he puesto el tabaco?

Cuando se inclinó sobre mí para darme fuego, estudié disimuladamente su rostro a la luz del mechero, pero no conseguí averiguar lo que pensaba.

—¿Tienes tiempo? — me preguntó, y luego siguió hablando sin esperar una respuesta—. Te voy a contar una cosa. Te la has ganado.

Se tumbó boca arriba y pasando un brazo sobre mis hombros, me obligó a seguir su ejemplo. Luego salió por donde menos esperaba.

—En Hamburgo hay bastantes clubs de españoles, ¿sabes?, casi todos de emigrantes y alguno de republicanos exiliados. Son casas donde se reúne todo tipo de gente, desde viejos hasta niños, para hablar en español, y comer tortilla de patatas en el bar, o jugar a las cartas, o charlar… Mi padre nunca me llevó a ninguno de esos sitios, porque no le da pena haberse marchado de aquí. Vive rodeado de alemanes desde que llegó, y habla alemán perfectamente, y no quiere saber nada de España, nada, en casa ni siquiera bebemos vino español, porque jura que le gusta más el vino italiano, aunque todos sabemos que es peor. Sigue diciendo «coño» cada vez que se hace daño, pero a veces me dice que se arrepiente de habernos hablado siempre en su idioma cuando éramos pequeños. Edith lo habla peor que yo, y Rainer, que tiene trece años, se ha soltado solamente aquí, este verano, porque ya no se ocupó de enseñárselo. No sé, es un hombre muy raro, pero yo le quiero mucho… Hace un par de años, Günter me habló de un club de españoles que tenía unas mesas de billar estupendas, que estaban casi siempre vacías, y donde podíamos jugar gratis. El habla muy bien, casi como yo, y nos habíamos acostumbrado a usar el español entre nosotros para que nadie entendiera lo que decíamos, en el colegio, y sobre todo con las chicas, y eso, así que fuimos una tarde y nos dejaron pasar sin ningún problema, y jugamos solos todo el tiempo. Nos hicimos socios y volvimos muchas veces, y hemos acabado por conocer a todo el mundo, por eso creo que aquí se sorprendieron tanto de lo bien que hablaba cuando llegué. En el bar del club hay un hombre, un camarero, que se llama Justo, y es andaluz, de un pueblo de Cádiz. Llegó a Alemania bastante mayor, hace unos quince años, y vino solo porque acababa de quedarse viudo. Le encanta contar cosas de aquí, porque no se ha acostumbrado a vivir en Hamburgo…

—¿Hace mucho frío? —le interrumpí. Nada de lo que decía tenía sentido para mí, pero me gustaba escucharle.

—Sí, pero eso no le jode tanto. Lo peor es que siempre está nublado, y llueve todo el tiempo, o mejor dicho, como dice Justo, está empezando a llover todo el tiempo, porque casi nunca llueve del todo, es más bien una lluvia fina, que no molesta, pero empapa, y carga el aire de humedad.

—Calabobos.

—Eso, él también lo llama así. Bueno, el caso es que Günter y yo siempre vamos a hacerle una visita. El nos llena las copas un poco más de la cuenta y hablamos, o más bien, le escuchamos, a veces durante mucho tiempo. Una tarde, hace unos seis o siete meses, mientras le regañábamos por quejarse tanto, como siempre, llegamos al tema de las mujeres. Ya sabíamos que él dice que no le gustan mucho las alemanas, aunque no es verdad, porque ha estado liado con un montón de ellas.

—¿Es guapo?

