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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (30 page)

—No te disculpes, Majere. Es lo mejor que podías hacer. Necesitaremos de todas nuestras fuerzas para lo que hemos de hacer frente esta noche.

El Robledal de Shoikan. Un lugar terrible, un sitio mortal. Caramon había intentado entrar una vez y casi perdió la vida en el empeño. Y ahora Palin apenas podía contener su impaciencia. El robledal no guardaba horrores para él. Y tampoco el señor del lugar. Raistlin había prometido ocuparse de Dalamar, y los pensamientos de Palin se centraron en lo que vendría después de la arboleda.

El Portal. Su tío.

Llamarada se remontó hacia el cielo cada vez más oscuro, volando en perezosos círculos, aprovechando las corrientes térmicas para que la elevaran.

Al cabo de pocas horas, las luces de la ciudad de Palanthas se hicieron visibles en el horizonte. Las sobrevolaron, con la Ciudad Nueva a su derecha. La muralla de la Ciudad Vieja rodeaba la urbe como la llanta de una rueda de carro; las antorchas ardían brillantes a sus puertas. La famosa biblioteca estaba a oscuras, salvo por la luz encendida tras una ventana. Quizás Astinus, al que muchos tenían por el mismísimo dios Gilean, trasnochaba para registrar en sus libros la historia conforme iba teniendo lugar.

Tal vez, en este mismo momento, estaba escribiendo acerca de ellos. Puede que muy pronto anotara en una página sus muertes. Aquel pensamiento surgió espontáneamente, mientras Palin contemplaba desde lo alto el helado parche de oscuridad que era el Robledal de Shoikan. Apartó, con premura, los ojos y dirigió la mirada hacia la Torre de la Alta Hechicería. Brillaban luces en algunas ventanas, casi todas en el nivel inferior, donde los aprendices de mago estarían en vela, aprendiendo de memoria los hechizos. Palin sabía cuál era la habitación de Dalamar y buscó luz en ella.

Estaba a oscuras.

Enfrente de la torre se alzaba el Templo de Paladine, cuyas blancas paredes emitían un pálido fulgor, como si hubieran atrapado los rayos de Solinari y los utilizaran para alumbrar la noche. Al recordar su misión y la condición de su acompañante, Palin tampoco fue capaz de seguir mirando el templo.

La hembra de dragón sobrevoló el palacio del Señor de Palanthas. Resplandecía por las muchas luces encendidas; su Señoría debía de tener invitados y celebraba una fiesta.

¿Cómo podía la gente divertirse en el momento actual?, pensó Palin, irracionalmente iracundo. Sus hermanos estaban muertos; otros hombres buenos habían dado sus vidas. ¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para que el Señor de Palanthas y sus acaudalados amigos pudieran beber hasta emborracharse con vino elfo pasado de contrabando?

El joven mago se preguntó qué ocurriría si saltara del dragón, irrumpiera ante aquellos amantes de la diversión con sus ropas ensangrentadas, y les gritara: «¡Abrid los ojos! ¡Miradme! ¡Ved lo que os aguarda!».

Probablemente, nada. El mayordomo lo echaría a la calle de una patada.

La hembra de dragón azul viró a la izquierda, bordeando el palacio, y dejó atrás sus luces deslumbrantes. Sobrevoló la muralla de la Ciudad Vieja, pasó la Ciudad Nueva, y salió a la bahía. El mar estaba llamativamente oscuro en contraste con la ciudad. Sólo unos cuantos puntitos de luz señalaban los puestos de guardia de la vigilancia nocturna.

Los centinelas debían de haberse quedado dormidos, pues nadie vio al dragón bajar en picado del cielo y aterrizar en la costa.

21

La Torre del Sumo Sacerdote.

Un mensaje que no es bienvenido

Construida por Vinas Solamnus en la Era del Poder, la Torre del Sumo Sacerdote guardaba el único paso a través de las montañas Vingaard, la principal ruta terrestre desde el resto de Ansalon a la gran ciudad de Palanthas. La torre era inmensa, imponente, una poderosa fortaleza. Sin embargo, debido al insólito diseño de la torre, al enano Flint Fireforge, un Héroe de la Lanza, se le oyó decir en cierta ocasión que el constructor de la torre o era un borrachín o estaba loco.

La torre había sido construida por humanos, así que la actitud crítica del buen enano debe tomarse, tal como dicen los gnomos, con un grano de salitre. Y es cieno que cuando Flint hizo aquel comentario no sabía la naturaleza del inusual sistema de defensa de la torre, y que el enano vio en funcionamiento al cabo de unos días.

Poco después de que Flint criticara la construcción, el ejército de los Dragones de la Señora del Dragón, Kitiara, atacó la torre. El Caballero de Solamnia, Sturm Brightblade, murió en aquel asalto, pero, gracias a su sacrificio, los otros caballeros resistieron y con la ayuda de un kender, una doncella elfa y un Orbe de los Dragones, se salvó la torre.

