Steel echó una ojeada a un lado y a otro de la calle, con cautela, y después alzó la vista hacia los tejados.
—Allí está la torre.
Señalaba una alta estructura, la más alta de Palanthas. La luz de Solinari no tocaba el edificio, que permanecía sumido en sombras de su propia creación. Aun así, los dos jóvenes podían verlo con claridad. Quizá la luna negra derramaba su maligno resplandor sobre los minaretes rojos, que parecían teñidos de sangre. Palin asintió, incapaz de hablar. De repente lo asustaba la enormidad de su tarea.
»Soy un necio», se dijo. «Debería dar media vuelta y regresar a casa ahora mismo.»
No lo haría, y lo sabía. Había llegado demasiado lejos, había arriesgado demasiado...
Llegar demasiado lejos...
Palin miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—Dentro de las murallas de la ciudad de Palanthas —repuso Steel esbozando una sonrisa astuta.
—¿Cómo..., cómo hemos llegado aquí?
—¿No lo recuerdas?
—No..., no tengo ni idea... —Palin parpadeó y se llevó la mano a la cabeza. Se sentía mareado, desorientado.
—Eso es lo que pasa por tomar aguardiente enano —comentó el caballero en tono coloquial—. Pronto te sentirás mejor.
—¿Aguardiente enano? Pero si yo no bebo... ¡Y tú jamás habrías parado en una taberna cuando corremos tanto peligro! —El mago se había puesto furioso de repente—. ¡Dime qué está pasando aquí! ¡Tienes que decírmelo!
—No —replicó Steel con calma—. No lo haré.
Palin sintió una punzada de dolor y algo cálido que le resbalaba por el cuello. Se tocó y vio que estaba herido, que sangraba.
Tampoco recordaba cómo se lo había hecho.
Steel echó a andar calle adelante, encaminándose hacia la torre.
Palin, totalmente perplejo, lo siguió.
Desde alguna parte, en lo alto, llegó el espeluznante, burlón graznido de un cuervo.
Templo de vida.
Arboleda de muerte
La noche estival era calurosa, oscura. Los ciudadanos de Palanthas dormían a ratos, si es que dormían algo. Las luces titilaban en muchas casas, y podía verse a la gente asomada a las ventanas, mirando el cielo en una vana esperanza de algún indicio de lluvia, o paseando de un lado a otro por los dormitorios, intentando calmar a los llorosos e inquietos niños. Steel y Palin se mantuvieron a resguardo de las sombras, evitando llamar la atención o que les hicieran preguntas, sobre todo la de por qué iba un hombre por la calle cubierto con una capa haciendo tanto calor.
Estaban cerca de su destino. Steel veía la torre asomando en lo alto, pero parecía incapaz de encontrar la calle que llevaba hasta ella, por lo que se sentía frustrado. Palin no podía ayudarlo. Había estado en la torre antes, pero había llegado a ella viajando por los caminos de la magia. Al llegar a una intersección, los dos se pararon un momento para debatir hacia qué lado girar. Palin dejó la decisión en manos de Steel, pero, al parecer, el caballero tomó la calle equivocada, pues acabaron ante un amplio espacio sembrado de césped que se extendía, como una alfombra de bienvenida, desde la calle hasta un edificio construido con mármol blanco. El aroma a flores sugería la presencia de jardines que sólo se atisbaban borrosamente a la luz plateada de Solinari y el resplandor blanco que emitía el propio edificio. La angustia estrujó el corazón de Steel; era una angustia olvidada hacía mucho, pero que había despertado al removerse los recuerdos.
—Sé dónde estamos —dijo.
—En el Templo de Paladine. ¡El último sitio donde querría estar! —Palin parecía alarmado—. Hemos venido por una calle más al este de lo debido. Tendríamos que haber torcido a la derecha antes, no a la izquierda. —Miró de soslayo al caballero—. Me sorprende que conozcas el templo.
—Cuando era un niño, Sara me trajo aquí después del ataque a Palanthas. Perdimos nuestra casa en el incendio que estalló por toda la ciudad. Sara vino aquí para dar las gracias por haber salvado nuestras vidas. Fue aquí donde me enteré de la muerte de mi madre... y quién era el responsable.
Palin no contestó. Se frotó la parte del cuello donde el demonio familiar de lady Catalina,
Ojo Amarillo,
le había picado. El dolor pasaría pronto; la magia del picotazo duraría toda la vida, evitando que el joven recordara que había conocido a una dama de las fuerzas de Takhisis encubierta bajo la apariencia de una pescadera. Palin empezó a desandar sus pasos, y Steel empezó a seguirlo, pero no lo hizo. Se paró un momento, remoloneando delante del templo, e incluso llegó a dar uno o dos pasos por la hierba recortada.
Había bultos oscuros desperdigados por el césped, y por un instante Steel creyó que había habido un combate y que eran los cadáveres que habían quedado tras la lucha. Entonces se dio cuenta de que estos cuerpos estaban vivos, y que la única batalla que habían sostenido era contra el terrible calor. La gente dormitaba tranquilamente en la pradera.