—No, pero es muy divertido, y se las liga contándoles unos rollos increíbles en un alemán malísimo, le hemos visto alguna vez. Aquella tarde, él nos dijo que en España hay mujeres que tienen los pezones de color violeta, y nosotros no le creímos. Günter dijo que más bien serían morados, como los de las indonesias, o marrones muy oscuros, como los de las árabes, pero él dijo que no, que había dicho violeta, y quería decir violeta, y que eso era lo que más echaba de menos. Yo seguía sin creérmelo, pero todas las tías que había visto desnudas tenían los pezones rosas, y algunas tan claros que casi no se distinguían del resto, menos alguna tailandesa y alguna negra a las que había mirado en la Reeperbahn, pero ellas no cuentan, porque nunca he llegado a saber si son mujeres de verdad, así que dije que me gustaría verlo, y él me contestó que lo sentía por mí, porque yo era un desgraciado y me acabaría casando con un caballo, como todos los alemanes, pero no me ofendí porque él siempre habla así. Cuando llegué a este pueblo, cada vez que veía a una tía, me dedicaba a adivinar de qué color serían sus pezones, y aunque nunca he sabido si acertaba o no, llegué a pensar que Justo me había liado otra vez, y que las mujeres de las que me había hablado no existían. Hasta que te vi a ti, india, y supe que eras violeta, que tú tenías que ser violeta. Por eso te miraba tanto, y te miraba tan raro… y por eso estás aquí, ahora ya lo sabes.

Aparté la manta para mirarme, y aunque la engañosa luz del amanecer apenas se insinuaba entre las grietas de una noche aún compacta, me estremecí al descubrir en mí misma algo que nunca había visto antes.

—Son violetas…

—Claro que lo son.

Se volcó encima de mí, tomó uno con los labios, y sorbió fuerte, como si pretendiera arrancármelo.

—¿Te gusta más esto?

—Sí. Me gusta mucho más.

Estancada entre una emoción inédita y el estupor en el que me había sumido una transformación imposible, la piel que viajaba del castaño al violeta como un nuevo testigo de la abrumadora voluntad de sus ojos, intenté corresponder a su confidencia con un gesto igualmente singular y poderoso, pero no creía poseer ningún secreto de signo semejante, así que tomé su cabeza entre mis manos y le besé, y él respondió de nuevo enroscando una pierna alrededor de mi cintura para aplastar mi vientre contra el suyo, y mientras yo sentía que perdía terreno, que cedía parcelas de espacio cada vez mayores al amable monstruo que me devoraba, mi deseo despertó al suyo, y una erección fulgurante, implacable, me devolvió la paz. Crucé una de mis piernas sobre la que él mantenía encima de mí y lo busqué con la mano. Apreté los dedos y noté cómo crecía. Me hubiera gustado darle algo más, pero no habría sabido por dónde empezar, y sólo me atreví a usar palabras para restablecer una vulgaridad imprescindible.

—Esto es una polla… —repetí—, y la quiero dentro… —él sonrió—, y la quiero ya.

Se rió ruidosamente y apartó mi mano para sustituirla por la suya, y mientras la guiaba hacia el fondo de mi vientre, recogió el guante.

—Como quieras, pero si te aficionas a esto, nunca más volverás a sentir a ningún hombre.

—¡Venga ya, Fernandito! ¿En qué libro has leído eso?

—Deja ya de reírte así, tía, que se me va a bajar…

Pero agotamos nuestra risa hasta el final y todo volvió a ser como al principio, las grietas se cerraron, los gritos se borraron, y el frío desapareció, y desapareció el suelo, porque nada existía excepto yo, que flotaba, y Fernando clavado en mí, sujetándome para no permitir que cayera, y el resto daba vueltas, giraba cada vez más deprisa, circulaba veloz entre el rosa y el naranja, conquistando lentamente el rojo, y el color del mundo era cada vez más caliente, el amarillo lo hinchaba con llamaradas fugaces que se apagaban deprisa, pero alcanzaban a sobrevivir minutos enteros sobre la chamuscada piel de mis muslos, y antes no había sido así, antes no había llegado tan lejos, y él fue la última víctima de las inconcebibles exigencias de una soledad nueva para mí, porque le amaba infinitamente, pero le desterré a un lugar infinitamente lejano, y ya fue sólo rojo, como todas las demás cosas, otra pequeña partícula que viajaba despacio hacia el núcleo de un color cada vez más intenso, cada vez más perfecto, que se hizo circular, y luego espeso, y unos segundos más tarde, de repente, explotó.

Cuando comprendí lo que había pasado y recuperé de nuevo a Fernando en un rostro reventado de placer, lamenté no ser capaz de recordar si había chillado lo bastante, porque a pesar del color de mis pezones, sus ojos aún traducían un alivio profundo. Sonreía. Yo le devolví la sonrisa y engolé la voz para imitar la suya.

—Te has portado bien, Otto.