La Torre del Sumo Sacerdote tenía un aspecto formidable; con una altura de unos trescientos metros, rodeada por todas partes, salvo en el extremo meridional, por montañas de picos nevados, se decía que jamás caería en poder del enemigo mientras estuviera defendida por hombres de probada fe. Una muralla exterior con forma de octógono formaba la base de la torre. Cada vértice del octógono estaba rematado por un torreón. A lo largo de la parte superior de las murallas, entre torreón y torreón, se extendían almenas. Una muralla octogonal interior formaba la base de ocho torreones más pequeños y rodeaba la gran torre central.

Lo que había incomodado a Flint Fireforge era el hecho de que la muralla exterior contaba, nada menos, que con seis enormes verjas de acero, tres de las cuales se abrían a las Alas de Hiddukel, en la zona sur, y todas ellas conducían al corazón de la torre. Cualquier enano que valga su peso en piedra os dirá que una buena y sólida fortificación debe tener una única entrada que pueda ser cerrada a cal y canto, defendida y guardada contra el ataque del enemigo.

Los caballeros podrían haber respondido a Flint calificando las tácticas enanas de poco imaginativas, carentes de ingenio. La Torre del Sumo Sacerdote era, en realidad, una obra maestra de diseño astuto. Las seis puertas se abrían a patios cerrados, unos lugares de muerte donde los caballeros, encaramados en lo alto de las murallas, podían despachar a sus enemigos con fuego concentrado. Aquellos que conseguían llegar a las escaleras que conducían a la torre central, se encontraban detenidos por trampas ocultas.

Los que conocen la historia de la Guerra de la Lanza recordarán que los tres portones que se abren a las Alas de Hiddukel y a la llanura solámnica eran en realidad trampas para dragones. El mágico Orbe de los Dragones situado en el centro de la sala donde convergían los corredores atraía con su llamada a los reptiles, engatusándolos para que volaran hacia el interior de la torre, en lugar de atacar desde el exterior. Entonces los mataban los caballeros, que los atacaban desde la seguridad de unos nichos laterales. De ahí el otro nombre de la torre, olvidado por casi todos: Muerte de Dragón. Así es como cayeron muchos dragones perversos en la Guerra de la Lanza.

Habían pasado mucho años desde que Sturm Brightblade había subido solo a las almenas, sabiendo que lo aguardaba la muerte. Se decía que durante la Guerra de la Lanza se habían perdido para siempre los Orbes de los Dragones, o eso era lo que esperaba fervientemente la mayoría de la gente. Los dragones del Mal, que ya sabían el secreto de las defensas de la torre, no se dejarían engatusar para entrar en su trampa mortal y, puesto que estos reptiles tienen una vida muy larga, lo más probable es que el recuerdo de aquellos corredores, empapados con sangre de dragón, impediría que cometieran el mismo error dos veces.

La torre había sido reconstruida tras la guerra, restaurada y modernizada. Con la pérdida de los Orbes de los Dragones, la defensa de la torre central contra los reptiles ya no era efectiva, y las tres verjas de la trampa se habían vuelto más un inconveniente que una ventaja. Los Caballeros de Solamnia habían caído en la cuenta de la razón que tenía el comentario del enano sobre las cancelas de acero. «Es como invitar al enemigo a tomar el té en el salón», había rezongado Flint. Habían tomado medidas para clausurar los tres accesos con «tapones» de granito blanco, esculpidos de manera que semejaban los portones originales.

A continuación de la guerra, la Torre del Sumo Sacerdote pasó a ser el centro de una bulliciosa actividad. Los comerciantes abarrotaban las calzadas en una y otra dirección. Los ciudadanos iban a pedir consejo, asesoramiento, justicia, o ayuda para defender sus ciudades contra merodeadores. Los correos con misiones importantes llegaban a galope tendido hasta sus puertas. Los kenders eran detenidos por el día, se les registraba las bolsas, y se los dejaba en libertad a la mañana siguiente con órdenes estrictas de «seguir camino adelante», a lo que los kenders obedecían alegremente, sólo para ser reemplazados por un nuevo grupo de los suyos.

Durante el verano, los mercaderes instalaban puestos a lo largo de la calzada que venía desde las llanuras hasta el portón principal de la torre. Vendían de todo, desde cintas y pañuelos de seda (para que las damas los ofrecieran como agasajo a los caballeros de su elección), hasta comida, cerveza, vino elfo y (por debajo de cuerda) aguardiente enano.

Se celebraban regularmente torneos, justas, competiciones de tiro al arco, batallas simuladas, ejercicios militares y exhibiciones de destreza a lomos de caballos o dragones, para entrenar a los caballeros jóvenes, mantener en forma a los veteranos y deleitar al público.

Habían sido buenos tiempos para los caballeros... hasta ese verano.

A medida que el calor del sol abrasaba las calzadas de tierra, los viajes a través de Krynn decayeron y murieron como las cosechas en los campos. El hombre que por toda cosecha sólo tiene polvo y tierra no puede pagar al latonero ambulante para que arregle su arado. El latonero no puede pagar sus cuentas en la posada. El posadero no tiene dinero para comprar la comida que necesita para atender a sus clientes.

