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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (7 page)

Andrés dejó a Mercedes en el grupo de las mujeres y se acercó con Clemente hasta donde estaban los hombres.

—¿Está usted bien?

—He estado mejor, Andrés, pero es que no entiendo a esta gente. Todo lo tienen que hacer por la tremenda.

El tío Manolo miró con gesto grave a los dos sobrinos.

—Vosotros ya podéis tener cuidado, ese Merino no me gusta nada, y desde que no tenemos destacamento en la Guardia Civil, aquí ni hay orden ni hay nada. Así que andaros con cuidado, sobre todo tú, Andrés, te tiene ganas y se le nota.

—Ése no se le ocurre volver a acercarse. Es un cobarde.

—No hay nada peor que un cobarde. El que te va de frente le ves venir. Te lo advierto, ándate con ojo.

Los dos hermanos se miraron. Sabían que el viejo tenía razón. Merino y la comparsa que le seguía podían ser capaces de cualquier cosa, y más en un momento como aquel de confusión y revuelta.

Doña Eloísa consiguió calmarse y entró a su casa del brazo de su amiga Nicolasa. Las vecinas, arremolinadas en las esquinas de la calle, observando en una prudente distancia lo que había sucedido, se fueron marchando a sus quehaceres, hablando entre dientes, murmurando lo sucedido con el coche del médico.

Todo parecía regresar a una calma tensa, una calma de domingo de julio, de día de descanso, de siesta, de paseo y tertulia serena. Un día en el que algo se había quebrado definitivamente para todos.

Andrés entró en la casa, vio la foto de Mercedes sobre la mesa, la cogió y la miró un rato. Ella se acercó para contemplarla con él.

—Le diré a Marcelino que me haga unos marcos.

—Ésta no quiero que la enmarques.

—¿Por qué no?

—Porque la voy a llevar siempre conmigo.

La metió entre el bolsillo de su camisa, junto al corazón. Se volvió hacia su esposa y la abrazó muy fuerte, entristecido, como si le hubiera abordado un terrible presentimiento y temiera que en un instante desapareciera de sus brazos.

—Te prometo que siempre estaremos juntos.

—Lo sé, lo he sabido siempre —musitó ella, dulcemente.

Capítulo 2

Doña Brígida seguía a su marido por el pasillo de la casa insistiendo en que no debería salir a la calle, mientras don Eusebio espetaba intransigente.

—No pasa nada, mujer, ya has visto el periódico, ni una sola noticia alarmante. Todo se ha quedado en Marruecos.

—¿Y si no dicen la verdad de lo que está pasando?

—Pero qué ignara eres, Brígida, ¿qué crees, tontita, que un diario serio y formal como el
ABC
va a seguir las consignas de una censura? Cómo se nota que estás aquí, protegida en tu urna de cristal, al margen de cualquier problema de fuera, ajena de lo que es el mundo real.

Don Eusebio Cifuentes Barrios hablaba mientras, delante de la luna del perchero que había en el recibidor, se colocaba la chaqueta con mucho esmero.

—Pero en la calle hay tiros… y revueltas…

—Pues andaría bueno si me dejo llevar por esos haraganes que llevan meses sin trabajar —contestó, sin dejar de mirarse en el espejo, ajustándose la corbata al cuello. Luego, cogió el sombrero y se volvió hacia ella, dedicándole un gesto indulgente—. Nada me va a impedir salir a tomarme el vermú de los domingos, faltaría más. Si la gente decente permitimos que esos mequetrefes se hagan los dueños de las calles, entonces sí que estamos perdidos.

—Por Dios, Eusebio —suplicó la esposa—, que ayer mataron a ese constructor, aquí mismo, en el portal de al lado; que la cosa es muy grave.

Don Eusebio manifestó en su rostro el hastío por tanta insistencia.

—Eso es por la huelga; yo soy médico, me dedico a traer niños al mundo, nada tengo que ver con los conflictos callejeros que nos abrasan desde que tenemos a este Gobierno de inútiles y truhanes.

Don Eusebio abrió la puerta y salió al descansillo.

—Estaré de vuelta a la hora de la comida.

Doña Brígida se quedó en el quicio, viendo cómo su marido bajaba la escalera. Se puso la mano en el pecho, preocupada. Cuando iba a cerrar vio que Mario, su hijo mayor, se acercaba a grandes zancadas por el pasillo.

—¿Y tú, adónde te crees que vas?

—He quedado con Fidel y Alberto. No me esperéis a comer.

La madre cerró de un portazo y se puso delante de la puerta con los brazos cruzados, haciéndose fuerte e impidiendo el paso a su hijo.

—Tú no vas a ninguna parte.

—Voy a la piscina de El Pardo.

—He dicho que tú no vas a ningún sitio.

Mario la miró condescendiente.

—No te preocupes por mí, mamá. El padre de Alberto nos deja su coche. Vamos a darnos un baño y a pasar el día fuera de Madrid. Estaré de vuelta por la tarde.

—Mario, hay gente armada por la calle.