—Pero tendrías que habérmelo dicho antes.

—Bueno, en realidad —me dije que ya no tenía importancia mentir un poco más para consolarle, aunque me costó trabajo decidirme a presentar semejantes excusas—, he estado apunto de hacerlo un par de veces antes de ahora, pero a punto, de verdad, uno de ellos incluso me la metió un poco.

—Da igual —murmuró, y me dio la sensación de que se sonrojaba—. Si lo hubiera sabido, yo hubiera intentado ser… un poco… un poco más tierno…

—¡Oh, no!

Le abracé con tanta fuerza que tuve que hacerle daño, pero no se quejó, y yo misma tiré de la manta para cubrirnos con ella, porque sentí su vergüenza mucho más intensamente que él.

—De todas formas, si mañana, o pasado, te sientes mal, cuéntamelo.

—¿Me vas a dejar?

—¿Qué? —me dedicó una mirada de extrañeza tan pura que creí que no me había oído bien.

—Que si me vas a dejar, que si piensas desaparecer, largarte, hacerte el loco cuando me veas…

—No. ¿Por qué iba a hacerlo? —estaba estupefacto desde el principio, y me arrepentí de mi debilidad.

—Entonces estaré bien.

La luz se filtraba despacio por las rendijas de un cielo ya solamente gris. Empezaba a amanecer, y yo nunca había visto salir el sol, pero aunque hubiera querido quedarme allí toda la vida, contemplando sin hablar el espectáculo de la noche que se desvanecía, tenía que irme a casa, desafiar a mi suerte en los peldaños de la escalera, y estar en la cama antes de que se levantara Paulina, que competía tenazmente con todos los gallos del pueblo. Me costaba trabajo hasta pensarlo, pero cuando estaba a punto de decirlo, Fernando lo hizo sin mirarme.

—Deberíamos empezar a pensar en irnos. Son las seis de la mañana.

Cuando me monté en la moto y él arrancó, deseaba sinceramente llegar a casa, porque aunque no tenía ni pizca de sueño, estaba asustada. Nunca había vuelto tan tarde, ni en las fiestas, y sin embargo, y aun a riesgo de retrasar considerablemente aquel momento, hice una última pregunta, porque no podía dejarle marchar antes de saberlo todo.

—Oye, Fernando… y Helga, ¿qué tal se porta?

—¡Oh, Helga! — tuve la sensación de haberle pillado por sorpresa, y me hizo esperar algunos minutos antes de completar su respuesta—. Pues… se porta bien, más o menos.

—¿Qué quiere decir más o menos?

—Bueno, ella… —se detuvo nuevamente, como si necesitara buscar las palabras con cuidado—. Su familia es católica.

—La mía también.

—Ya, pero eso aquí no cuenta. Aquí eso os lo pasáis todos por los cojones.

—¿Y en Alemania no?

—No. Allí los católicos son una minoría, y se lo toman mucho más en serio.

—¿Tú eres católico?

—No, yo soy luterano, o mejor dicho, mi madre es luterana. Mi padre no ha pisado una iglesia desde que le conozco.

—Ya. ¿Y qué pasa porque la familia de Helga sea católica?

—Nada, en realidad no pasa nada, sólo que ella, bueno… es como todas las chicas católicas.

Me estaba empezando a cansar de recorrer un camino tan largo, e incluso me pregunté si no debería interpretar sus rodeos como una ligera muestra de censura, una señal de que mi curiosidad bordeaba peligrosamente los terrenos de la indiscreción, y por lo tanto amenazaba con volverse en contra mía, pero como todavía no había cumplido los dieciséis, cuando estaba apunto de abandonar me dije que aquella noche había adquirido ciertos derechos.

—¿Y cómo son las chicas católicas?

Hizo una pausa y se rió entre dientes.

—Pues… Se me ha olvidado la palabra.

—¿Qué palabra?

—La del otro día.

—¿Qué día? No te entiendo, tío. ¿Quieres hablar claro de una vez?

No me respondió y le di un golpe en el hombro, aunque la situación me estaba empezando a divertir porque ya me atrevía a sospechar la verdad.

—Las alemanas católicas, en general… —dejó escapar un suspiro de resignación—, son muy parecidas a las españolas, en general.

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