Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (5 page)

Andrés se dedicaba, junto a su hermano Clemente, a labrar las tierras que habían heredado al morir su padre. Sacaba lo suficiente para vivir sin pasar penurias. Conocía a Mercedes desde siempre, pero, debido al obligado luto por el padre y el hermano, la había perdido de vista hasta el día de la patrona del año 33. Se enamoró de ella en cuanto la vio. Cuando madre e hija se quitaron el luto, prepararon la boda y se casaron. Vivían en la casa de la señora Nicolasa. Era grande y tenían espacio para los tres, y para los que vinieran. Al fin y al cabo, cuando ella faltase, todo sería para ellos.

Mercedes vio un grupo muy numeroso de personas en la plaza del Pradillo; la extrañó porque, a pesar de que era el lugar de reunión acostumbrado de los hombres para hablar de sus cosas, eran demasiados y se les veía algo alborotados.

—¡Mercedes, aquí!

Atendió a la llamada de Andrés, que le hacía señas con la mano desde la fuente de los Peces. Junto a él estaba el fotógrafo con su máquina, la minutera.

—¿Qué pasa? —preguntó Mercedes, al acercarse.

Andrés le contestó con la mirada puesta en el grupo.

—Dicen que los militares se han sublevado en África. También andan revueltos en la casa el pueblo.

—¿Y qué les importa a ésos lo que pase en África? Pues anda que no está lejos, además, allí siempre hay jaleo…

—Las cosas no pintan bien, señorita —intervino el minutero, sin dejar de preparar su máquina—. Este desorden en el que últimamente vivimos se va a acabar en un pispás, ya lo verá. El Ejército es el único que puede meter en vereda a este Gobierno que nos está llevando derechitos al desastre.

Los esposos se miraron sin dar mucho crédito a las palabras del fotógrafo.

—Ande, háganos la foto —replicó Andrés—. Y sáquenos usted bien, es un momento muy feliz para nosotros —Andrés acarició el vientre de Mercedes y ambos se dedicaron una tierna mirada—, y quiero que quede plasmado para siempre.

—Con esta belleza no hay fotógrafo que saque un retrato malo. Se me coloquen ahí, bien juntitos, que para eso han pasado ya por vicaría.

Andrés y Mercedes, siguiendo las instrucciones del fotógrafo, se pusieron de frente a la máquina apoyados en el brocal de piedra de la fuente. Luego, él se situó detrás de la cámara y miró por encima de ella. Era un hombre menudo, con traje gris oscuro y camisa blanca de cuello desgastado. Tenía los ojos muy pequeños y el pelo, negro y abundante, lo llevaba tan fijamente apelmazado que ni un vendaval le hubiera despeinado.

—Pónganse más a la derecha…, no, a su derecha no, a mi derecha… ahí están bien.

El hombrecillo, vestido como si fuera de boda, desapareció debajo de la tela de su minutera, mientras Andrés y Mercedes, erguidos y tensos, esperaban la señal de que la foto estaba hecha.

—Sonrían un poco, están muy serios.

Los dos sonrieron, relajando algo el gesto.

El fotógrafo alzó la palma de la mano.

—Miren a mi mano, así…, no se muevan…, va, ahora…

Salió un pequeño fogonazo y el fotógrafo apareció de nuevo.

—Hágale una a ella sola —dijo Andrés, retirándose del lado de Mercedes.

El minutero volvió a desaparecer debajo de la tela para enfocar la imagen de Mercedes.

—Un poquito a su izquierda, así, no se mueva…, sonría un poquito, eso es…, mire a mi mano, quieta. Ahora.

De nuevo un pequeño fogonazo dejó constancia de que la foto estaba en curso.

—En quince minutos las tienen listas.

Mientras que el fotógrafo preparaba a otras personas para su retrato, la pareja, cogida del brazo, se acercó al grupo de hombres del Pradillo que parecía bastante alterado.