Todavía llegaban correos, en mayor número que antes, portando noticias funestas sobre hambruna y fuego. Unos cuantos viajeros empedernidos aparecían de vez en cuando, medio muertos por el sol abrasador. Los mercaderes cerraron sus puestos y se trasladaron de nuevo a Palanthas. Ya no se celebraban torneos. Demasiados caballeros, embutidos en sus pesadas armaduras, se habían desplomado por el espantoso bochorno. Sólo los kenders, afectados por la enfermedad propia de su raza conocida como «ansia viajera», seguían frecuentando la torre de forma habitual; llegaban quemados por el sol y polvorientos, comentando jovialmente el extraordinario cambio del tiempo.

Un grupo de kenders estaba siendo puesto de patitas en la calle cuando Tanis el Semielfo llegó a primeras horas del día. El caballero a cargo de los kenders los soltó y les ordenó que se alejaran del portón y siguieran su camino. Tras hacer un rápido recuento, el guardia desapareció precipitadamente y a poco regresó con otros dos kenders que se habían separado del grupo y estaban inspeccionando el gran comedor. El caballero los despojó de varios cubiertos, seis bandejas de peltre adornadas con el sello de los caballeros, dos servilletas de lino y una pimentera.

Por lo común, los kenders se habrían rezagado por los alrededores de la torre, esperando que se presentara la oportunidad para entrar de nuevo. Hoy, sin embargo, los hombrecillos se distrajeron con la llegada de Tanis a lomos de un grifo.

Tan pronto como el animal aterrizó frente a la entrada principal, en la calzada que conducía a la torre, los kenders se arremolinaron en torno a él como un enjambre, contemplando con amistoso interés al grifo. La feroz bestia, a la que no le gustaban los kenders, los miraba fieramente con sus penetrantes ojos negros. Cuando se acercaban demasiado, el grifo agitaba las plumas con irritación y chasqueaba el pico amenazadoramente para gran deleite de los hombrecillos.

Viendo que uno o más kenders podían acabar como desayuno del grifo, Tanis, tras expresar varias veces su gratitud, despachó a la bestia de vuelta con Porthios. El grifo se marchó al punto y de muy buena gana. Los kenders lanzaron una exclamación decepcionada y enseguida se pegaron a Tanis.

Manteniendo bien sujetas la espada con una mano y la bolsa del dinero con la otra, el semielfo se abrió paso entre el mar de kenders, intentando llegar a la torre y sin hacer demasiados progresos. Afortunadamente, el sonido de cascos al galope en la distancia hizo que los kenders abandonaran a Tanis y pusieran su atención en esta nueva llegada. Tanis se dirigió presuroso hacia la entrada.

El caballero que estaba de servicio saludó al semielfo, que era un frecuente visitante en la torre.

—Bienvenido, mi señor. Me ocuparé de que seáis escoltado hasta el salón de invitados para que descanséis de vuestro largo...

—No hay tiempo para eso —lo interrumpió bruscamente Tanis—. Tengo que ver a sir Thomas de inmediato.

El viejo amigo del semielfo y anterior cabecilla de los caballeros, lord Gunthar Uth Wistan, se había retirado el año anterior. Thomas de Thelgaard, lord Caballero de la Rosa, era ahora el comandante de la Torre del Sumo Sacerdote. Un hombre de cuarenta y pocos años, sir Thomas tenía reputación de ser un comandante duro y eficaz. Su linaje en la caballería era muy largo. El abuelo de Thomas, otro Caballero de Solamnia, había sido desposeído de sus propiedades por un secta de falsos clérigos durante los años oscuros posteriores al Cataclismo. El padre de Thomas se había tragado su orgullo y se había comprometido por medio de un contrato con los clérigos para trabajar como esclavo en la tierra que había pertenecido a su familia. Por consiguiente, la primera montura de sir Thomas había sido un caballo de labranza; sus primeras batallas fueron contra gusanos y gorgojos. Había visto cómo su padre trabajaba hasta reventar, lo había visto morir siendo esclavo, y juró que él se convertiría en caballero.

Thomas tuvo su oportunidad durante la Guerra de la Lanza. Su aldea estaba en el paso de los ejércitos de los Dragones. Temiendo un ataque inminente, los falsos clérigos huyeron, llevándose consigo todas las cosas de valor y dejando a la gente a merced de los draconianos. Por entonces un joven de veinte años, Thomas reunió a sus amigos y vecinos y los instó a buscar refugio dentro del castillo. Defendió sus propiedades con tal destreza y osadía que el castillo resistió los ataques de los ejércitos de los Dragones hasta el final de la guerra.

Tanis no conocía a Thomas muy bien, pero, a juzgar por lo que había visto, lo consideraba un hombre inteligente y con sentido común.

—Debo ver a sir Thomas de inmediato —repitió—. Traigo noticias urgentes.

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