Steel conocía bien este sitio, mucho más de lo que había dado a entender. Quizás el haber llegado hasta aquí no había sido un hecho accidental. Quizás había sido atraído hacia el lugar, como había ocurrido a menudo con anterioridad.
La juventud del caballero había sido turbulenta. Nunca había disfrutado de la vida fácil y despreocupada de la infancia descrita por los poetas. El conflicto entre la luz y la oscuridad, entre emociones y deseos contradictorios, no era nuevo para él. Había sostenido esta lucha desde el comienzo de su vida. La oscuridad, representada por la imagen de su madre con su armadura azul de dragón, había impulsado a Steel, aun siendo un niño, a dirigir, a controlar a cualquier precio, sin importar las consecuencias para él o para otros.
Y cuando le resultaba imposible, cuando los otros runos se rebelaban contra su autoridad y rehusaban obedecerlo, la oscuridad lo instaba a golpear, a hacerles daño. La luz, representada en sus sueños por la imagen de un caballero desconocido vestido con armadura plateada, hacía que Steel tuviera remordimientos después. Luchaba con la turbulencia de su alma, sentía como si tiraran de él en direcciones opuestas dos fuerzas poderosas que no comprendía. A veces temía que lo partirían en dos si no elegía una u otra. En estas ocasiones, había huido a su refugio: había venido al Templo de Paladine.
Steel no sabía por qué lo hacía. Era joven, tan inmortal como los propios dioses, pensaba, y por lo tanto no necesitaba gran cosa de ellos. No había entrado en el templo propiamente dicho. Sus paredes de mármol le resultaban sofocantes, restrictivas. No muy lejos de donde se encontraba ahora había un álamo. Debajo del árbol había un banco de mármol, uno viejo, una reliquia de alguna familia noble de tiempos remotos. Frío y duro, el banco de piedra no era un asiento cómodo y por lo general era evitado por la mayoría de los fieles.
A Steel le encantaba. Había un friso esculpido en el respaldo del banco. De ejecución algo burda, ya que probablemente lo había hecho algún aprendiz mientras aprendía el oficio, el friso representaba el funeral de un Caballero de Solamnia y era una obra conmemorativa. El caballero yacía sobre su sepulcro de piedra, con los brazos cruzados sobre el pecho, con el escudo recostado a un lado del sepulcro, algo impropio, pero así es la licencia artística. A ambos lados del cuerpo del caballero había doce caballeros de escolta, todos ellos idénticos y todos en actitud muy solemne y severa.
Steel recordaba haberse sentado en la hierba, con la barbilla sobre los brazos que tenía apoyados en el banco. Allí, durante un breve tiempo, el tumulto de su alma cesaba, la ardiente cólera de su cerebro se calmaba, sus puños apretados se relajaban. Contemplaba fijamente el iriso, dotándolo de vida con su imaginación infantil. A veces, el funeral era el suyo; había muerto realizando hazañas heroicas, por supuesto. Le gustaba imaginarse que había muerto salvando las vidas de los otros niños —los que se decían sus amigos— y que ahora, cuando ya era demasiado tarde, venían a ofrecerle su agradecimiento y su aprecio. Otras veces se imaginaba como un asistente al funeral de otro caballero. Se veía a sí mismo no como uno de los dolientes, sino como el que había matado al caballero. Había sido en un torneo honorable. El caballero había muerto heroicamente, y Steel había acudido a su funeral para rendirle homenaje.
Casi exactamente lo mismo que había pasado recientemente con los hermanos Majere.
»No seas necio, Brightblade», se reconvino con severidad, avergonzado de este momentáneo lapso de caer en la superstición. «Con todo, es extraño», se dijo mientras escudriñaba en la oscuridad, intentando, sin éxito, atisbar un brillo de luz de luna sobre el frío mármol blanco del banco. «Había olvidado por completo ese viejo banco...» Sonrió para sí, en medio de la oscuridad. Fue una sonrisa tierna, triste.
Ahora sabía lo que había que saber sobre los dioses. Había dedicado su vida a uno de ellos, una diosa oscura, la que regía la negrura de su alma. Lo castigaría si se le ocurría buscar el descanso en aquel banco. Y no sólo eso, sino que indudablemente Paladine descargaría su ira sobre cualquier servidor de su Oscura Majestad que osara aventurarse en el sagrado recinto. Simplemente pisar la hierba, como había hecho, se consideraría un sacrilegio.
Palin lo observaba intensamente, y estaba a punto de decir algo, cuando un rugido bajo y profundo los silenció a ambos.
Era un rugido salvaje y desafiante, y venía de atrás.
—No te muevas —advirtió el mago en voz baja. Estaba frente a Steel y podía ver lo que había a la espalda del caballero—. Es un tigre. Está a unos diez pasos detrás de ti. Se...
—No os alarméis, caballeros —dijo una voz fría y calmada en la oscuridad—. Éste es
Tandar,
mi guía. No os hará daño. Es muy tarde para andar por la calle. ¿Es que os habéis perdido? ¿Os acucia algún problema? ¿Puedo hacer algo para ayudaros?