—¿Qué pasa? —preguntó Andrés a uno de ellos.

—Dicen que ha estallado la guerra.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Mercedes, poniéndose la mano sobre la boca, con un gesto entre la incredulidad y el horror de aquellas palabras.

—Por lo visto, en la casa del pueblo se puede alistar el que quiera.

—Alistarse, ¿para qué?

Otro de los hombres, al que se le conocía con el apodo de Merino porque su padre tuvo una partida de ovejas merinas, se volvió hacia Andrés y le espetó con rudeza.

—¿Es que lo dudas? Para acabar con los cerdos caciques que todavía abundan en este pueblo.

—Al que se alista le dan un arma —añadió el primero.

—No me interesan las armas.

Andrés se dio la media vuelta, con la intención de alejarse. Pero antes de dar un paso escuchó la voz de Merino.

—Claro, como el señorito tiene tierras que trabajar y puede llenarse el buche todos los días, no le interesan las armas.

Andrés se quedó perplejo. Se volvió y le miró. Le conocía bien aunque apenas había tenido trato con él. Merino era un hombre rudo, un cretino que alteraba los nervios de cualquiera que no pensara como él. Se preciaba de pertenecer a la llamada guardia roja, y se jactaba de haber participado activamente en las revueltas de Asturias. Nadie en el pueblo podía dar fe de lo que contaba porque nadie estuvo allí para verlo, pero los vecinos, en general, le tenían un temeroso respeto e intentaban no cruzarse en su camino. Además, en los últimos meses, había sido uno de los que había encabezado el asalto y ocupación de tierras por la fuerza, seguidas de altercados y violencia. Incluso, como consecuencia de sus excesos, había sido expulsado de La Mostoleña, una agrupación de campesinos sin recursos, que tenían como fin el cultivo colectivo de las tierras comunales del Soto. Andrés apenas había cruzado el saludo con él en toda su vida. Sin embargo, un incidente ocurrido antes de las elecciones de febrero les convirtió en enemigos acérrimos. En los últimos días de enero, antes de los comicios, se había celebrado un mitin del Frente Popular en el recinto del baile. Asistieron diputados y gente importante de la política de todas las facciones de izquierdas. El evento se desarrolló sin problemas, y cuando terminó, se organizó una pequeña fiesta en la que el vino corrió a raudales. La tarde anterior, Fuencisla, la cuñada de Andrés, esposa de su hermano Clemente, se había puesto de parto. La noche fue muy larga, y con la llegada del día, Eladia, la matrona, tuvo que mandar llamar a don Honorio porque pensaba que se le iban la madre y el niño. Al final, después de horas tensas, de falta de sueño y de un doloroso parto, Fuencisla parió un niño hermoso y sano que pesó casi cuatro kilos. Los dos hermanos, agotados pero felices, se acercaron a la fiesta que se oía desde la casa con el fin de celebrar la llegada al mundo del tercer hijo de Clemente, y su primer varón. El padre estaba radiante. Clemente y Andrés se mezclaron con la gente que celebraba la terminación del mitin. Todo iba bien hasta que Merino les reprochó que no hubieran asistido al evento político. Clemente le contestó sonriente que había tenido cosas más importantes que hacer, y le dio la noticia de su nueva paternidad. No debió ser excusa suficiente para Merino y, en vez de darle la enhorabuena, como hacía todo el mundo, profirió unas palabras denigrantes dirigidas a Fuencisla y a su recién nacido. Andrés le recriminó antes de que su hermano reaccionase, encendido por el injusto ataque. Se interpuso entre los dos y le instó a Merino a que se marchase y les dejase en paz. Pero no se movió, se mantuvo desafiante, y cuando habló fue para llamarles a los dos cerdos fascistas. Andrés le empujó indignado y los dos hombres se enzarzaron en una pelea. En el fragor de los puñetazos y los empujones, alguien alertó de que Merino llevaba una navaja. Andrés sólo tuvo tiempo de esquivarlo en parte, pero no evitó que la fría hoja de hierro se clavase en su mano. El revuelo fue terrible. La Guardia Civil se llevó detenido a Merino y se le impuso una pena de cárcel de un mes. La mano curó rápido, porque fue un corte superficial. Más amargo fue el primer encontronazo con Merino cuando salió de la cárcel. Le amenazó con que anduviese con cuidado y que procurase guardar sus espaldas. Desde entonces, Andrés intentaba ignorarle.