—Yo no me meto con los que van armados y, además, estarán por el centro, no creo que vayan con las pistolas a darse un chapuzón hasta El Pardo. Te digo lo mismo que te acaba de decir papá, a mí no me cortan el plan de salir estos que se pasean…

—Que se pasean con armas y que matan a la gente, Mario. Parece mentira que no os deis cuenta de lo grave de la situación.

Un silencio se hizo entre la madre y el hijo.

Mario la cogió de los hombros.

—Tendré cuidado. Te lo prometo.

La besó en la frente, con la misma delicadeza que ella lo hacía cuando era un niño, y, con suavidad, la retiró de la puerta.

Doña Brígida abrió la boca para insistir en lo inconveniente de salir de casa, pero le interrumpió una voz procedente de la cocina que le resultó más molesta que de costumbre.

—Señora, el caldo ya hierve. ¿Echo los avíos o quiere que espere?

Mario aprovechó el pequeño desconcierto de la madre, abrió la puerta y se marchó corriendo escaleras abajo.

—Mario, te lo suplico, ándate con cuidado.

Petrita asomó la cabeza por la puerta de la cocina, secándose las manos con un trapo.

—Señora, que si…

—Ya, Petrita, ya te he oído —la interrumpió con impertinencia, sin ocultar su irritación—. Ahora voy, no seas pesada, que no estoy sorda.

Petrita se metió para la cocina haciendo un mohín desganado, a sabiendas de que la señora no la podía ni ver. Mientras, doña Brígida cerraba de nuevo la puerta de la casa, con la plena convicción de que, desde hacía unos días, algo se estaba rompiendo definitivamente. Tomó aire, y con un suspiro de congoja, entró a la cocina para organizar la intendencia de la comida familiar del domingo.

Don Eusebio Cifuentes se subió a su flamante Ford. Lo había comprado en mayo, después de deshacerse del antiguo Chrysler de segunda mano que ya le estaba causando muchos problemas. Estaba orgulloso de su nueva adquisición. Jactancioso, miraba la carrocería negra, impoluta, reluciente bajo el sol de la mañana. Se acomodó en el asiento de piel. Olía a nuevo. Introdujo la llave en el contacto y giró con suavidad. El ruido del motor le sonaba a música celestial. Metió la marcha y apretó, suavemente, el pedal del acelerador. Enfiló la calle del General Martínez Campos y giró por el paseo de la Castellana. Eran cerca de las doce de aquel domingo caluroso de julio. En siete días, estarían de camino a Santander para pasar todo el mes de agosto y librarse del calor pegajoso de Madrid, comiendo buen pescado y disfrutando del verdor del campo. Sólo de pensarlo, en sus labios se dibujó una leve sonrisa de satisfacción.

Vio a un grupo de gente salir de una iglesia. Ellos mismos habían acudido, a la hora y lugar habitual, a la misa dominical sin percance alguno. A pesar de los temores de su esposa y de los rumores sobre la gravedad del levantamiento del Ejército en Marruecos, la jornada se estaba desarrollando sin ningún contratiempo sobresaliente, de acuerdo con su criterio. Recorrió el paseo de Recoletos, a poca velocidad, mostrando así, con envanecido orgullo, su nueva adquisición, hasta llegar al hotel Ritz. Aparcó en la misma puerta. Al bajarse, un coche muy parecido al suyo pasó cargado con al menos ocho hombres apretujados en su interior, erizado de fusiles que asomaban por las ventanillas. Era evidente que el conductor no sabía manejarlo; daba acelerones y frenazos y llevaba poco control de la dirección, haciendo eses como si fuera ebrio. Habían pintado en las puertas y en el capó las letras CNT, y entre el jolgorio y las risas gritaban: «Muerte a los fascistas» y vivas a la República y a la revolución. Don Eusebio los siguió con la mirada, receloso, hasta que se perdieron por el Paseo del Prado. Sólo entonces entró en la cafetería del hotel. Buscó con la vista al chico que siempre aparecía, solícito, para recoger su sombrero. Miró a su alrededor, extrañado. A esas horas, lo normal es que estuviera lleno de hombres y algunas damas distinguidas tomando su aperitivo; sin embargo, sólo media docena de personas permanecían sentadas en las dos mesas más alejadas de la entrada. Reconoció en una de ellas a dos de sus colegas. Llamó la atención del camarero que estaba apoyado en la barra.

—Prudencio, ¿dónde está el chico? —inquirió, manteniendo la mano erguida, sujetando el sombrero a la espera de que alguien lo recogiera—. ¿Voy a tener que quedarme así toda la mañana?

Prudencio, un hombre mayor, bajito y regordete, que sudaba por el cogote a consecuencia de lo apretado del cuello de su chaquetilla, se acercó obsequioso y le cogió el sombrero.

—Lo siento, don Eusebio, pero el chico se ha ido, y los demás también. Sólo quedamos el encargado y yo mismo, para servirle a usted en lo que guste mandar.

—¿Y adónde se han ido todos?, si puede saberse.

—La mayoría se han alistado, señor; otros, simplemente, se han despedido.

—Así, por las buenas.

—Así, por las buenas —repitió el camarero, con prudencia, haciendo honor a su nombre.

