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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (43 page)

—Y era rico.

—Bueno, ricos, lo que se dice ricos, como eran los ricos de aquella época, tu abuelo Pedro, por ejemplo, nunca fuimos. No teníamos fincas, ni casas, ni vacas, ni rentas. Vivíamos del trabajo, como habían vivido siempre mis padres, pero vivíamos bien, eso es cierto. Cuando nos casamos, alquilamos un piso precioso, en la calle General Alvarez de Castro, en Chamberí, un tercero bastante grande, con cuatro balcones y mucha luz, y contratamos a una criada, porque yo todavía no había acabado la carrera, me faltaba un año.

—¿Y después de casada seguiste estudiando?

—Sí, y durante muchos años, todo el tiempo que pude. Si en aquella época alguien me hubiera dicho que acabaría convirtiéndome en una ama de casa, me hubiera echado a reír. Nunca me ha gustado la casa, ¿sabes?, ni los niños, bueno, eso sí que lo sabrás, porque se me nota mucho, ¿no?, quiero decir que no tengo paciencia ni me gusta cogerlos, y hasta con los míos, cuando eran bebés, me moría de asco cada vez que me vomitaban encima, y eso… Antes, siendo más joven, me daba hasta un poco de vergüenza reconocerlo, pero ahora creo que, al fin y al cabo, el instinto maternal es como el instinto criminal, o como el instinto aventurero, si quieres, por poner un ejemplo más suave. El caso es que no se puede esperar que lo tenga todo el mundo.

—¿Y por qué tuviste hijos?

—Porque quise tenerlos, una cosa no tiene nada que ver con la otra. A Jaime le encantaban los niños, él sí que tenía cuerda para aguantarlos, y para leerles cuentos y llevarles a caballito por el pasillo. Además, si quieres que te diga la verdad, en aquella época tener hijos era muy fácil para mí, todo era fácil, porque teníamos dos muchachas, una costurera y una planchadora, así que yo me ocupaba solamente de las cosas que me apetecían. Desde luego, yo les compraba la ropa y decidía lo que tenían que comer cada día, a qué hora tenían que irse a la cama, y cosas así, pero si me iba de viaje, o si estaba muy ocupada, o muy harta, sencillamente, la casa andaba sola, ¿comprendes? Y me gustaban mis hijos, por supuesto, y les quería muchísimo, siempre les he querido mucho, soy su madre, ellos lo saben y, que yo sepa, nunca se han quejado, pero por ejemplo, cuando estaba trabajando, si me estorbaban, tocaba el timbre y desaparecían. Los días que estaba de humor les daba de comer, y les bañaba, y les llevaba de paseo, al parque, o a una verbena. Me daba mucha rabia notar que estaban aburridos, así que los sacaba bastante, a los dos mayores, claro, cuando nació tu padre, el pobre, ya era todo distinto y no tenía tiempo para nada. Total, que la verdad es que pasaba muchas horas con ellos, pero no estaba obligada a hacerlo, ¿entiendes?, eso era lo bueno. De vez en cuando, me tomaba un par de días libres y me sentaban estupendamente, para qué te voy a decir que no…

—Pero eso no tiene nada que ver con el instinto maternal.

—Ah, ¿no?

—No. Los niños pequeños son muy pesados, pesadísimos, es verdad, aunque algunos también son muy graciosos, pero estar embarazada y todo eso es maravilloso.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Pues… no sé. Todas las mujeres lo dicen.

—Yo no.

—¿A ti no te gustó?