Mercedes tiró del brazo de su marido para alejarlo de Merino. Ella sabía muy bien que la verdadera razón de aquella inquina hacia él no sólo procedía de que fuera propietario de algunas fanegas de tierra con las que ganarse la vida, sin tener que depender más que de su trabajo y de que lloviera cuando tuviera que hacerlo, sino de un desagradable incidente en el que Merino, con excesiva impertinencia y algo más que grosería, la pretendió como novia cuando ya hablaba con el que después se convertiría en su marido. Aquel rechazo no se lo perdonó, ni a ella ni a Andrés (ignorante del hecho para evitar males mayores, tal y como le había aconsejado su madre, que conocía bien —por edad y experiencia— el carácter de los hombres con lo que consideraban suyo).

—Vámonos, Andrés.

—Señoritos de pacotilla, cerdos caciques, eso es lo que sois los dueños de la tierra.

La tensión entre ambos hombres ascendió para desesperación de Mercedes que, al comprobar que su marido intentaba soltarse de su brazo para encararse con aquel hombre, se aferró más a él.

—Vámonos, no hagas caso. No ofende quien quiere sino quien puede.

Andrés se dejó llevar por su esposa, y se alejaron Pradillo abajo. El día invitaba al paseo. En ese momento, el cura, don Ernesto Peces, pasó por delante de ellos.

Mercedes lo detuvo.

—Don Ernesto, ¿sabe usted qué está pasando?

El rostro del cura reflejaba preocupación. Miró a la pareja, y luego se volvió hacia el numeroso grupo que se había formado en el Pradillo.

—Pues… no lo sé muy bien, Mercedes, hija, dicen que se ha sublevado el Ejército, y que el Gobierno ha pedido a los afiliados de cualquier sindicato o partido que se alisten en sus sedes o en las casas del pueblo. Esto puede estallar en cualquier momento, no sé por dónde, pero esto revienta de todas maneras… —se persignó, compungido—. Que Dios nos ampare.

—¿Tan grave es la cosa? —inquirió Andrés.

—Sólo Dios sabe adónde nos llevará esto —miró con desasosiego hacia el tumulto, para luego volver los ojos a la pareja—. Si me perdonáis, tengo un poco deprisa.

Se disculpó, les echó una bendición rápida, casi a escondidas, y se alejó apresurado.

Andrés y Mercedes apenas hablaron durante el corto paseo. Observaban a la gente pasar de un lado a otro. El ambiente nada tenía que ver con lo apacible de cualquier mañana de domingo, al contrario, era inquietante y alterado.

Cuando transcurrieron los quince minutos, fueron a recoger las fotos.

—Vete para casa, me acercaré a la casa del pueblo a ver si me entero de lo que está ocurriendo.

—No, voy contigo —sentenció Mercedes.

Andrés se volvió hacia ella, miró la foto y sonrió.

—Has salido muy guapa.

—No digas tonterías, he salido fatal, mira qué cara, y ya se me ve gorda.

Andrés le puso la mano sobre el vientre.

—¿Se mueve mucho?

—No para —se miró la tripa y sonrió—. Me gusta sentirlo. Lo peor de todo son las ganas de vomitar que tengo por las mañanas.

—Ya te ha dicho don Honorio que se pasará.

—Eso espero, porque si tengo que aguantar las náuseas en cada embarazo renuncio en este momento a tener más hijos.

Andrés sonrió y acarició su rostro.

—Vamos a tener por lo menos seis.