Steel se movió, girando lentamente sobre sus talones, cauteloso, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Palin se acercó al caballero, presuroso.
El felino salió a un claro de luz de luna plateada. Era un tigre blanco, una especie muy poco común en Ansalon. Las rayas eran negras y grises; sus ojos, verdes con puntitos dorados, y con una expresión peligrosamente inteligente. Era una bestia enorme, maciza, las zarpas del tamaño de la cabeza de un hombre. Un collar dorado brillaba en su cuello, y del collar colgaba un medallón con la imagen de un dragón de platino: el símbolo de Paladine.
Por supuesto, no era el tigre el que había hablado, aunque por su mirada inteligente bien podría haberlo hecho. La que se había dirigido a ellos era una mujer, que salió de las sombras y se paró al lado del tigre, con la mano posada sobre su cabeza. Había descrito al animal como «su guía». Cuando salió a la luz de Solinari, Steel comprendió por qué andaba por la noche en compañía de la gran bestia.
Esta mujer siempre caminaba en tinieblas, pues jamás vería la luz del sol. Estaba ciega.
Entonces la reconoció. Era Crysania, la Hija Venerable de Paladine, suma sacerdotisa del Templo de Paladine, la cabecilla de los seguidores del dios en Ansalon.
Habían pasado más de veinte años desde que Crysania, inducida por una ambición tan oscura como la del propio archimago, había acompañado a Raistlin Majere al Abismo. Estuvo a punto de morir allí. Sólo cuando se encontró tendida en aquel horrendo lugar, sola y perdida la vista, había sido capaz de ver la verdad. Volvió al mundo, ciega a la belleza de éste, pero no a sus miserias y sufrimientos. La iglesia se había consolidado bajo su sabio liderazgo, creciendo en poder, y sus clérigos eran amados.
Tenía la piel tan blanca como el resplandor de Solinari; llevaba el negro cabello recogido en una redecilla de plata. Las señales de sus sufrimientos y luchas estaban plasmadas en su semblante, si bien la serenidad y la fe lo embellecían. Era hermosa, con la misma hermosura del templo: fría, firme, venerable.
Steel miró a Palin para que dijera algo, pero el mago parecía tener la lengua trabada. El paladín oscuro podría haber sugerido que se escabulleran si no hubiese sido por la presencia del tigre, que no les quitaba los ojos de encima.
—Un mago y un caballero —dijo lady Crysania mientras se acercaba a ellos—. Entonces supongo que no sois unos viajeros que se han extraviado, sino que tenéis alguna misión que cumplir. ¿Habéis venido a pedir la protección de Paladine?
El tigre rugió de nuevo, con suavidad. Obviamente, era hora de decir algo. Steel dio un codazo a Palin en las costillas.
—Eh... no exactamente, Hija Venerable —repuso el mago con un hilo de voz. Se había quedado pálido y la cara le brillaba por un sudor que no podía achacarse completamente al calor de la noche.
Se suponía que los magos Túnicas Blancas tenían que venerar a Paladine y seguir sus preceptos. Rescatar a un notorio archimago Túnica Negra del Abismo probablemente no estaba contemplado en la lista de obras que el dios esperaba que sus seguidores llevaran a cabo.
—Palin Majere —dijo lady Crysania—. Te doy la bienvenida.
—¿Cómo..., cómo lo supiste? —balbució el joven.
Crysania se echó a reír, y su risa sonó como el repicar de campanillas de plata.
—¿Que cómo lo supe? Percibo el olor a pétalos de rosa y el acre de tus componentes de hechizos, y así descubrí que eres mago. Cuando hablaste, reconocí tu voz. Tienes el tono de tu padre, pero hablas como... Me recuerdas a tu tío. —Esto último lo dijo en voz baja.
El semblante del joven, antes pálido, se puso ahora de un rojo encendido, como si Lunitari brillara sobre él. No tenía respuesta a eso, pero tampoco la Hija Venerable parecía estar esperándola. Sonriendo afablemente volvió los oscuros y ciegos ojos hacia Steel.
—Identifiqué al caballero por el repicar de la espada contra el muslo. Sin duda Palin Majere va en compañía de uno de sus hermanos guerreros. ¿Con quién tengo el placer de hablar, con Tanin o con Sturm?
Steel habría podido responder de muchas formas. La más fácil, fingir ser uno de los hermanos Majere. Un tono ronco y áspero habría disimulado la voz, justificándolo con un resfriado. Un breve intercambio de frases corteses y podrían seguir su camino. Mientras que si decía la verdad...
Miró al tigre. La bestia lo observaba intensamente. Había una inteligencia en aquellos ojos que no era de esperar encontrar en una bestia irracional, por muy despierta que fuera. Si el tigre lo atacaba, su peso arrastraría a Steel al suelo. Podría apuñalarlo, pero no antes de que sus colmillos le desgarraran la garganta.