—¿Estar embarazada? No. Quiero decir, ni me gustó ni me disgustó. A ratos me hacía ilusión, notar las pataditas del feto y esas cosas, pero en general me parecía algo bastante raro, y otras veces un estorbo. Y tenía miedo, siempre, me daba miedo estar así, porque sentía que no podía controlar nada, que mi propio cuerpo se me escapaba, que pasaban cosas allí dentro sin que yo lo supiera, a veces pienso que por eso mis embarazos fueron tan malos, no sé… Es un estado de ánimo bastante especial, ¿sabes?, es muy difícil contárselo a alguien que no lo ha pasado, pero yo no me sentía más guapa, ni más viva, ni más feliz, ni esas cosas que se dicen. Y nunca me han atraído los bebés. Ya sé que hay mujeres que se pegan a ellos como si fueran imanes, que cuando ven uno, no pueden resistir la tentación de cogerlo en brazos, y arrullarlo, e intentar dormirlo, pero a mí nunca me ha pasado eso, yo siempre me he dicho, que lo duerma su madre… Si voy a un parque, no río de lejos las gracias de los críos que hay a mi alrededor, ni toco la cabeza de cualquiera que se me cruce por la calle, no me sale, qué quieres que te diga. Ya sé que alguna gente cree que ser una buena persona y tener cariño a todos los niños del mundo es lo mismo, pero yo creo que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Yo he sido la madre de mis hijos, y con eso tengo bastante, no aspiro a ser la madre de todos, ni falta que hace. Es más, si quieres mi opinión, pienso que de ésas ya hay bastantes más de las necesarias, hasta demasiadas, diría yo…

Aún recuerdo cuán profundamente me escandalizaron aquellas palabras de la abuela, cuánto me lamenté por haberlas escuchado, cómo las relacioné, sin llegar a analizarlas siquiera, con todas esas otras cosas desagradables, erróneas, injustas, que enturbiaban la memoria de aquellos a quienes siempre había amado por instinto, las figuras solas, arrogantes y rotas, de los únicos espejos que me reflejaban. Sin embargo, esa vergüenza se disipó pronto, porque mi padre era ajeno a la estirpe de Rodrigo, y mi abuela ignoraba su ley. Durante algunos años dedicaría todavía muchas horas a desmenuzar aquella desazonadora confesión, y me dolería de ella como de una infección peligrosa, concentrándome en aislar el virus y matarlo antes de llegar a exponerme a su contagio. Pensaba en Pacita, que me daba miedo y me daba asco cuando apenas era una niña mayor, y menor, que ella, pero si seguía asociando ese temor a la figura de mi abuela, ya no era por el carácter anormal de sus sentimientos, sino por la certeza de que yo jamás estaría a su altura.

Nunca pensé que Madrid llegara tan lejos. Ella escogió esa frase para comenzar un relato que perdió desde el principio la brillante calidad del primer día. Poco a poco, y sin que yo se lo pidiera, fue desentrañando para mí un epílogo largo y opaco, como un muro fabricado con bloques de piedra gris, severa y lisa, sin llanto y sin héroes, sólo el ritmo aplastante de los días que se suceden para disolverse en la profundidad de un hoyo infinito, eternamente hueco. Yo le había pedido que me enseñara a hacer punto y ella accedió. Salimos una tarde de compras y me ayudó a elegir dos clases de lana gorda, de pelo largo y muy suave, y mientras guiaba mis dedos torpes desde los cabos de las agujas, sus palabras se entrechocaban con el rítmico chasquido del metal nuevo. Entonces escogió aquella frase, nunca pensé que Madrid llegara tan lejos, para evocar el desconcierto que sucedió a la derrota, y yo pude ver sin dificultad la imagen de una mujer joven y sola, lastrada con un niño en cada mano, otro dentro de su cuerpo, mientras penetraba en un barrio tan lejano, tan distinto de la ciudad en la que había creído vivir hasta entonces, que nunca habría podido sospechar que aquello también fuera Madrid.

A partir de aquel momento, me dije que la abuela tenía todo el derecho del mundo a negar cualquier instinto. El primer día compró cuatro patatas y no supo qué hacer con ellas. Las echó en un cazo lleno de agua y no se le ocurrió pincharlas con un tenedor para comprobar el punto, así que se las comieron duras. Al día siguiente volvió a comprar cuatro patatas, y volvió a hervirlas, y no las sacó del cazo hasta que comprobó que la piel había reventado ya por varios sitios. Entonces las abrió por la mitad, y echó por encima sal, y un poquito de aceite. Estaban buenas, y eso fue peor, porque a medida que la pequeña desesperación de las cosas prácticas iba cediendo, la gran desesperación de una vida rota iba ocupando lentamente su espacio.