—Claro, como tú no tienes náuseas, ni te vas a poner como un tonel, ni vas a tener que traerlos al mundo con unos dolores…

Le puso la mano en los labios para que detuviera sus protestas.

—Siempre cuidaré de ti, y de lo que venga.

—Bueno, pero éste tiene que ser una niña, y se llamará Prados.

Andrés se irguió orgulloso y sonrió con la altivez de pavo real.

—Éste es un niño como un castillo, ya lo verás, y le llamaremos Manuel, como mi padre; después, que vengan todas las niñas que quieras.

La dio el sobre con las dos fotos.

—Anda, ve a enseñárselas a tu madre. Le gustará verlas. Yo voy en seguida.

—No hagas tonterías, Andrés.

—No haré tonterías, te lo prometo. Ve a casa.

Mercedes entró en la casa. Su madre, sentada en la camilla que había junto a la ventana, hablaba con doña Eloísa, la mujer del médico. En principio, nada extraño había; las dos mujeres, a pesar de ser una criada y otra señora, se llevaban como hermanas, eran de la misma edad, habían crecido juntas y vivido puerta con puerta; Nicolasa aprendió de niña a leer, escribir y a hacer cuentas gracias a Eloísa que insistió a sus padres para que la acompañase a la escuela, librándola en muchas ocasiones de acudir al campo y al pilón a lavar la ropa. Pero cuando los ojos de Mercedes se acostumbraron a la grata penumbra de la sala percibió el reflejo de preocupación en sus rostros.

—Buenos días, doña Eloísa —dejó el sobre con las fotos sobre la mesa sin dejar de mirar a una y a otra—, ¿ocurre algo?

—Dice Eloísa que el Ejército se ha sublevado en Marruecos.

—Ya lo sé. Hay mucho jaleo por el Pradillo, y creo que también en la casa del pueblo.

—¿Dónde está Andrés? —inquirió la madre, al comprobar que no entraba su yerno.

—Se ha quedado a ver qué oía.

—La cosa es muy grave —intervino doña Eloísa—. Honorio ha hablado con mi cuñado Crescencio, el que trabaja en el periódico, y le ha dicho que en Madrid hay mucho revuelo, y que el Gobierno ha requisado todos los diarios, y Honorio dice que eso es porque no quieren que se cuente la verdad sobre lo que está pasando.

—Esperemos que esto se arregle de una vez.

—No sé yo. Las cosas llevan mucho tiempo demasiado tensas. Lo que ha pasado en los últimos meses con el Ayuntamiento, y con lo del Soto, y lo de la ocupación del coto de la duquesa de Tamames por los chiqueros, que al final ni la Guardia Civil ni el alcalde han hecho nada para restablecer las cosas a su sitio, y ahí siguen, como si fuera suyo —calló un instante, para añadir con un ademán de disconformidad—: es que hay cosas que no pueden ser.

—Hay que reconocer que la gente está pasando mucha necesidad, y hay algunos que tienen una ralea… —la señora Nicolasa hizo una mueca de hartazgo, que acompañó con la mano—. Prefieren dejar las tierras sin labrar antes que dar trabajo a los del pueblo.

—También llevas razón en eso, pero entrar, así por las buenas, en la propiedad de otro, sin que nadie haga nada por remediarlo, no sé, no me parece bien.

Un silencio raro envolvió las cabezas de las tres mujeres. Mercedes seguía de pie, delante de la camilla. Entonces Nicolasa se percató del sobre y lo cogió, sacando las fotos. Abrió una sonrisa satisfecha.

Other books

Shampoo and a Stiff by Cindy Bell
Love Will Find a Way by Barbara Freethy
False Future by Dan Krokos
I Remember, Daddy by Katie Matthews
Breathe Again by Rachel Brookes
I'll Catch You by Farrah Rochon
Dark Places by Linda Ladd
Winter Brothers by Ivan Doig
The Karma Beat by Alexander, Juli


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024