Don Eusebio lo miró de reojo, con cierto aire despectivo.

—Está bien, Prudencio, ponme lo de siempre.

Se dirigió a la mesa en la que estaban sentados Luis de la Torre y Emeterio Vargas, médicos que, como él, trabajaban en el hospital de la Princesa. Cuando lo vieron acercarse, los dos colegas se levantaron. Tenían el gesto tenso.

—¿Qué os pasa? No me digáis que vosotros también estáis asustados.

—Eusebio, ¿no te has enterado? —preguntó Luis de la Torre—. Se han llevado a Isidro.

—¿A Isidro? ¿Adónde se lo han llevado?

—No lo sabemos. Iba a misa con Margarita y la niña, y en la misma puerta, un grupo de hombres armados les pidió la documentación. No la llevaban encima, quién se iba a imaginar que les iban a pedir la cédula en la iglesia.

—Pero ¿no les dijo quién es? Habría sido más que suficiente.

—Ahora ya no. Por lo visto, según cuenta la pobre Margarita, se identificó, pero ellos le contestaron que tenía pinta de fascista. Sin más, lo metieron en su propio coche y se lo llevaron. La pobre Margarita está destrozada.

Se calló cuando el camarero puso el vermú de costumbre sobre la mesa. Tras retirarse, la conversación continuó.

—Pero ¿lo ha denunciado? ¿Ha dado parte a la policía?

—Yo mismo la he acompañado a la Dirección General; no saben nada, y tampoco nos han dado solución alguna, simplemente que esperemos, que ya aparecerá. Mucho me temo que no estemos ante una detención, esto es un secuestro en toda regla, y no quiero pensar en cómo pueda acabar.

—No dramatices, Luisito, que no es para tanto.

—Mira lo que le hicieron a Calvo Sotelo, y eso que era diputado.

Don Eusebio quería aferrarse a una normalidad que se le escapaba como el agua entre los dedos. Se resistía a pensar que las cosas estaban realmente mal. Dio un trago largo a su vermú. Sobre la mesa había un ejemplar del diario
ABC
, el mismo que había leído don Eusebio en el salón de su casa.

—¿Habéis leído el periódico? —preguntó, señalando el diario con el dedo.

—Lo he ojeado por encima. Por lo visto no pasa nada, todo está controlado, la sublevación ha fracasado en todas partes.

—Pues lo que yo digo —terció don Eusebio, satisfecho—, todo normal; la anormalidad la aportamos nosotros alterando lo cotidiano. Los problemas son de otros, no nuestros. El que haga huelga, que apenque con las consecuencias, que yo me levanto todos los días para cumplir religiosamente con mi obligación.

—¿Y tú te crees esta calma chicha de los periódicos? —intervino Emeterio Vargas con gesto serio.

—Otro igual —espetó don Eusebio—, vosotros, como yo, estáis suscritos desde hace años al
ABC
. ¿Cuándo no se ha contado la verdad en sus hojas? ¿Y la radio? ¿Tampoco os creéis lo que dice la radio? Porque yo ayer escuché con claridad en el noticiario de Unión Radio que la sublevación había sido aplastada, incluso en Sevilla.

—No lo he confirmado —intervino Luis, mirando a uno y a otro—, pero me ha dicho gente que pudo sintonizar Radio Sevilla que allí está pasando justamente lo contrario de lo que nos están contando en Madrid.

—Pues mejor me lo pones. No estaría mal que los militares salieran de los cuarteles y pegaran unos cuantos tiros, a ver si por fin se pone un poco de orden en tanto desbarajuste.

—Tenían que haber actuado ya —masculló Emeterio, irritado, con la mirada perdida en su propia frustración—, hay que salir de los cuarteles y empezar a controlar las casas del pueblo, las sedes de los sindicatos, la radio y los periódicos. Están perdiendo demasiado tiempo.

Luis de la Torre prefirió no seguir con el tema. No tenía ninguna gana de entrar en disquisiciones interminables.

—¿Has venido en coche?

—¿Cómo voy a venir si no? —espetó don Eusebio, con gesto malhumorado—, están buenos los tranvías, como para subirse en uno. Creo que se suben hasta sin pagar y nadie les dice nada.

—Pues ya puedes tener cuidado; los están requisando todos, hasta los taxis se han puesto al servicio del Gobierno.

—A mí me tocan mi Ford y los fundo a palos.

—Bueno —terció Luis—, ahora lo importante es saber dónde se han llevado a Isidro. Nosotros hemos llamado a todas las comisarías de la zona y no saben, o no quieren decirnos nada. Un guardia me ha sugerido esta mañana que busque a alguien con influencia ¿Conoces a alguien a quien puedas pedir un favor?

Don Eusebio le dio un trago largo a su vermú, con gesto pensativo.

—No sé…, tenemos que mantener la calma. Si nosotros también nos liamos la manta a la cabeza, ya me diréis —volvió a callarse un instante, mientras meditaba—. Llamaré a Nicasio, tal vez él pueda hacer algo.

En ese momento, los sobresaltó el ruido seco de tres detonaciones procedentes de la calle.

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