Esperaba a su marido todavía, porque jamás llegó a ver su cadáver. Sabía que había muerto y que lo habían enterrado en una fosa común, al pie del parque del Oeste o debajo de lo que ahora es una acera cualquiera, los vencedores habrían trabajado deprisa para esconder el hediondo trofeo de su cadáver, pero ella nunca lo había visto y esperaba, se acunaba cada noche en la infantil fantasía de una carambola a bandas infinitas, soñaba a un prisionero astuto, una identidad falsa, una condena larga, el regreso. Gastó mucho más dinero de lo que costaba una ración de patatas en un velo negro de encaje barato porque tenía miedo, mucho miedo. Todas las mañanas se cubría la cabeza, escondiendo ese pelo que se había vuelto tan feo, pobre y lacio, para ir a misa, porque tenía miedo y quería que la vieran, que todos en aquel barrio miserable, al otro lado del río, supieran que ella iba a misa todas las mañanas, y sin embargo no sabía rezar, porque nadie la había enseñado a rezar nunca. Por eso se sentaba en el borde del último banco, y dejaba caer la cabeza, escondiéndose tras el encaje para que nadie adivinara que movía los labios en vano, fingiendo trenzar una oración mientras repetía para sí una sola palabra, locomotora, locomotora, locomotora. Tenía miedo, muchísimo miedo, pero de vez en cuando volvía a su antiguo barrio, donde todos la conocían, donde todos sabían quién era su marido y con qué bando había luchado, para preguntar por él. Desafiaba al portero, al sereno, al panadero, a los cachorros de esa repulsiva camada de soplones que había florecido entre las cinco rosas, para preguntar por su marido, y nadie le dijo nunca nada, pero tampoco nadie la delató, porque aunque Jaime Montero, cuyo cadáver nadie llegó jamás a identificar, estaba oficialmente inscrito en las listas de busca y captura, todos sabían que mi abuelo estaba muerto. Todos creían que mi abuela estaba loca.

Ella también llegó a creerlo durante algún tiempo, pero aquello empezó como una broma íntima, un desafío privado, algo que contarle a él cuando volviera. Antes no sabía rezar y ahora había aprendido, antes nunca iba a misa y ahora no faltaba una sola mañana, el mundo bien podía retorcerse un poco más, a ella le daba lo mismo. Le costó trabajo decidirse a comprar las velas porque eran caras, todo era caro entonces, y eligió sólo dos, no demasiado largas, pero suficientes para arder durante todo un mes, quizás más, porque las encendía apenas media hora, por la noche, cuando los niños se dormían para devolverle un ápice de esa libertad que ella tan ingenuamente había sospechado eterna. Entonces terminaba una comedia, la diaria representación de la madre abnegada que era ella en realidad, y empezaba otra, la farsa de un amor que ya no tenía bastante espacio en el corazón, y le desgarraba las tripas, y le vaciaba los huesos, y le entumecía la voluntad, y el pensamiento. Mi abuela Soledad, el velo negro sujeto con dos horquillas sobre la cabeza, montaba un altar en la mesa del comedor con tres fotos de su marido, encendía una vela a cada lado y se separaba respetuosamente del tablero para arrodillarse en el suelo, sentarse luego sobre sus talones y, las manos cruzadas, hablar sola, como se habla con los muertos. ¿Cómo voy a salir de ésta, Jaime?, le decía, y le contaba lo que había pasado durante el día, que siempre le parecía muy poco, porque él se había ido y los días llenos se habían marchado con él. ¿Por qué me has dejado sola?, le preguntaba, y al final, él le dio una respuesta.

Tu abuelo hizo un milagro después de muerto, me dijo, igual que el Cid, y yo no quise corregirla, no quise recordarle que lo que hizo el Cid fue ganar una batalla, que los milagros, después de muertos, sólo los hacen los santos, porque ella no le quería santo y yo tampoco. Hizo un milagro, insistió, antes de rechazar cualquier mérito propio, antes incluso de mencionar la suerte que situó al otro lado del patio a una señora tan cotilla, tan piadosa y, sobre todo, tan compasiva. Mi abuela no la conocía, no sabía quién era aquella anciana velada que una tarde se atrevió a tocar un timbre que antes sólo habían pulsado sus propios hijos, pero ella se presentó enseguida, soy la vecina de enfrente, y entró en la casa antes de que la invitaran a pasar, cabeceando, como si pretendiera darse la razón a sí misma, al comprobar una pobreza que no podía esconderse a sus ojos, ni a los ojos de nadie.

Aquella mujer lo sabía casi todo. Lo había adivinado en el rostro de mi abuela, en sus gestos, en su manera de hablar y de arreglarse, en su esfuerzo por andar derecha, en sus desesperados intentos de mantener la dignidad, esa manía, de la que se burlaban todos los críos del barrio, de obligar a los niños a comer las sardinas con cubiertos de pescado y a lavarse los dientes dos veces al día, para que quedara algo en ellos de la vida que podría haber sido y no fue, para que eso, al menos, no se perdiera. Aquella mujer le dijo a mi abuela que la veía en misa todas las mañanas, pero no le había concedido gran importancia a ese detalle, porque bien conocía ella a algunos rojos que ahora se comían a los santos por la peana para escurrir el bulto. Sin embargo, añadió, la veo también rezar aquí, a solas, todas las noches, y llevo ya algún tiempo diciéndome que me gustaría ayudarla, que no hay derecho a que alguien como usted, con tres criaturas, y el pequeño todavía en el pecho, lo haya perdido todo.

Gracias a la vecina de enfrente, que la avaló personalmente, mi abuela consiguió su primer empleo como profesora de párvulos en una escuela gratuita financiada por la parroquia, un colegio igual al que acogiera a su marido cuando era un niño pequeño. Izaba diariamente en el patio la bandera, y la arriaba cada tarde, cantando el
Cara al sol
a pleno pulmón, y a cambio, además de comer al mediodía, empezó a cenar todas las noches, hasta que logró por fin reconquistar Chamberí. Pero yo ignoraba aquel detalle mientras escuchaba la primera parte de su historia, la que aún me consentía el desacuerdo y el escándalo, y supongo que una leve intención de censura afloró en mi voz cuando le pregunté cómo era posible que se hubiera dedicado a dar clases a niños ajenos, dejando en manos de otras mujeres a los suyos propios, si los críos en general no le gustaban.

—Pero yo entonces no daba clase —me dijo con dulzura, sin querer acusar mi tácito reproche.

—Entonces ¿qué hacías?

—Escribir mi tesis doctoral,
La Reconquista: la cuestión del repoblamiento
. Empecé justo después de terminar la carrera y no me dediqué a otra cosa hasta que estalló la guerra, algunos días pasaba más horas en la Biblioteca Nacional que en casa.

—¿Y la publicaste?

—No, pero por un pelo. En el 36 la tenía casi terminada, solamente me faltaba redactar el capítulo de las conclusiones y comprobar un par de datos, pero luego, con todo aquello, la abandoné y nunca llegué a leerla. Me la acabaron pisando, ¿sabes?, treinta años después, tiene gracia. Estaba esperando a jubilarme para volver a trabajar en ella, y era una ingenuidad, desde luego, porque a alguien se le tenía que ocurrir, antes o después, escribir un libro sobre lo mismo, pero como la Reconquista es un tema tan delicado, y durante el franquismo se enfocaba siempre desde una óptica tan… franquista, utilizándola más o menos para justificar la Guerra Civil, pues yo pensé que con un poco de suerte… Pero no. En el año 65 vi en el periódico el anuncio de un libro que se llamaba más o menos igual,
La cuestión de la repoblación en la Reconquista
. Era la tesis doctoral de dos muchachos con barba, muy listos, y simpáticos, que sin embargo carecían de datos que yo había consultado en algunos archivos parroquiales y en otras fuentes que ya se habían perdido, así que conseguí su teléfono en la universidad y les llamé, para poner a su disposición mi material, para que, por lo menos, no se perdiera del todo el trabajo de tantos años. Vinieron a verme enseguida, y se portaron muy bien conmigo, aunque les decepcionó mucho que yo nunca hubiera sido comunista, porque ellos lo eran y… en fin, un represaliado sin partido no es un represaliado rentable, eso ya se sabe. De todas formas, trabajamos juntos muchos meses, y en la segunda edición de su libro mi nombre ya aparecía en la portada, aunque no como autora, debo reconocer que eso me decepcionó un poco, sino en letra más pequeña, debajo de sus nombres, con la colaboración de la profesora Soledad Márquez. Me hizo mucha ilusión, de todas formas, porque ya me había hecho a la idea de perder el tren otra vez, al fin y al cabo, los he ido perdiendo todos.

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